Rusia está entre las potencias que han empezado a girar hacia Asia. El enfriamiento de sus relaciones con Occidente, sus muchos intereses en la región y su boyante amistad con China han propiciado esta apuesta, que podría tener grandes consecuencias estratégicas.

El mundo cambia a un paso vertiginoso y la opción de estrechar vínculos con Asia, el principal motor económico y tablero geopolítico mundial, se presenta cada vez más interesante. Rusia, que en los últimos años ha tenido que hacer frente al recrudecimiento de sus relaciones con Occidente, está entre los países que se han inclinado hacia el este, de la misma forma que lo ha hecho también Estados Unidos o la Unión Europea (UE). El vínculo entre Rusia y China –y la sonada amistad personal entre sus dos líderes políticos– ha sido la cara más visible de este proceso. Sin embargo, los intereses de Rusia en la región van más allá de una alianza entre el oso y el dragón. Rusia comparte frontera con Corea del Norte, uno de los mayores focos de inestabilidad regionales, y sus disputas territoriales con Japón son un tema pendiente desde hace más de medio siglo.

Rusia ha potenciado su proyección estratégica y aumentado su presencia económica en Asia-Pacífico en los últimos años. Para ello, Moscú ha tratado de integrarse en el cambiante y multipolar escenario de su vecindario asiático, estrechando sus relaciones bilaterales con países de la región y desarrollando las provincias del lejano oriente ruso. Vladivostok, la ciudad más grande del este de Rusia, recibió en 2012 la mayor inyección de capital que una ciudad rusa ha recibido de una vez en su historia. La decisión del presidente Vladimir Putin de replicar el Foro Económico Internacional de San Petersburgo con la creación del Foro Económico Oriental en 2015 es un claro ejemplo de que su enfoque consiste en centrarse en la región por completo. Todavía está por verse si Rusia es capaz de jugar un papel influyente en Asia-Pacífico. Ahora bien, el enfriamiento de sus relaciones con Occidente y su acercamiento al epicentro de la geopolítica mundial son un proceso que traerá importantes consecuencias estratégicas.

Cuando Rusia no regresó a Europa

Tras el colapso de la URSS, el entonces presidente ruso Boris Yelstin percibió la integración en Europa como el camino a seguir por Rusia. Incluso Putin, cuando llegó al poder en el año 2000, firmó un documento estratégico que subrayaba la preponderancia de la UE para Moscú y la definía como socio político y económico fundamental.

Sin embargo, esta concepción de las relaciones con su vecindario occidental fue breve. En 2007, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, Putin pronunció el famoso discurso en el que atacaba las ambiciones hegemónicas de Estados Unidos. En el Kremlin, la política unilateralista de Washington respecto de Irak, Corea del Norte e Irán generó rechazo hacia Estados Unidos y sus aliados europeos. Como resultado, en 2008 la estrategia rusa dio un giro más realista con respecto a su papel en la geopolítica mundial y dejó a un lado sus relaciones con las instituciones europeas. La guerra con Georgia, en agosto del mismo año, marcó este resurgimiento de Moscú.

La crisis económica, sumada a la insistencia de la UE de mantener un orden político y económico europeo centrado en Bruselas y su expansión hacia el este, han ido abriendo progresivamente la brecha entre Rusia y la UE. La anexión de Crimea en 2014 colmó este proceso, provocando una escalada de tensiones y sanciones que continúan cinco años después. Incidentes como el derribo del vuelo MH17 por misiles rusos en 2014 y el intento de asesinato del antiguo espía ruso Serguéi Skripal y su hija en Inglaterra en 2018 continúan crispando las relaciones de Moscú con los países del viejo continente.

Además de estas tensiones, Rusia y Estados Unidos han tenido sus problemas particulares. En los últimos años, sus diferencias sobre los conflictos en Siria y Venezuela, así como la interferencia rusa en las elecciones estadounidenses de 2016, han provocado una escalada de tensiones en las relaciones bilaterales. La falta de coherencia estratégica y la retórica belicosa del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, han alejado aun más a Rusia y, al día de hoy, cualquier acercamiento parece ilusorio. La retirada de ambos países del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF) en 2019 ha puesto de manifiesto su desconfianza mutua.

