Dos búsquedas obsesivas. Dos libros que se clavan en el paladar del lector y lo mantienen atrapado a la tanza tirante del reel. El metal del anzuelo sigue ahí cuando ya se ha pasado la última página. Se trata de El dolor, de Marguerite Duras (Saigón, 1914), y de Los papeles de Aspern, de Henry James (Nueva York, 1843). Y a pesar de eso, dos libros que al ser traducidos al lenguaje cinematográfico dieron resultados opuestos. La versión del primero es una pequeña joya de cámara, en tanto que con la más reciente adaptación de James se logra la proeza imposible de que un mecanismo de relojería literaria parezca, en la pantalla, un barato reloj de plástico falso y pretencioso.

El dolor, dirigida por Emmanuel Finkiel (Boulogne-Billancourt, 1961), tuvo un pasaje fugaz por la renovada Cinemateca. Los papeles de Aspern continúa su lamentable bogar en el llamado circuito comercial.

Una de las virtudes de la novela de James es que no se sabe qué contienen esos papeles. Se sugiere. Pero sólo vemos siluetas reflejadas en el biombo del ocultamiento. Sin entender, el director Julien Landais (Angers, 1981) ancla en una única posibilidad el contenido y, para colmo, hace que se lean en voz alta fragmentos de esas cartas. Todo envuelto en un celofán más propio de 50 sombras de Grey que de las respetables primeras entregas de Emmanuelle.

Si se recuerda que la inspiración de James fue la historia de un crítico bostoniano obsesionado con el poeta romántico Percy Shelley (Horsham, 1792), se puede aceptar, a medias, que el Aspern de celuloide muera ahogado y sea cremado en la playa. Pero la escena está filmada de un modo tan superficial que recuerda un videoclip ochentoso, como si fuera una versión degradada de aquellas andanzas venecianas de Madonna en Like a Virgin.

En El dolor, en cambio, se nota desde un primer momento que Finkiel fue asistente de dirección de Krzysztof Kieślowski (Varsovia, 1941). Finkiel toma dos de las tres partes que tiene la novela breve de Duras y construye una película llena de sutilezas, en la que es posible percibir el reflejo de la hipnótica prosa de la que, quizás, sea la voz menos autocomplaciente de la literatura francesa del siglo pasado.

Queda, en ambos casos, la mejor posibilidad. Leer El dolor para sumergirse de nuevo en la espera lacerante de la mujer de un prisionero de la Gestapo. Y luego, o en paralelo, ir directamente a Los papeles de Aspern, de James (bendito quien los pueda conseguir en la vieja edición venezolana de Monte Ávila, traducida por Sergio Pitol). Porque la literatura, si es buena –y si no lo es quizás no sea literatura, sino un sucedáneo que llamamos de igual modo–, resulta el mejor ungüento contra las erupciones cutáneas que provocan las adaptaciones fallidas.