Todo indica que 2019 tampoco será el año de la resolución del añejo conflicto entre Serbia y Kosovo, dos naciones que aspiran a ingresar en la Unión Europea (UE) pero todavía tienen muchos asuntos que resolver entre sí para poder ser admitidos en el bloque regional.

Lejos de avanzar hacia una solución, algunos hechos que ocurrieron en los últimos meses parecen haber hecho naufragar los esfuerzos diplomáticos que se llevan adelante desde varios frentes para poner fin al problema, una de las pocas brasas que siguen encendidas luego de los cruentos enfrentamientos bélicos que vinieron luego de la desintegración de la antigua Yugoslavia, a comienzos de los años 90.

La semana pasada, el ministro de Relaciones Exteriores de Serbia, Ivica Dačić, dijo que dudaba de que el problema de Kosovo se fuera a resolver en 2019. En una conferencia de prensa en la que evaluó objetivos y expectativas de su país para este año, Dačić recordó que a fines de 2019 terminará el mandato de la alta representante de la UE para las Relaciones Exteriores y la Política de Seguridad, Federica Mogherini, quien está encabezando las negociaciones –por ahora poco fructíferas– de Bruselas con las dos naciones balcánicas.

Dačić dijo que espera que “el proceso de diálogo entre Serbia y Kosovo continúe de manera sólida” luego de la salida de Mogherini, y afirmó que su país está abierto a cualquier propuesta que logre un compromiso entre las dos partes. Agregó que si Estados Unidos está involucrado en el proceso, Serbia exigirá que también se incluya a Rusia. Esta es otra de las grandes cuestiones que forman parte de este conflicto: Serbia es un viejo aliado de Rusia, y la existencia de Kosovo como nación independiente sólo se explica por la enorme influencia que tuvo en ello Estados Unidos, que pretende una nación kosovar fuera del control serbio como forma de equilibrar el control geopolítico en los Balcanes.

Según informó la semana pasada la cadena Fox News, los representantes diplomáticos de la administración del presidente estadounidense, Donald Trump, están trabajando para lograr un acuerdo de paz entre los líderes de Serbia y Kosovo, y pretenden que dicho acto se celebre en la Casa Blanca. Esto implicaría una gran victoria en el plano internacional para el gobierno de Trump, aunque por el momento ese final feliz en Washington está más cerca de la fantasía que de la realidad.

Una fuente confirmó a Fox News que el presidente de Kosovo, Hashim Thaçi, viajó recientemente a Alemania y se reunió con el embajador de Estados Unidos, Richard Grenell, para discutir un acuerdo que reduciría los aranceles sobre los productos serbios, algo que disminuiría las tensiones. En noviembre, Kosovo decidió subir de 10% a 100% los aranceles a los bienes importados desde Serbia y Bosnia y Herzegovina. Esta medida fue una reacción al fracaso de Kosovo en su intento de entrar en Interpol, que las autoridades han achacado a una campaña llevada a cabo por Serbia, según informó la agencia Sputnik.

La primera ministra serbia, Ana Brnabić, dijo que espera que las autoridades kosovares recuperen el sentido común y renuncien a la imposición de esos aranceles. También manifestó su expectativa de que retomen el diálogo, en aras de garantizar la estabilidad en la región. Por su parte, desde el gobierno kosovar se remarcó que las tarifas se mantendrán hasta que Belgrado reconozca a Kosovo en calidad de país independiente.

Mogherini, la líder de la diplomacia europea, instó al presidente kosovar a que su país cancele los aranceles a los productos de Serbia y Bosnia y Herzegovina y agregó, mediante un comunicado publicado a fines de noviembre, que “esta medida no ayuda a construir las relaciones de buena vecindad y debe ser abolida”.

La situación generó un aumento de la tensión entre las dos naciones, que creció aun más en diciembre, cuando el Parlamento de Kosovo decidió –sin los votos de los representantes de origen serbio, que se retiraron de la sala durante la votación– la creación de un ejército propio.

Este gesto generó inquietud entre los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pero contó con el beneplácito de Estados Unidos. Por otra parte, motivó una airada reacción por parte de Serbia, que consideró el hecho como “una grave violación del derecho internacional”.

El camino recorrido

En febrero de 2008 las autoridades de Kosovo decidieron declarar unilateralmente su independencia de Serbia, y contaron con el reconocimiento inmediato de Estados Unidos y de la mayor parte de los estados integrantes de la UE.

Kosovo tiene una extensión de 10.908 kilómetros cuadrados –apenas algo más que el departamento de Rocha– y en su territorio viven aproximadamente 1.800.000 habitantes. En su enorme mayoría, la población es musulmana y de origen albanés. Para Serbia, Kosovo sigue siendo parte integrante de su territorio, denominada oficialmente Provincia Autónoma de Kosovo y Metojia. En el plano internacional, 111 naciones han reconocido la independencia de Kosovo, pero a ese paso no lo dieron, por diferentes motivos, Rusia, China, España, Chipre y Grecia, entre otros países.

Los problemas entre los serbios y los kosovares se hunden en la historia y para rastrear sus orígenes hay que ir hasta la Edad Media, más precisamente hasta el año 1389. Hasta ese momento Kosovo era el territorio en que estaban emplazados los lugares más santos para la iglesia ortodoxa serbia, pero ese año el emperador serbio Lázaro perdió la Batalla de los Mirlos –que se desarrolló cerca de donde actualmente se encuentra Pristina, la capital kosovar– con el sultán turco Murad, por lo que la región quedó bajo influencia otomana. A partir de ese momento el lugar se convirtió en un territorio crucial para los serbios, que desde entonces pretendieron vengar la derrota de Lázaro.

