Recientemente se entregó en el Parlamento un número cercano a las 70.000 firmas de ciudadanos y ciudadanas que reclaman la derogación de la Ley Integral para Personas Trans, aprobada en 2018. Básicamente, el argumento que sostiene la iniciativa de derogación tiene que ver con que se habría introducido mediante la ley un trato de privilegio para un colectivo específico, las personas trans, en detrimento del principio de igualdad ante la ley que consagra la Constitución de la República. De hecho, la campaña que promovió la recolección de firmas se denominó “Todos somos iguales”. Más allá de algunas groseras tergiversaciones del contenido de la Ley Integral para Personas Trans que se manejaron durante la campaña de recolección de firmas, interesa en esta columna hacer referencia a dos concepciones antagónicas acerca de la igualdad que pueden apreciarse en el debate sobre este asunto.

Para los promotores de la iniciativa, el precandidato presidencial del Partido Nacional Carlos Iafligliola y el diputado, también nacionalista, Álvaro Dastugue, igualdad tendría que ver con la identificación con un modelo común de persona y sociedad, concebido como el único posible y aceptable. Recordemos que tanto Iafligliola como Dastugue pertenecen a sectores religiosos, de la iglesia católica en el primer caso y del movimiento evangélico neopentecostal en el segundo, que abiertamente militan en contra de la agenda de derechos desarrollada en el país en la última década. Despenalización del aborto, matrimonio igualitario y Ley Integral para las Personas Trans han sido sistemáticamente criticados desde esos sectores, ya que instalarían formas de perversión de un orden que consideran natural y necesario.

El discurso religioso que inunda la actuación política de los promotores de la derogación se sostiene en la existencia de un orden divino, dictado a la humanidad particularmente por medio del Antiguo Testamento, según el cual las identidades de hombre y mujer son fijas e inmutables y, por tanto, serían las únicas posibles de ser reconocidas como legítimas en el orden socioteocrático que suponen válido. Nótese que en esta perspectiva ser igual significa asumir necesariamente un patrón de homogeneidad social en el marco del cual la existencia de personas trans, de personas que amen a otras de su mismo sexo, y de mujeres que interrumpan un embarazo, solamente puede ser entendida como una desviación de los valores morales correctos y verdaderos. Imbuidos como están en la defensa del “orden natural de las cosas”, son absolutamente incapaces de tomar nota de las desigualdades que ese orden consagra contra aquellas personas que no se identifican con los principios de la homogeneidad que les son tan caros.

Por tanto, el “todos somos iguales” de Iafligliola y Dastugue significa que todos podemos ejercer la “libertad” de someternos al orden natural. Quienes no lo hagan deberán asumir las consecuencias de sus actos, ya que el Estado no habrá de intervenir para garantizarles una existencia digna y protegerlos de la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran. Por esto, precisamente, es que para ellos la Ley Integral para Personas Trans debe ser derogada. La derogación sería una medida ejemplarizante para aquellos que soñaron que podrían contar con algún amparo frente a historias de vida marcadas por la desconsideración pública y la desigualdad social y económica.

Más allá de las flagrantes inexactitudes sobre el contenido de la ley introducidas en la campaña de recolección de firmas, comprender las lógicas que sostienen la propuesta de derogación resulta fundamental para valorar otro amplio abanico de iniciativas que abrevan de la misma fuente. En el campo de la educación, por ejemplo, iniciativas como la denuncia de la “inculcación ideológica” que se desarrollaría en la enseñanza universitaria y la férrea oposición a la Guía de educación sexual, sostenida desde la consigna “Con mis hijos no se metan”, muestran otras caras de un mismo movimiento. Ya circulan en las redes sociales fotos de cuadernos escolares, identificando escuelas a las que asisten sus propietarios, que denuncian el trabajo de docentes que serían parte de esta iniciativa en contra de los valores verdaderos. Acciones de este tipo resultan llamativamente similares a otras que se produjeron en distintos países de la región, y que en Brasil han sido agrupadas en la iniciativa “Escuelas sin partido”. La circulación pública de denuncias como la señalada ha sido, en otros países de la región, el primer paso para el inicio de campañas que condujeron a la sanción legal de iniciativas que criminalizan el trabajo docente a partir de su identificación con prácticas de inculpación ideológica y, más groseramente, con propuestas de perversión de las identidades naturales de niños, niñas y adolescentes.

Entiendo de capital importancia llamar la atención acerca del hecho de que este conjunto de iniciativas se amparen bajo una postura que apela a la igualdad. No deberíamos dejar de pensar y debatir acerca de cómo detrás del “Todos somos iguales” se erige una perspectiva que visualiza una sola forma de ser iguales, aquella que proviene de un mandato divino. Ella tiene en los promotores de diversas iniciativas, como la derogación de la Ley Integral para Personas Trans, a sus fieles cruzados, prestos a combatir cualquier posición diferente, que no comulgue con los principios que les han sido revelados. No hace falta ahondar en el análisis para apreciar el carácter fuertemente autoritario y reaccionario de esta perspectiva.

Finalmente, se hace necesario reivindicar otra mirada sobre la igualdad, ya que de lo contrario se corre el riesgo de dejarla exclusivamente en manos de estos nuevos cruzados. La aprobación de la Ley Integral para Personas Trans, del matrimonio igualitario, de la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, entre otras iniciativas, además de abrevar en un concepto de justicia, suponen otra noción de igualdad. Esta se define por el reconocimiento básico del derecho a la diferencia como derecho inalienable de todos y todas. Reconocer el derecho a ser diferentes no implica renunciar a una defensa de la igualdad sino, por el contrario, entenderla como la posibilidad de generar condiciones para el más pleno florecimiento de las diferencias, como nos enseñó José Luis Rebellato. Seremos plenamente iguales en tanto tengamos garantizada la posibilidad de poder ser efectivamente diferentes. Garantizar posibilidades de ser iguales quiere decir no permitir que ninguna desigualdad (de género, raza, etnia, cultura, etcétera) nos impida ser capaces de desarrollar un proyecto de vida en el marco de una sociedad democrática con niveles cada vez mayores de justicia social. Entender el carácter central de las disputas que se erigen en torno a las formas de concebir y practicar la igualdad resulta fundamental de cara a los futuros que seamos capaces de construir tanto individual como colectivamente. Abrir el debate resulta imprescindible.

Pablo Martinis es educador y docente en la Universidad de la República.

(*) Una primera versión de esta columna fue discutida con los colegas Pía Batista, Cristian López, Gabriela Rodríguez y Cecilia Sánchez, del Grupo de Estudios en Políticas y Prácticas Educativas (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República). Agradezco especialmente sus aportes. No obstante, la responsabilidad por los conceptos vertidos en esta columna recae exclusivamente en mi persona.