El advenimiento de un nuevo año que nos prepara espiritualmente para “volver a empezar” forma parte de las estrategias humanas que perciben, traducen o inventan ciclos, repeticiones. De eso se trata crear sentido a las cosas, a los trabajos, a la vida. Como seres vivos replicamos, una y otra vez, lo que dicta nuestro código genético, pero como seres simbólicos atribuimos sentido a cada repetición, tal como hizo el papa Gregorio XIII en 1582 creando el calendario que hoy usamos. Incluso más: podemos concebir repeticiones absolutamente convencionales, como la de concebir alternancia en el gobierno en un período cualquiera.

Toda celebración que se repite periódicamente pretende retener-detener lo perdido, volverlo igual a sí mismo; aunque haya cambiado demasiado todo, el festejo y la familia deberían ser los mismos... algo en lo que ese frenético disparo de fotos se obstina puerilmente. Es que en el fondo cada vez somos más conscientes de que nada se repite, ni siquiera la órbita que da lugar a la sucesión de las estaciones. El cambio climático, la inseguridad laboral, las novedades tecnológicas y tantas otras cosas nos proporcionan demasiada evidencia contra la repetición. La aceleración capitalista ha sido muy aleccionadora en ese sentido, y, reconozcámoslo, es enorme la angustia que sobreviene al constatar un devenir cada vez más imprevisible y caótico, tanto si nos detenemos a pensar en ello como si no lo hacemos. Posiblemente más en este último caso.

El universo que habitamos lleva consigo el signo del caos y de la imprevisibilidad, algo contra lo que el ser humano –dotado de tanta inteligencia como necesidad de sobrevivencia– debe luchar oponiéndole la necesidad de orden y repetición. La magia, los mitos y la religión son algunas de las estrategias premodernas más conocidas, pero si miramos bien la ciencia y la tecnología modernas no difieren tanto en sus propósitos últimos: un experimento científico básicamente consiste en producir un hecho capaz de repetirse, desechando todo lo que allí necesariamente hay de nuevo.

El problema de fondo, a esta altura, no es constatar ciertos ciclos naturales y adaptarnos a ellos, ni siquiera producir otros para justificar la dominación de los menos sobre los más, tratando de elaborar un corpus de creencias capaces de dar sentido a la vida compartida, algo que a fin de cuentas han hecho siempre los humanos. El problema hoy es constatar, justamente, que los ciclos tienden a desvanecerse haciéndonos parte de una huida desesperada “hacia adelante”... sin sentido. Al decir de Walter Benjamin, eso es lo que llamamos “progreso” (Conceptos de filosofía de la historia, 2011).

Llegado a este punto cabría ensayar un nuevo ciclo duradero capaz de frenar la aceleración capitalista, un ciclo-relato largo en el que quepan la vida comunitaria, la solidaridad y la recomposición de nuestra espiritualidad latente. Deberíamos hablar sin miedo –es decir, sin prejuicios– de lo espiritual, del misterio que, en palabras de Federico García Lorca, “es lo único que nos hace vivir”; recordar la frase premonitoria de André Malraux: “El siglo XXI será espiritual o no será”. La nueva espiritualidad que nos merecemos no puede repetir la que se expresó en el pasado, producto de los reductos oscuros y cerrados de la religión, la secta, el dogma y, en general, la dominación de clase. Debería encauzarse dialógicamente, en el espacio público y la participación democratizadora de las masas, es decir, debería correr y traducirse horizontalmente entre los pueblos del mundo.

Nos debemos un relato que pueda convertirse, cada vez más, en prácticas de vida lo suficientemente anticoloniales para cuestionar tanto el oscurantismo religioso como la centralidad de “la” tecnología, “la” ciencia y “el” progreso, sobre todo porque nada de eso ha existido nunca sin decisiones políticas y prácticas de dominio, sin aquellos que deciden qué investigar y qué fabricar. Al hacerlo, también nos investigan y nos fabrican a todos.

Parecería que un relato así peca de utópico; sin embargo, lo que hacemos por pensar así es entregar todo nuestro potencial espiritual latente a las iglesias evangélicas, a la ficción complaciente y a una serie de mecanismos evasivos que nos devuelve más sumisos o pasivos ante las decisiones de los que concentran poder. Quienes mejor hemos accedido a cierto orden de conocimiento y nos consideramos “educados” (o peor, “cultos”) estamos demasiado atrapados por el determinismo racionalista, que rechaza todo corte con “lo real” como imposible; creemos –de acuerdo con la tecnología que recibimos ya hecha– que cada decisión debe ser la consecuencia lógica y bien calculada de lo que ya existe. Paradójicamente, ni la ciencia se produce “paso a paso” ni son los mejor informados, sino los más poderosos, los que rompen todo el tiempo con todo determinismo, inaugurando ciclos cada vez más cortos y perversos, lejos de toda espiritualidad.

Quienes dominan toman decisiones extraordinariamente innovadoras para reproducir el capital. Claro que el gasto de todo su potencial creativo en una tarea tan miserable los lleva a preocuparse poco y nada por los demás, por la humanidad, por el futuro o por el planeta para realizar –para sí– el sentido narcisista e individualista de acumulación monetaria o simbólica con que se les paga por hacerlo. Tarea miserable si las hay, porque llevada a sus últimas consecuencias vuelve necesario todo daño “colateral”, hace “inevitable” que en el camino del progreso se pierdan vidas humanas (de raza no blanca y mujeres, en primer lugar) y recursos naturales indispensables para la vida en general.

