El sistema de seguridad social uruguayo se destaca positivamente en el contexto internacional, pero requiere una asistencia estatal muy importante, que explica gran parte del déficit fiscal. Es necesario afrontar la situación, y los especialistas coinciden en que hay que hacerlo durante el próximo período de gobierno: la cuestión es cómo. Hay discrepancias sobre la medida en que es prioritario –y viable– reducir los egresos del sistema o aumentar sus ingresos; y también sobre la mejor forma de modificar cada variable.

Salimos de la dictadura con una fuerte tendencia a la caída del valor de jubilaciones y pensiones, acompañada de todos modos por un creciente déficit del Banco de Previsión Social. En 1989 se aprobó una reforma constitucional, apoyada por dirigentes políticos y sociales de todos los partidos, que hizo obligatorio el aumento de las pasividades de acuerdo con la evolución del Índice Medio de Salarios (IMS). Esto mejoró la calidad de vida de los llamados “pasivos” y contribuyó al desequilibrio de las cuentas públicas.

Desde la presidencia de la República, Luis Lacalle Herrera intentó, sin éxito, cambiar el sistema para reducir su déficit. Luego, Julio María Sanguinetti logró aprobar la reforma que creó las AFAP (que, como todos los sistemas nuevos, anduvieron especialmente bien mientras eran muchos más los que aportaban que los que cobraban). En los gobiernos del Frente Amplio, el aumento del IMS incrementó las pasividades, y el desequilibrio volvió a ser creciente. Sin embargo, seguimos muy lejos de que un trabajador promedio pueda, cuando se retira, vivir dignamente de su jubilación (y ni hablemos del promedio de las pensiones).

Quizá las soluciones deseables tengan que ver con nuevos acuerdos sociales, que asuman los cambios drásticos de la tecnología, la productividad del trabajo y la escala de las inversiones transnacionales.

Es notoriamente distinta la asignación de pasividades para la gran mayoría y para quienes se dedican a ciertas actividades (por ejemplo, para las personas mejor servidas por la llamada “Caja Militar”), pero la eliminación de esas desigualdades no sería suficiente para dejar resueltos los problemas. La tendencia al envejecimiento de la población complica –en Uruguay y en el mundo– la relación entre aportantes y beneficiarios.

Hay, por supuesto, sesgos ideológicos en la consideración del asunto. En las últimas décadas, el Producto Interno Bruto ha crecido mucho más que la cantidad de jubilados y pensionistas, pero seguimos oyendo que estos “se llevan” demasiado dinero. Lo que pasa, probablemente, es que cuando una persona se retira del mercado laboral, sigue volcando sus ingresos a compras de bienes y servicios que dinamizan la economía, pero deja de serles útil a quienes logran ganancias con la compra de fuerza de trabajo.

En el largo plazo, quizá las soluciones deseables tengan que ver con nuevos acuerdos sociales, que asuman los cambios drásticos de la tecnología, la productividad del trabajo y la escala de las inversiones transnacionales. La humanidad explora, entre otras medidas, nuevos criterios tributarios, así como la posibilidad de establecer una renta básica universal. Los poderosos quieren –como siempre– que las mayorías trabajen más y cobren menos. En la construcción del futuro y ante los desafíos de hoy, hay que decidir de qué lado estamos.