Algo más de 600 años después, en el marco de las Guerras Yugoslavas, serbios y kosovares mantuvieron un enfrentamiento armado entre 1996 y 1999. Ese último año, el conflicto recrudeció y se internacionalizó con el ingreso de las fuerzas de la OTAN, que comenzaron a atacar a los yugoslavos, mientras se mantenía activo el Ejército de Liberación de Kosovo.

El Ejército yugoslavo, bajo las órdenes del presidente Slobodan Milošević, perpetró una limpieza étnica en la zona que costó la vida de miles de albano-kosovares y provocó la huida de millares de personas hacia países vecinos y hacia otras naciones europeas. Tras el final de la guerra en 1999, Kosovo pasó a estar bajo control de la Misión de Administración Provisional de las Naciones Unidas en Kosovo, mientras que la seguridad y estabilidad de la zona y la continuidad del cese del fuego se encargó a la fuerza multinacional Kosovo Force, dependiente de la OTAN.

La declaración unilateral de independencia adoptada por los kosovares en 2008 aparejó un período sin relacionamiento oficial entre las dos naciones, pero en 2011 las autoridades serbias, presionadas por Bruselas –y buscando el acercamiento con la Unión Europea y un alivio para sus ciudadanos–, se vieron obligadas a entablar negociaciones sobre la normalización de relaciones con Kosovo. Se llegó a ese punto por la mediación de la UE.

Finalmente, en 2013 ambos gobiernos llegaron a un acuerdo para el establecimiento de relaciones bilaterales, pero el camino recorrido desde ese momento ha sido todo menos sencillo.

El reconocimiento de Kosovo por parte del gobierno serbio es un paso indispensable que Belgrado debe dar para ser admitido como miembro de la UE, pero parece estar lejos de darlo.

Rumania, que a fines del año pasado asumió la presidencia rotativa del Consejo de la UE, estableció como uno de sus objetivos que Serbia ingrese en el bloque. El ministro de Relaciones Exteriores de Rumania, Teodor Meleșcanu, afirmó que su país “apoya plenamente la integración europea de Serbia”, e invitó a los funcionarios serbios a maximizar sus esfuerzos de adhesión a la UE.

Pocos días antes de que Rumania reemplazara a Austria en la presidencia del Consejo de la UE, el 1º de enero, Meleșcanu se reunió con autoridades de Serbia –el canciller Dačić, la primera ministra Ana Brnabić y el presidente Aleksandar Vučić– para discutir asuntos regionales, las relaciones bilaterales y las prioridades de la presidencia rumana.

“Les aseguro que colocaremos a los Balcanes occidentales como una de las máximas prioridades de la presidencia rumana”, dijo Meleșcanu, y afirmó que su país alienta el ingreso de todos los Balcanes occidentales a la UE.

El mapa en cuestión

Entre las medidas que las autoridades de ambos países manejan para la resolución de su conflicto se encuentra la de replantear sus fronteras geográficas. Se estima que hay cerca de 55.000 albaneses viviendo en el valle de Preševo, en Serbia, y algo así como 75.000 serbios que habitan al norte del río Ibar, que divide a la ciudad de Mitrovica, situada en el norte del territorio kosovar.

Una de las posibilidades del nuevo dibujo fronterizo podría conllevar el traslado de los albaneses hacia Kosovo y el de los serbios hacia Serbia, algo que Charles Kupchan, ex asesor de Barack Obama y ahora profesor en la Universidad de Georgetown, definió como una limpieza étnica pacífica.

Kupchan, que se ha manifestado a favor del intercambio de territorios, cree que “el pragmatismo debe prevalecer sobre los principios”, pero esta alternativa genera muchas resistencias, por varias razones. Algunos de los que se oponen a esta idea argumentan que aplicarla sería nocivo porque habría un traslado de población de un lugar a otro, haciendo que ambas naciones sean más “puras” étnicamente, y esto implicaría que mucha gente tuviera que dejar sus lugares de nacimiento y residencia. Así lo afirmó el periodista kosovar Agron Bajrami, que en una columna publicada en octubre en el diario inglés The Guardian dijo que el plan de intercambio de territorios y población, “además de ser moralmente inaceptable y antieuropeo, también causaría una gran inestabilidad a largo plazo en materia política y de seguridad en toda la región”. Bajrami agregó: “Si se permite a Kosovo y a Serbia intercambiar territorios y personas, ¿cómo se podría negar que se hiciera en otras partes del mundo? A muchas comunidades en la región no les gusta el Estado donde viven: serbios y croatas en Bosnia, musulmanes en Serbia, albaneses en Macedonia o incluso húngaros en Eslovaquia y turcos en Chipre”.

El asunto genera también un fuerte rechazo de la iglesia ortodoxa serbia –de enorme influencia en el país–, ya que dos de sus principales monumentos, los monasterios de Gračanica y Visoki Dečani, están en Kosovo, por lo que un nuevo dibujo de las fronteras implicaría perder la soberanía sobre esos territorios para siempre.

Por otra parte, modificar las fronteras no haría otra cosa que exacerbar los sentimientos nacionalistas, ya de por sí bastante presentes en el trasfondo de la discusión, por lo que dirigentes con fuerte influencia en Europa no quieren saber de nada con esta idea. Por ejemplo, la canciller alemana, Angela Merkel, afirmó el año pasado que la integridad territorial de los Balcanes occidentales es “sacrosanta”. Mientras tanto, las autoridades diplomáticas británicas en Pristina manifestaron que “el rediseño de las fronteras nacionales es un factor desestabilizador” en la región, cuestión en la que coinciden las cancillerías de otros países de la UE.