El reciente pronunciamiento de la Corte Electoral encomendando al Frente Amplio (FA) el no uso de figuras que se identifiquen con otras colectividades se produjo tras la denuncia del Partido Colorado (PC) a la campaña de la lista 9 de Fernando Amado, quien, coaligado con Daniel Martínez, procura un nuevo impulso progresista sin altos ni frenos conservadores. Esto reabre un debate crucial que ha ocupado la atención de historiadores y politólogos respecto del legado de la obra de José Batlle y Ordóñez y sus actuales depositarios.

Con frecuencia se hace explícita una suerte de equiparación del batllismo histórico con proyectos políticos, económicos y sociales que, particularmente en Europa, se han construido bajo la denominación de socialdemocracia o socialismo democrático. Nada hay en ello que pueda ser sustancialmente rebatido, y, aunque se han identificado fuentes ideológicas diversas en ambas formaciones (el krausismo para Batlle, Karl Marx y Friedrich Engels en el origen de la mayoría de los socialismos europeos), no cabe duda de que lo que sobresale es un común proyecto transformador que procuraba conjugar libertades públicas, democracia, garantías individuales, redistribución de la riqueza e igualdad de oportunidades por medio de un Estado fortalecido y garante de un básico bienestar para sus ciudadanos.

Reforma económica (estatizaciones, proteccionismo, vocación industrializadora), reformismo social (apoyo al movimiento obrero, legislación social de amparo), reforma rural (eliminación gradualista del latifundio ganadero, promoción de pequeños propietarios, mayor equilibrio entre ganadería y agricultura, reforma fiscal (incremento de impuestos a los ricos, descenso de los impuestos al consumo), reforma educativa y cultural (incremento de la educación, avance y profundización de la laicidad, propuestas de emancipación para mujeres y expansión de derechos individuales y colectivos), fueron algunas de las metas que procuraron alcanzar batllistas uruguayos y socialdemócratas europeos. Ambos cuentan con logros y límites en la materialización de esta agenda.

Hasta el fin del gobierno de Luis Batlle Berres estos paralelismos no resultaban forzados: aun con sus profundas divergencias con el comunismo (parteaguas central durante la Guerra Fría) había, tanto en el primer batllismo como en el segundo, una notoria empatía con ingredientes socializantes. De hecho, Emilio Frugoni y Batlle parecieron jugar un mismo juego en el cual, discurriendo entre la crítica y la cooperación recíproca, la resultante obtenida era la profundización de las tendencias transformadoras de signo progresista.

Así lo advirtieron también sus principales detractores. Los agresivos enemigos de Batlle y Ordóñez fueron las clases dominantes, que vivían con enorme alarma aquellas reformas a las que no dejaron de caracterizar como “extremistas”, “populistas” y hasta “sovietizantes”. Ni siquiera la ensayada defensa de que dichas reformas, en su carácter preventivo (luego de 1917) podían contribuir a evitar el avance de la revolución, aplacaban los virulentos ataques de las clases dominantes al proyecto batllista.

Lo expresa el juicio de José Irureta Goyena, quien fuera presidente de la Asociación Rural del Uruguay: “Yo opino que el inquietismo es peor que el socialismo. Los socialistas persiguen una quimera, pero, al menos, saben lo que quieren y darían la voz de alto si algún día aprisionaran la quimera. Los inquietistas reman siempre a favor del viento, y cuando no sopla el viento reman en contra del reposo”.

¿Cómo hallar una explicación que permita comprender uno de los más drásticos virajes que ha conocido una colectividad político-partidaria en Uruguay? Una transformación de tal velocidad y magnitud que provocó que –en un lapso de sólo seis años– aquel batllismo de Batlle Berres ferozmente atacado por sus más encarnizados enemigos, los movimientos ruralistas, liderados por figuras como Benito Nardone y Juan María Bordaberry, pasara de aquellos aires progresistas al tipo de coloradismo que mi generación conoció en el poder.

La investigación de Magdalena Broquetas, La trama autoritaria: derechas y violencia en Uruguay (1958-1966), publicada por Banda Oriental hace ya cinco años, ofrece pistas muy esclarecedoras respecto de un proceso largamente incubado. El agotamiento de un ciclo histórico, el fracaso de un modelo de desarrollo que colapsaba, el maniqueísmo propio de la Guerra Fría, la exacerbación de las peores patologías propias de un estatismo exacerbado y clientelar (multiplicadas a lo largo de 90 años ininterrumpidos en el poder), la crisis económica y social derivada de ello, la protesta social y la violencia incremental con la que esta se empezó a reprimir a partir de 1960, la irrupción de la lucha armada de carácter revolucionario; todo ello y mucho más puede anotarse a la hora de hacer el inventario de las razones que explican un giro copernicano: el que llevó a que aquella colectividad del empuje progresista deviniera en lo que mi generación y las subsiguientes hemos conocido.

Con variantes, por cierto, porque ni todo es igual ni cabe dentro de la misma bolsa. Un partido en el que sus propios votantes se autoperciben y autodefinen dentro de una gama de recorrido corto que va desde una centroderecha liberal con énfasis modernizadores hasta una derecha populista de rasgos más extremos o autoritarios, hoy en fuga hacia Cabildo Abierto.

La salida de aquella colectividad de figuras de la talla de Liber Seregni, Zelmar Michelini y Alba Roballo viene a constituirse así en un verdadero símbolo de una migración más profunda y estructural que se estaba operando, la transmutación más importante de la sociología política uruguaya en los últimos 50 años: una nueva fuerza, el FA, nacía para convertirse en el legatario del batllismo, relevando al coloradismo de dicho papel y condenándolo a su creciente uniformización, nunca asumida ni explicitada, en torno a las ideas, proyecto y valores del sector riverista, nacido precisamente para combatir las ideas y acciones reformadoras que el batllismo propulsaba con arrojo, entusiasmo y determinación.

Comprendo qué es lo que la Corte Electoral pretende custodiar con su pronunciamiento, aunque no comparto el criterio. En lo personal siempre reivindiqué a Batlle y Ordóñez y lo seguiré haciendo. En todo caso, ningún formalismo logrará modificar ni disimular la sustancia. Esta es de una contundencia que rompe los ojos: el PC se alejó total y absolutamente de aquella prédica y acción de avanzada, rompió con ellas y las sustituyó por otras que en gran medida eran las de los enemigos del primer batllismo.

También el FA, su legatario histórico en términos de bases sociales e impulso reformador, debiera tomar nota de otra verdad evidente: a su proyecto aún le falta muchísimo para siquiera aproximarse, en radicalidad y en dimensión transformadora, a aquel otro que dibujó un país modelo en las primeras décadas del siglo XX.

Luis Mardones es profesor de Literatura y de Gestión Cultural y fue director nacional de Cultura.