¿Se entiende qué significa cuando se dice que Ida Vitale es la última representante de la Generación del 45? ¿Se entiende lo que era esa especie? ¿Se entiende que estamos hablando de que en un momento, en pleno frente cultural de la Guerra Fría, tres grandes centros emisores de la cultura latinoamericana, los tres de diferente signo, estaban conducidos por tres ejemplares de esa generación? En París, Emir Rodríguez Monegal como la apuesta de un Occidente que financiaba su polémica revista Mundo Nuevo. En La Habana, Mario Benedetti construía el ala literaria de Casa de las Américas como el espacio de encuentro de los intelectuales de izquierda. Y en la Caracas de los no alineados, Ángel Rama levantaba esa catedral de las letras de América que fue la Biblioteca Ayacucho. ¿Se entiende que lo mejor de la literatura, el pensamiento y la política (desde Ernesto Guevara hasta Mario Vargas Llosa) miraba hacia Marcha, el semanario emblema de esa generación?

Si se entiende eso, pero se lo entiende mal, podría pensarse que el Premio Cervantes que acaba de ganar Ida Vitale, con 95 años, es el canto de cisne de un Uruguay literario que muere. Que estaríamos ante la última tortuga galápago de las letras.

Hoy es más difícil hablar de generaciones. La del 45 fue “la demasiado poderosa”. La del 60 pudo estar a su altura, no en espesor intelectual, pero sí en cojones y ovarios (y dio grandes poetas, aún activos, como Alfredo Fressia y Circe Maia). La del 83 tuvo como expresión poética grupos como Ediciones de Uno o Fabla, y esa excepción llamada Aldo Mazzucchelli. La siguiente, que para seguir el juego de los números habría que denominar del 86, aún está construyendo su obra o su olvido. Si hablamos de un proyecto generacional común (crítica la del 45, transformadora la del 60, restauradora de las libertades la del 83, parricida la del 86), es prematuro conceptualizar hacia más adelante. Lo que no hay es desierto.

La delegación uruguaya de este año enviada al festival de poesía que se realiza como parte de la Feria del Libro de Buenos Aires (y cuyos invitados, últimamente, son lo más parecido a un canon de la buena poesía actual de esta banda del río) mostró, este fin de semana, que acaba de terminar, la persistencia de una llama. Delegación de hijas tardías, nietas y bisnietas de Vitale. Dos muy buenas poetas: una nacida en 1961, Silvia Guerra; la otra, en 1974, Claudia Magliano. Y una buena poeta en formación nacida en 1989, Paula Simonetti. Sí, hay poesía de mujeres en Uruguay después de Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira: Concepción Silva, Idea Vilariño, Orfila Bardesio, Amanda Berenguer, Marosa di Giorgio, Teresa Amy, Circe Maia, Cristina Peri Rossi, Tatiana Oroño, Melba Guariglia, Mariella Nigro, Melisa Machado (y siguen firmas). Todas parte de un fértil cardumen y, a la vez, cada una de ellas –como todo buen poeta– la primera y la última de su especie.