Ante la falta de entendimiento con Europa y Estados Unidos, Asia-Pacífico ha surgido como una alternativa. El Kremlin ha apostado por diversificar su fuente de financiación, tecnología y mercados, tradicionalmente centrada en Europa, para esquivar las sanciones de Occidente, impulsando así su giro hacia Asia. Pekín, cuyas relaciones con Washington también se han deteriorado sustancialmente, ha sido el eje fundamental de este giro.

¿Mejores amigos o matrimonio por conveniencia?

Putin ha empezado por China, su vecino más influyente, para construir su política respecto de Asia. Por suerte para Moscú, el presidente chino, Xi Jinping, ha reciprocado el interés ruso: ambos líderes se han reunido casi 30 veces en los últimos seis años.

Económicamente, China se ha presentado como una alternativa a Europa para el mercado de la tecnología, y los bancos chinos han prestado importantes sumas a empresas rusas para ayudarlas a resistir la presión de las sanciones. Además, Rusia y China han mostrado su insatisfacción con el sistema económico y financiero lanzando proyectos que pretenden crear estructuras alternativas a las occidentales. Como resultado de su acercamiento, el comercio bilateral creció 25% en 2018, alcanzando el récord de 107.000 millones de dólares, y se pretende que alcancen los 200.000 millones. En gran parte, las exportaciones de combustible ruso han impulsado este crecimiento exponencial. En 2014, China y Rusia reforzaron sus relaciones con la firma de un acuerdo mastodóntico de gas natural, que unirá Siberia con el norte de China por medio de un gasoducto de 3.200 kilómetros y que está valorado en 400.000 millones de dólares.

Por otro lado, ambos países han alineado sus intereses geopolíticos e impulsado su cooperación estratégica. En 2015, Moscú y Pekín acordaron armonizar sus megaproyectos euroasiáticos de conectividad: la Unión Económica Euroasiática de Rusia y la Nueva Ruta de la Seda china. De la misma forma, ambos países han convergido en sus prioridades estratégicas en asuntos clave, como Irán, Corea del Norte y el Ártico, así como han frustrado políticas de Estados Unidos con su derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.

En el ámbito militar, la cooperación chino-rusa también ha ayudado a Moscú a esquivar las sanciones de Bruselas. La fuerza naval rusa ahora utiliza motores chinos para hacer frente a la escasez causada por la suspensión de los lazos en materia de defensa con Europa. Además, Moscú y Pekín han fortalecido sus vínculos en temas de seguridad. Consolidando su creciente interoperabilidad, en 2018, las mayores maniobras militares de la historia de la Rusia postsoviética recibieron a China como invitada especial. Por parte de Rusia, las maniobras fueron una clara demostración de fuerza hacia la región en general y hacia Estados Unidos en particular. Por su lado, China dejó claro a Estados Unidos que es libre de elegir a sus aliados si Washington sigue intentando contener su despegue como superpotencia global. Poco después, China participó en el desfile del Día de la Armada en Rusia.

Si las boyantes relaciones entre Pekín y Moscú siguen prosperando o se quedan en un esporádico matrimonio por conveniencia aún está por verse. Muchos temen que Rusia apoye a China en su creciente asertividad para consolidar su poder en el mar de China Meridional. Sin embargo, no está muy claro que Putin quisiera apoyar activamente la posición de China, o tuviera la capacidad para ello: Rusia mantiene su ambición de ganar reconocimiento internacional como una superpotencia y no pretende subordinar sus intereses políticos y económicos a los de su vecino. Además, aunque ambas potencias comparten el rechazo al statu quo, no tienen un objetivo común. De hecho, mediante el estrechamiento de sus relaciones, ambas han intentado maximizar su propia autonomía estratégica y aumentar la presión sobre Estados Unidos Por último, debajo de su fachada amigable, existe cierto nivel de desconfianza mutua e incluso algún conflicto de intereses que podrían acabar produciendo un choque entre las expectativas de su retórica y la realidad de sus proyectos comunes.

Si bien Rusia y China no están formando una “entente antioccidental”, la reconfiguración del panorama geopolítico mundial les ha dado mucho en común con lo que trabajar. Cuanto más se alargue esta situación, mayores y más irreconciliables serán las diferencias entre Rusia y Occidente, y menores serán las distancias entre Pekín y Moscú.

