Cuando George Lucas estrenó El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980), decidió que esa sería la parte central de una serie de tres trilogías, que en su conjunto contarían la historia de la familia Skywalker y su relación con esa fuerza tan poderosa llamada... bueno, Fuerza. Lo que hubiera sido el Episodio II fue finalmente el Episodio V, y la conocida por estos lares como La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) se convirtió, de manera retroactiva, en Episodio IV: una nueva esperanza.

Después de cerrar la “primera” trilogía con El regreso del jedi (Richard Marquand, 1983), Lucas dio un paso al costado y pareció que los fanáticos deberían conformarse con el tercio central de la saga. Atrás quedaban Luke y Leia, suplantados como centro de atención por los ewoks, esos simpáticos ositos que comían carne humana, protagonistas de dibujos animados y dos telefilms. Pero la popularidad del “Universo Expandido”, formado por cómics y novelas que enriquecieron el canon original, hizo que el creador supremo decidiera embarcarse en la aventura de escribir y filmar la trilogía de precuelas, todas dirigidas por él y estrenadas en 1999 (La amenaza fantasma), 2002 (El ataque de los clones) y 2005 (La venganza de los sith).

La amenaza roedora

Pasarían diez años hasta el estreno del séptimo episodio. En el medio se dio la segunda patada de tablero más grande de Star Wars, después de la revelación de que Darth Vader era el padre de Luke Skywalker. Disney adquirió Lucasfilm en 2012 y de inmediato anunció sus intenciones de producir la trilogía final, sin mucho input del tipo que (ámenlo u ódienlo) fue responsable de poner a esos personajes en el imaginario mundial.

La llegada de las tres últimas películas se dio en un mundo muy diferente al de las originales e incluso que al de las precuelas. En 2015 las redes sociales ya eran un monstruo amplificador de opiniones, en especial las más viscerales, y en los fans promedio de Star Wars si algo sobran son vísceras. Más allá de la abundancia de material impreso y de ficciones televisivas, la importancia de “las películas” en esta franquicia millonaria es superlativa. Mucho más si su título incluye un número romano.

Abrams no quiso arriesgarse en la creación de El despertar de la Fuerza (2015), film que motivó la acuñación del término sequake, mezcla de secuela y remake. La trama involucraba a una joven persona, habitante de un planeta desértico, que terminaba haciendo un equipo con aventureros graciosillos y se unía a una rebelión que intentaba destruir una esfera gigante asesina antes de que fuera demasiado tarde. La esfera terminaba explotando en mil pedazos. Créditos de cierre.

Aquí debemos introducir el único error estratégico de Disney/Lucasfilm, o al menos el error que no debería cometer la empresa de entretenimientos más grande del mundo con un producto que le hace ganar miles de millones de dólares. Uno no puede asegurarlo porque lejos está de sus oficinas, pero da la impresión de que esta última trilogía, la que cerraría una historia iniciada más de 40 años atrás, fue planificada film a film, en lugar de plantear un recorrido mínimo antes de prender la primera cámara.

Eso explicaría, en primer lugar, lo ocurrido con Los últimos jedi (2017), película en la que Rian Johnson sacudió la modorra de todo un universo, tomó riesgos creativos y con ello produjo la entrega más interesante al menos desde 1980. Una historia que, como también había ocurrido con Rogue One (Gareth Edwards, 2016), daba un soplo de modernidad a la forma de contar la saga. Mark Hamill dio su mejor actuación de todas las galaxias, el guion pegó un par de volantazos dignos del Halcón Milenario y el resultado final no se pareció en nada a los anteriores. La crítica la abrazó, pero el público (o al menos esos que entran a votar varias veces cambiando la IP de la computadora) pareció darle la espalda.

Pero, ¡tranquilos!, que Disney prestó especial atención a ese puñado de viscerales, repatrió al “viejo fiel” de Abrams y presentó un cierre que es exactamente lo que los fanáticos estaban esperando. Y eso, creativamente, no está bueno.

El ascenso del focus group

La gran mayoría de los espectadores que compartieron conmigo la experiencia de ver El ascenso de Skywalker aplaudieron a rabiar en el momento en que aparecieron los créditos finales. Antes de eso habían llorado, saltado en los asientos y levantado los brazos en señal de victoria. Quien escribe, mientras tanto, no había podido meterse en la historia en sus 142 minutos. Y que conste que no soy de piedra en lo que respecta a la saga; con Los últimos jedi largué el moco las dos veces que la vi en el cine.

Ese fue el mayor impedimento para disfrutar del Episodio IX. En su primer tercio, Abrams se dedica sistemáticamente a dinamitar los elementos más originales de la anterior. No es casualidad que uno de los personajes más atacados por los fans, que dio una visión fresca a la entrega anterior, “decidiera” quedarse al margen de toda la acción y aparecer pocos minutos en pantalla. O que la lección más importante de las últimas décadas (cualquiera puede ser un héroe, no es necesario venir de una familia patricia) sea pisoteada solamente para repetir los mismos golpes de efecto de la trilogía original.

La presencia de Leia (Carrie Fisher) también es polémica. La actriz falleció en 2016, luego de filmar su participación en la película de Johnson. Y si bien su presencia no podría tomarse como parte del sentimiento conservador, la forma en que se utilizan escenas filmadas para las entregas anteriores convierte su presencia en una especie de “entrevista falsa”, como la que realizara mi colega Germán Deniz con Daniel Martínez y Luis Lacalle Pou. Obviamente, cada conversación de la actriz fue escrita hacia atrás, utilizando sus respuestas para después pensar las preguntas, algo que se nota mucho.

Abrams sabe bien cómo dirigir la acción y aquí no falla. Hay suficientes persecuciones espaciales y duelos de sable de luz para satisfacer el apetito del público. El humor también está a la orden del día, sobre todo gracias al papel de C-3PO (Anthony Daniels), el verdadero protagonista de la enealogía.

En cuanto al trío protagónico, ya conocimos a Rey (Daisy Ridley), Poe (Óscar Isaac) y Finn (John Boyega), y en estas dos horas no los conoceremos mucho más, excepto por detalles hasta ahora no revelados de sus biografías. Quien lleva la peor parte quizás sea el guatemalteco (Isaac), que pasó de ser un nuevo Indiana Jones a piloto genérico de Star Wars. Mientras tanto, Kylo Ren (Adam Driver) se angustia por tercera vez consecutiva.

La sucesión de cameos y los guiños a los episodios anteriores, incluyendo uno que busca enmendar un error de 1977, son perfectos para aumentar la producción de serotonina en la sala. Casi como si hubieran organizado un focus group para averiguar qué era lo que el fanático esperaba encontrarse en el cine.

De nuevo: si es por la reacción de la sala, la misión está cumplida con creces. Pero en lo personal (que en definitiva es de lo que se trata una reseña) me pareció tan evidente el esfuerzo por ir a lo seguro, y por corregir aciertos, que la distracción solamente fue en ascenso.

Star Wars: el ascenso de Skywalker. Dirigida por JJ Abrams. Con Carrie Fisher y Mark Hamill. Estados Unidos. En varias salas.