En estos días se ha encendido el debate en torno a la propuesta de un plan de manejo para Cabo Polonio, presentada por la Dirección Nacional de Medio Ambiente del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente a fines de 2018. La iniciativa invoca en principio la formulada en 2009 por Sprechmann & Capandeguy Consultores Asociados –frustrada por motivos que ignoro–, aunque se distancia un tanto de su antecedente.

El tema es complicado y vidrioso. De un lado, el Estado y su impulso ordenador, fundado en la urgencia de regular un área singular por sus condiciones geográficas y culturales. Del otro, la voz plural de quienes habitan el lugar de modo eventual o permanente, que ven en ello una apuesta insensible a la peculiaridad de ese territorio. En esta dicotomía, al pulso regulador se opone un reclamo coral viciado por la sospecha: por su sola condición de propietarios, quienes impugnan el plan lucen a priori como expresión de intereses mezquinos –y quizá en algunos casos lo sean–, pero su prédica incluye algunos argumentos que deben ser atendidos.

Al parecer, el aspecto más urticante es la demolición prevista en el borde rocoso, que afectará a 26 unidades allí ubicadas desde hace décadas. Una decisión que procura –según la letra– destinar esa cinta costera al pleno disfrute público y poner fin a algunos problemas sanitarios asociados a esas viviendas. Un proyecto que ha creado fuertes reparos y que, si bien parece un detalle menor en medio del documento, es elocuente en tanto condensa gran parte del problema. Voy a centrarme entonces en este punto. Pero empiezo por algunas cuestiones previas, con una mirada que quizá resulte incómoda o molesta a uno y otro lado de la polémica.

Primero. Cabo Polonio necesita un plan. Lo reclama desde hace mucho tiempo, y gran parte de sus problemas actuales derivan de esta sostenida ausencia. Toda iniciativa en tal sentido debe ser bienvenida y examinada en detalle, sin prejuicios ni anteojeras.

Segundo. Cabo Polonio no está bien como está ni está cada vez mejor. No comparto ese juicio proferido a ciegas. En los hechos, la ausencia de control ha provocado el paulatino aumento del paquete edilicio, a menudo de modo velado y subrepticio –por la vía de ampliaciones, reformas y otros rodeos espurios–. En el borde sur esto ha derivado en construcciones que, por su escala y aspecto, distorsionan la vocación atávica del sitio. Algo similar se observa también –hay que decirlo– en algunos puntos del borde rocoso, donde la expansión de ciertas unidades –con decks u otros elementos– entorpece el paso y provoca la privatización virtual de esa cinta costera. A esto se suma la diaria presencia de vehículos particulares –que tienen autorizado el ingreso–, lo que afirma un modelo de ocupación reñido con el espíritu del lugar y los modos de vida que propicia. En otro orden se agrega la saturación sanitaria en el centro del poblado –plaza central y espacios aledaños–, con una situación de alto riesgo agravada por la sumatoria de alojamientos colectivos.

Tercero. Cabo Polonio requiere un instrumento capaz de frenar el aumento del parque edificado, atender los problemas sanitarios y detener el avance de un modelo turístico que traiciona o pervierte su talante distintivo. Esto implica la férrea prohibición de edificar y, en tal sentido, “la promoción de un espacio para la construcción de edificaciones para uso turístico de baja intensidad” prevista en el plan resulta preocupante. Supone además el veto al ingreso de vehículos de uso privado, al margen de los que cumplan funciones de sanidad, emergencia y abastecimiento –por citar algunos–. En este marco, la demolición es una estrategia que no debe descartarse. Pero debe ampararse en criterios sólidos, sensatos y explícitos, a partir de la comprensión integral de un paisaje único en el mundo.

Y aquí vuelvo al inicio: las 26 casas a demoler en la franja rocosa. Esas pequeñísimas cajas blancas, construidas como cuevas o refugios en medio de las rocas, han sabido encarnar –quizá como en ningún otro punto– el carácter singular de ese enclave dominado por la violencia del mar, el aullido de los lobos y la obstinación del viento. Tienen una perfecta inserción, se integran al paisaje con plena modestia: son parte de ese borde accidentado y oscuro. Mínimas, elementales, rigurosas, suscriben el principio de austeridad que es propio del lugar y –a mi juicio– el mejor modo de entenderlo. Destruirlas en masa parece un gesto reflejo que roza la miopía, en tanto denota una aguda incomprensión de las claves que han definido el sitio. Es cierto que hoy pueden resultar discutibles: el enfoque patrimonial ha variado desde entonces y suele ser remiso a operaciones de este tipo. Pero allí están, como pequeñas perlas en la piedra oscura. Como tantas otras obras fundadas en criterios perimidos, que aún hoy se aprecian y disfrutan.

En fin, el dilema aquí planteado es puntual y no agota el debate en absoluto, pero sirve como pequeña muestra del asunto. Creo que el plan –un plan– es a todas luces necesario, a fin de poner freno a los citados procesos desde la órbita pública. Si se trata de demoler, habrá que tener mucho cuidado, y empezar por lo que rompe los ojos menos avezados: crecimientos encubiertos, expansiones imprevistas, muros que se erigen a escondidas año a año. Habrá también que establecer el transporte colectivo como único medio de acceso para todos. Y atender los graves problemas sanitarios. Se trata, en suma, de preservar un modo peculiar de ser y estar en el territorio, ajeno a los modelos turísticos consagrados en otros lados. Más allá –o más acá– se impone una vez más el cuidado del sistema dunar y del bosque nativo, lo que ha concitado el acuerdo colectivo. Un acuerdo que espero que pueda extenderse a otros campos, con la premisa de salvar las frágiles rarezas de esta hermosa “isla”. Sin pasar la aplanadora. Sin mirarse el ombligo.

Laura Alemán es arquitecta.