El sábado, a los 87 años, falleció en Cork (Irlanda) el artista Tomi Ungerer, considerado el último monstruo viviente de la literatura infantil y juvenil (LIJ). Autor de Los tres bandidos (1961), Ningún beso para mamá (1973) y Rufus (1961), entre decenas de títulos inolvidables, Ungerer es también el padre de los Mellops, una familia de cerdos aventureros que podría dejar a la gordezuela Peppa y a los suyos como una manga de timoratos aburridos.

Ungerer nació en 1931 en Estrasburgo (Francia). Vivió la Segunda Guerra Mundial prácticamente en el patio de su casa, y en 1956, después de haber viajado por Europa, se instaló en Estados Unidos, donde empezó a publicar sus primeros libros infantiles. Al mismo tiempo dibujaba para grandes medios gráficos como The New York Times, Life y Esquire, y empezaba a interesarse en la cartelería (es el autor del célebre cartel de Dr. Strangelove, de Stanley Kubrick). Fue un militante activo contra la guerra de Vietnam y el racismo en Estados Unidos de la década de 1970. Vivió también en Canadá, y en 1976 se instaló en Irlanda. Abandonó durante años la LIJ para dedicarse a los libros para adultos, pero en 1998 regresó a ese ámbito con Flix. Ese mismo año ganó el premio Hans Christian Andersen, considerado el más importante reconocimiento para autores de literatura infantil.

Una trayectoria bien distinta fue la de Enric Pons, fallecido el viernes a raíz de una complicación que sobrevino a una intervención quirúrgica. Nacido en 1934, Pons fue dibujante, maquetista e ilustrador de la editorial Bruguera durante más de 30 años, hasta que la empresa quebró y él quedó sin empleo. Debió reinventarse, entonces, y lo hizo como maestro tarotista: con el nombre de Kheto Rigol publicó varios libros sobre tarot, en los que fue a la vez escritor y dibujante. Pero Pons no fue famoso como artista, y su nombre ni siquiera aparece en Wikipedia. Lo que le dio notoriedad en sus últimos años fue la crisis provocada en España por la burbuja inmobiliaria. Morador desde hacía 75 años de una casa alquilada en Barcelona, recibió el desahucio cuando no pudo hacer frente a los más de 540 euros de renta que le pedían los especuladores (percibía una pensión de 618 euros). Quiso la casualidad, sin embargo, que junto a su hogar se instalara un grupo de okupas que abrieron un refugio para gente sin hogar. Fueron ellos los que denunciaron la situación que atravesaba el dibujante y, hasta ahora, habían conseguido evitar que lo dejaran en la calle.