Nuevos frentes y asuntos pendientes

Aunque las relaciones con China hayan sido un pilar fundamental de la política rusa hacia Asia, Moscú tiene otros intereses y asuntos sin resolver en la región. El más significativo es la crisis de Corea del Norte, aunque este no es un problema particularmente acuciante para Putin. Rusia no está interesada en una escalada de tensiones nucleares en un país vecino y ha apoyado las sanciones al régimen norcoreano, aunque rebajándolas en algunos casos. Al contrario que Washington, Moscú se ha opuesto a la presión militar y ha priorizado la estabilidad de la península antes que su desnuclearización. El Kremlin teme que la amenaza militar pudiera desatar un conflicto armado en su patio trasero, pero también que Estados Unidos use la fragilidad de la paz en Corea como excusa para aumentar su presencia militar en la zona.

Rusia apuesta por una desnuclearización progresiva, que cuente con concesiones y garantías por parte de Estados Unidos y Corea del Sur, así como con negociaciones bilaterales y diálogos multilaterales con China, Japón y Rusia. Sin embargo, hasta ahora, Rusia se ha mantenido relativamente apartada del tema. La reunión de Putin con el líder norcoreano Kim Jong-un en abril de 2019 podría abrirle la puerta a un papel más participativo, pero dadas sus tensiones con Estados Unidos es poco probable que Rusia sea bien recibida.

La disputa territorial sobre las islas Kuriles es un foco de tensión en las relaciones con Japón, y la causa por la que ambos países aún no han firmado un acuerdo de paz tras la Segunda Guerra Mundial. Las tensiones continúan latentes: a finales de 2018, el país nipón se quejó de que Rusia estaba reforzando su presencia militar en las islas y, poco después, una guerra dialéctica entre los líderes de ambos países agitó aun más el ambiente.

Sin embargo, tanto Tokio como Moscú han disminuido el tono de sus declaraciones, lanzado nuevos proyectos de cooperación económica y comprometiéndose a encontrar una solución. Si bien las promesas de llegar a un acuerdo en un proceso que lleva congelado más de medio siglo significan poco, lo cierto es que ambos países tienen interés en mantener buenas relaciones estratégicas y comerciales. De hecho, desde 2013, Putin y el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, se han reunido 25 veces, y se estima que sus relaciones comerciales podrían incrementarse 50% en los próximos años. Dada la volatilidad de la región, ambos están interesados en un acercamiento, particularmente Moscú, que considera que Japón podría ser la llave para entrar definitivamente en el tablero geopolítico regional.

Al margen de estos asuntos, Moscú ha impulsado su proyección estratégica en la región. Entre 2013 y 2018, las fuerzas aéreas rusas desplegaron 300 aeronaves nuevas en Asia-Pacífico. Esto se suma a los ambiciosos planes de Putin para la modernización naval en la zona, que incluyen el aumento de capacidades y operaciones en distintos puntos de la región. Por todo ello, algunos diplomáticos y observadores ya definen a Rusia como “un actor incontestable en Asia-Pacífico”.

La diplomacia rusa también se ha mostrado activamente involucrada en los mecanismos de gobernanza regionales. En los últimos años Rusia ha participado en foros como el Diálogo de Shangri-La, la reunión de ministros de Defensa de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) Plus, la Organización de Cooperación de Shanghái y la Cumbre de Asia Oriental.

Bilateralmente, más allá de China, Corea y Japón, Rusia ha estrechado sus vínculos con otros países de la región. La colaboración rusa con los países de ASEAN está particularmente en auge. Los reparos de Occidente a estrechar lazos con regímenes no democráticos o que no respetan los derechos humanos ha dado margen a Rusia para afianzar sus relaciones con Tailandia, Myanmar y Filipinas. Además, Moscú ha actualizado su duradera amistad con Vietnam y profundizado relaciones con otros vecinos del sudeste asiático, como Laos e Indonesia.

Rusia es un proveedor fundamental de equipamiento militar en Asia, que dirige a esta región 43,1% del total de sus exportaciones en 2017. Solamente India –con el que Rusia mantiene fuertes lazos políticos y militares– importa 30% del total de las exportaciones de armamento rusas. Aunque ASEAN no comprenda un porcentaje significativo del total por su relativamente pequeña inversión en defensa, las armas rusas sí que son fundamentales para estos países. Admitiendo el nivel de dependencia militar en Rusia, Thongloun Sisoulith, primer ministro de Laos, dijo que “todo en las Fuerzas Armadas laosianas está ligado a Rusia”.