“Cuantos kilómetros faltarán...
Cuantos kilómetros faltarán para llegar al pueblo aquel
donde no falte el tibio pan, donde te ofrezcan pura miel”.

“La Filadelfia real”, de Washington Benavídez y Héctor Numa Moraes.

Aclaro que este artículo no intenta ser una rendición de cuentas, que por otra parte considero que tendría muy poco interés para la mayoría de los lectores. El martes 18 de diciembre fue la última sesión del Senado de la República de este período parlamentario. Los temas eran pocos y, claramente, uno sobresalía como el más trascendente: un proyecto de ley que extiende los derechos de autor de 50 a 70 años luego de su desaparición física. A todas luces parece un acto de justicia para aquellos que dedicaron su vida a la creación cultural, con las dificultades que esto implica en un mercado tan pequeño como el uruguayo. Por otra parte, esta salvaguarda ya está consagrada en la mayoría de los países de la región y del mundo.

Sólo una voz se levantó en contra de esta ley, la del compañero Rafael Paternain, quien hizo una correcta y muy fundada exposición en la que puso por delante el concepto de bien público de estas obras, así como las dificultades que esta norma podría aparejar a las bibliotecas, los centros de enseñanza, etcétera, que ya utilizaban un conjunto de obras que estaban en el dominio público y que ahora pasarían a ser propiedad de sus creadores o sus herederos.

Sin embargo, lo que desde mi punto de vista hizo de esta última sesión algo realmente inquietante es que cada fundamentación a favor de la ley era acompañada por aplausos de algunos artistas nacionales del llamado “campo popular”. Ustedes se preguntarán legítimamente dónde está lo inquietante. Es que esos aplausos también fueron dirigidos a algunos legisladores representantes de la derecha nacional, que fundamentaron su voto afirmativo en una apasionada defensa de la propiedad privada y del derecho hereditario, sin limitaciones de ningún tipo. Yo iba a votar con convencimiento este proyecto –de hecho, así lo hice–, pero esas argumentaciones y los aplausos que recibieron me dejaron una sensación muy extraña que recién con el paso de las horas pude ordenar en mi cabeza.

Thomas Piketty, en su último libro, Capital e ideología, nos propone trabajar en pos de la construcción de una sociedad superadora del capitalismo, a la que denomina “socialismo participativo”. Para ello propone un conjunto de estrategia y, entre otras cosas, fundamenta la necesidad de ir hacia un sistema fiscal fuertemente progresivo. Esto permitiría trascender la propiedad privada y el concepto de herencia que va unido a esta. Sin duda, su propuesta se centra en las grandes fortunas y no busca perjudicar a las clases medias; instala de manera muy contundente un debate pertinente contra la sacrosanta propiedad privada.

Parte de la izquierda que abrazó el progresismo en estas últimas décadas, en sus autocríticas, luego de experimentar derrotas electorales y la reinstalación de proyectos conservadores, ha señalado que no se impulsó un debate ideológico que promoviera cambios culturales indispensables para avanzar en una sociedad superadora del capitalismo. Es más, la ausencia de estos debates hace que muchas de las políticas impulsadas por el progresismo hayan consolidado los valores que son el motor del capitalismo en su versión neoliberal. En buena medida, esto terminó generando las condiciones subjetivas para el avance de la derecha a nivel continental y mundial.

Ante esto, la anécdota que arranca esta nota termina siendo mucho más que eso. Perdimos una oportunidad de comenzar a dar con firmeza estos debates que nos permitan avanzar en la construcción de un discurso y, por sobre todo, de prácticas que cuestionen el corazón de este sistema cada vez más injusto, desigual, depredador e inhumano. En definitiva, con nuestros errores, por ser demasiado políticamente correctos o por desvelarnos excesivamente por los votos, terminamos agregando unos kilómetros más para poder alcanzar el pueblo aquel.

Marcos Otheguy es senador del Frente Amplio.