Las grandes mayorías resistimos como podemos, nos evadimos, pero aceptamos las reglas incluso cuando las critiquemos ferozmente, y por eso también, a fin de cuentas, terminamos avalando esto que lleva siglos y se llama colonialismo. Una estructura que no sólo oprime materialmente, sino de forma simbólica; que se ejerce desde el centro, de mayor acumulación y prestigio, hacia la periferia, de mayor pobreza y desprestigio. Una estructura cuyo producto mítico más importante son la ciencia y la tecnología capaces de recrear continuamente el lugar central de la producción y el saber dominante.

Un extraordinario estudio de Steve Shapin y Simon Schaffer (El leviatán y la bomba de vacío. Hobbes, Boyle y la vida experimental, 2005) teoriza acerca de la fundación de la ciencia moderna a instancias de la Royal Society en la Inglaterra del siglo XVII, por la que hechos de carácter privado (como “experimentos”) comenzaron a volcarse en espacios públicos (como “demostraciones”). Un experimento controlado, hecho con extrema precaución de forma restringida y ante testigos interesados, debía replicarse exactamente igual ante un público mayor, que veía algo mágico: una bomba de vacío producía algo parecido a la nada. Con ese mecanismo se habilitaba el prestigio de algunas personas (estrechamente ligadas al núcleo aristocrático-burgués) capaces de dominar los “elementos naturales” sobre una masa de espectadores neófitos, dispuestos allí a percibir el producto del experimento bastante más que los complejos pasos que lo producían. Todo un símbolo.

La ciencia experimental nace doblemente preñada de dominación: por la condición productiva de bienes materiales ligada a una clase privilegiada, y por la consecuente separación de un mundo de expertos de otro pasivo, tan ignorante como atónito. En realidad no existe eso que llamamos “ciencia”: cada objeto de análisis y dominio marca los límites y la metodología acordes a lograr un fin particular. La ciencia y la tecnología resuelven problemas, el asunto es quién y cómo determina cuáles hay que resolver y cuáles ni siquiera se consideran. El estatus mítico que la ciencia aún conserva resulta más bien de la necesidad de erigir una nueva fuente de sabiduría totalizante, oráculo, presencia divina. Lo que sí logran la ciencia y la tecnología es la aceleración productiva donde se aplican y la conformación de un núcleo de expertos a los que –ideológicamente– se concibe dignos de consulta para tomar decisiones, cuando en realidad han sido, desde siempre, instrumentos. La clave está en hacer creer a las masas que, desprovistas de tal conocimiento probado y crecientemente complejo, deben callar.

Una historia y un sentido que empiezan (seguramente antes) con la Royal Society y terminan hoy con la expansión del armamentismo; el canto de sirenas a la modificación genética de forma artificial, acompañada por la continua desaparición del patrimonio genético natural; el calentamiento global o el incremento de enfermedades “raras”. La ciencia que tenemos desestima cada vez más los problemas humanos, es cada vez más pobre en humanidades, cada vez más pobre en investigación básica “desinteresada”, pero cada vez más rica en injerencia empresarial monopólica destinada a producir bienes de consumo.

Si hay algo sobre lo que debemos reflexionar, entonces, es que ciencia, tecnología y progreso son asuntos políticos y siempre lo fueron. El asunto de fondo es siempre qué ciencia, qué tecnología y qué progreso queremos.

Llega un año nuevo que repite el anterior, pero que sabemos que es nuevo de verdad. Aceptemos la necesidad antropológica de concebir, dominar e inventar los ciclos que vivimos, pero no renunciemos a inaugurar otros, y con ellos nuevos símbolos y palabras.

En Uruguay el nuevo año reiniciará los viejos ciclos opresivos: nos traerá la vuelta a un gobierno de ricos sin intermediarios molestos, mientras probablemente los progresistas inicien tempranamente la campaña electoral de 2024. El 20 de mayo, una marcha silenciará nuevamente su horror por no haber dado aún con las palabras adecuadas para expresarlo... Pero también, nuevas alertas feministas nos obligarán a resistir el patriarcado; de nuevo, en las calles, los movimientos sociales y juveniles resistirán el fascismo, la baja del salario, el presupuesto educativo o la reforma jubilatoria, soñando –y acaso creando– nuevos ciclos vitales comunitarios.

Todos hemos llegado a creer que en el progreso, la ciencia y la tecnología están las respuestas a nuestras carencias, a la violencia, a la pobreza. El problema de fondo es que no hay un progreso, una ciencia y una tecnología... son algo así como “la” democracia que nos quieren vender: hay muchas formas de democracia y muchas formas de progreso, ciencia y tecnología. Las democracias y las tecnologías que predominan –en primer lugar– sirven a los que más acumulan; son las que ellos proponen, financian y promocionan con mucho dinero.

Bienvenido, 2020. Que tu llegada ayude a pensar lo imposible. ¿Cómo aceptar que nada cambiará ni este año ni los muchos que vendrán, incluso que el fin del mundo es más probable que el fin del capitalismo? Desmintámoslo aunque sea para mantener la esperanza, madre de todas las cosas buenas: si ya nadie cree y pregona que otro mundo es posible, ¿cómo llegar a él? ¿Cómo construir comunidad y espiritualidad por el camino del lucro? Es hora de pensarnos autores de nuevos ciclos, nuevos sentidos: nadie –y mucho menos las élites económicas, políticas o científicas– puede arrogarse el derecho exclusivo de hacerlo, pues su conocimiento es siempre parcial, incompleto, relativo, interesado. El nuestro también. Por eso, de nuevo, hablemos bastante más sobre interés, propósito y voluntad que de estadísticas y datos empíricos, ya que cada quien tendrá los suyos.

Los dueños del mundo cambian las cosas todos los días, inventando aquello que les importa inventar mientras nosotros observamos atónitos sus efectos... igual que los espectadores que veían cómo se producía la nada en los jardines de la Royal Society hace 400 años. Pero recordémoslo una vez más: ellos son el 1%; nosotros, millones.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.