Un hombre llega al trabajo de su ex pareja y pide para hablar con ella. Ella se niega. Él se manda para adentro del local (una peluquería). Está armado. En instantes tiene a todo el mundo de rehén, tanto a las trabajadoras como a las clientas que estaban en ese momento. Las noticias hablan de diez personas retenidas. Un rato después hablarán de cuatro. La televisión (los canales privados de televisión: el 4, el 10 y el 12) pone movileros a transmitir en vivo desde el lugar de los hechos, pero la verdad es que no tienen mucha información. Lo que hacen, en realidad, es excitar al público. Prometerle que va a ver en vivo y en directo los hechos. Es decir, la sangre. Porque esperan, secretamente, que alguien termine sangrando. Si hay suerte, será el agresor, pero incluso si no hubiera tanta suerte, siempre se podría esperar que reviente alguna de las rehenes, o que muera un policía. Los efectivos se acercan a los movileros y les piden que se retiren, que dejen de transmitir, porque están entorpeciendo el trabajo de rescate de las personas retenidas. Los movileros dicen que les pidieron que se retiraran, pero no se retiran. Se les explica una vez más la situación, se les dice que el hombre que está dentro de la peluquería puede estar viendo la televisión y que esa cobertura en vivo puede complicar las cosas. Nada. No se mueven. Pasa un buen rato antes de que decidan cortar el vivo, aunque no se van del lugar. Tuvo que acercarse el jefe de Policía para explicarles, como quien habla con un niño chico, que realmente estaban dificultando la negociación y poniendo en riesgo a las rehenes.

Al mismo tiempo, en las redes empieza a circular un video que grabó el agresor desde adentro de la peluquería. Es un hombre joven, de menos de 30 años. Se muestra contento con lo que está haciendo. Cuenta que todo eso está pasando porque la mujer que está junto a él es una traidora. Que él no quería llegar a eso, pero bueno, son cosas que pasan: la traición se castiga. Ahora, dice, vamos a morir todos. Y se despide.

Afortunadamente, nadie murió. El agresor fue detenido y las personas que estaban retenidas fueron liberadas. En esta ocasión la sangre no llegó al río. El movilero de canal 12 habla de un “final feliz”.

Lo que vale la pena considerar, sin embargo, es el lugar que ocupan en estas circunstancias los medios masivos de comunicación. Ávidos de alimentar la curiosidad morbosa del público, están dispuestos a pasar por arriba de la intimidad de cualquiera, decididos a ignorar los pedidos de respeto y de cautela, resueltos a plantar la cámara y las luces en la cara de quien está atravesando una tragedia, siempre en nombre de la obligación de informar. No pocas veces los periodistas son agredidos en el marco de esa cruzada informativa. Y claro, eso no deja de ser, también, una noticia a la que se le puede sacar jugo por un buen rato. Se hablará entonces de grupos o individuos violentos, de ataques a la libertad de expresión, de falta de respeto por el trabajo periodístico. Pero nunca habrá una palabra de autocrítica, una reflexión acerca de la imagen que los medios masivos han construido de sí mismos a través de años y años de práctica sensacionalista e hipócrita. Algunas veces los periodistas se quejan de que la gente confunde al medio con los trabajadores, pero la verdad es que cuando una cobertura es rechazada no se está rechazando al trabajador que la hace, sino al medio que la ordena y la pone al aire. Y no es algo que pase porque sí: pasa porque es obvio para todo el mundo que los informativos de los canales privados alimentan amorosamente el clima de inseguridad que ellos mismos instalaron desde el principio de los tiempos. No me alcanzaría el espacio de que dispongo para repasar las veces en que una cobertura periodística terminó en linchamiento, y no creo que haga falta observar que muchas veces ni siquiera se había cometido el crimen que habían estado fogoneando. Y esto, claro está, en lo que tiene que ver con los contenidos periodísticos, porque si habláramos de los programas de “entretenimiento” o de las ficciones deberíamos preguntarnos también cuánto de sus esquemas colabora con la fantasía que termina con un hombre joven armado y amenazante adentro de una peluquería porque considera que su honor de varón ha sido mancillado. Cuánto de la virilidad de ese pibe fue fabricado por la imagen de varón que proyectan las pantallas de televisión, cuánto de su equivocada concepción de las cosas proviene directamente de una mitología del amor y el erotismo que se sustenta impúdicamente en programas de chimentos, concursos de baile, realities y personajes de ficción estereotipados y obedientes de los roles de género hasta el punto del grotesco. Cuánto, en suma, de lo que está pasando con los hombres y las mujeres se apoya en esa construcción vergonzante de lo que cada uno debe ser.

No estuvo errado el movilero del canal 12 cuando habló de “final feliz”. Lo que pasa en la tele siempre es un espectáculo, y los espectáculos terminan bien o terminan mal. El problema es que la vida es, o debe ser, otra cosa. Y no tiene obligación de ser divertida, ni de tener audiencia, y mucho menos está obligada a caber en simplificaciones.