Parasite, del coreano Bong Joon-Ho, se alzó con una Palma de Oro muy celebrada por amplios sectores de la crítica, aunque a esta cronista le deja bastantes dudas: aunque es una obra poderosa, la cuestión es si podemos considerar que se mueve en las magnitudes alcanzadas por –al menos– otras tres películas con las que competía. Me refiero a las del estadounidense Quentin Tarantino, el italiano Marco Bellocchio y la francesa Céline Sciamma. En la descomunal Érase una vez en Hollywood, Tarantino elabora una declaración de amor al cine que todo lo puede, incluso torcer el pulso de la Historia con mayúsculas. Esa mayestática construcción de cómo una narración contada en imágenes es capaz tanto de filmar leyendas como de revertir tragedias logra conmover a la mayoría y, por lo menos, perturbar a unos cuantos. Hasta tal punto fue así, que la proyección del film de Tarantino fue capaz de modificar el curso de este festival, que parecía abocado a una monótona preeminencia de la sobrevalorada Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, para transformarlo en un festival distinto y mejor.

Bellocchio lleva 54 años dirigiendo películas que explican la historia de Italia en el último siglo: desde el nacimiento del fascismo hasta la Guerra Fría, la Operación Gladio, la estrategia de la tensión, el golpe de Estado de Valerio Borghese, el secuestro y asesinato de Aldo Moro, los sótanos del Vaticano y su banca, el fin del sistema de partidos de la Tangentópolis, el berlusconismo. Con Il traditore entregó la gran película sobre la mafia siciliana; se construye con elementos que toman muchos elementos del cine político italiano de la década de 1970, entreverados con otras perspectivas, sobre todo la configuración de un agonista –el primer arrepentido que declaró contra la Cosa Nostra, Tomasso Busceta– que tiene mucho de personaje de la tragedia clásica, con un sino que delimita el ansia de venganza por los hijos muertos y su relación con un personaje, el juez Giovanni Falcone, que lo impulsa a cruzar el Rubicón, en un viaje que desencadenó el crepúsculo y la agonía de la mafia. El relato de Il traditore fluye con tal vigor hasta esa secuencia previa al final, en la que lo vemos condenado a vagar sin derecho al reposo, que su mural viene a explicar cómo el poder en Italia se modeló siempre intoxicado por las extensiones tentaculares del crimen. Al mismo tiempo, perfila un modelo de (anti)héroe de esos que se te quedan anidados en el margen épico de la memoria.

Portrait de la jeune fille en feu, debut de Sciamma en la sección oficial, se quedó apenas con el premio al mejor guion: alumbra una historia de amor entre la pintora y su modelo, ambientada en el siglo XVIII, en una isla casi desierta cerca de la costa bretona. Su sensualidad in crescendo explota en ese plano final de la infinita tristeza sostenida sobre Antonio Vivaldi y la mirada de la desolación de Adèle Haenel, que aún habita, indeleble, nuestra retina.

Juicio indulgente

La respuesta al interrogante inicial sobre sí Parasite, ganadora de la Palma de Oro, puede compararse con las tres seminales películas citadas, queda respondida. Sciamma, Tarantino y Bellocchio se mueven en un escalón de esencialidad superior al que transita la película de Bong Joon-Ho, que aunque es notable no está en condiciones de disputarle dimensiones a las ya citadas. En consecuencia, esa decisión unánime del jurado, presidido por el mexicano Alejandro González Iñárritu, hay que verla como una solución de consenso o como una decisión muy conservadora: se premia a la más digerible de las opciones, tanto por el mercado como por el espectador más indulgente.

Si bien Parasite es una obra que se erige en parábola de la rebelión de los desheredados, en el marco de la Corea del Sur de la opulencia económica de unos cuantos al tiempo que muchos otros habitan en los subsuelos, sus permanentes cambios de registro no permiten que se tome muy en serio la denuncia de las desigualdades. Una familia de pícaros que se hace, de modo astuto, con todos los puestos de trabajo de una casa de ricos emerge del sótano en el que vive, en un ascensor social nada ortodoxo, salpicado de humor negro. Embebido en una tradición del cine de la picaresca, de Rafael Azcona a Mario Monicelli o al Luis Buñuel de Viridiana (1961), cuya secuencia de los mendigos cenando en el rol de los señores es homenajeada por Bong Joon-Ho, recuerda al film argentino Los dueños (de Agustín Toscano y Ezequiel Radusky), presentado en 2013 en Cannes y que también se llevó un galardón, aunque menos importante.

Sorprendió también el Gran Premio del Jurado a Atlantique, la correcta pero no del todo convincente película de la directora Mati Diop, en la que unos emigrantes senegaleses, víctimas de una feroz tormenta, mueren ahogados en su viaje hacia la soñada Europa, pero vuelven como zombis para meterse en los cuerpos de quienes los buscan.

Los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, ya poseedores de dos Palmas de Oro, volvieron a ser premiados en Cannes, esta vez por la mejor dirección con su film Le jeune Ahmed, que aborda la violencia integrista islamista mediante el retrato de un ferviente practicante musulmán de 13 años en la Bélgica de hoy. Si bien la película no obtuvo la aprobación mayoritaria de la crítica internacional –el abucheo en la sala de prensa, cuando se anunció el premio, fue claro y contundente–, su seguro estreno en salas y la posibilidad de revisarlo junto con la filmografía anterior de los belgas le permitirán crecer. “Cuando el populismo identitario y las crispaciones religiosas se profundizan, quisimos filmar un llamado a la vida, que es también la vocación del cine”, dijeron los Dardenne al recibir por cuarta vez un premio en el festival.

Pedro Almodóvar volvió a quedarse sin la Palma, aunque en todo momento Dolor y gloria encabezó las apuestas. No llevó premio la película, pero sí la interpretación de Antonio Banderas como álter ego de Almodóvar, a quien le dedicó el galardón el sábado en el Palais.

Cuota uruguaya

Little Joe, de Jessica Hausner, entró también en el palmarés con el premio a su actriz protagónica, Emily Beecham, por su papel de bióloga, workaholic y madre de Joe. El Premio del Jurado fue compartido entre la brasileña Bacurau, libertario western del Sertão, de Kleber Mendonça Filho, y Les misérables, de Ladj Ly, un thriller desbocado, de persecuciones entre policías y ladrones adolescentes, que culmina con la inolvidable ira de la banlieue, en composición tenebrista y abierta al apocalipsis. El director de Bacurau, que comparte ese espíritu de rebelión y está salpicada de referencias a la situación actual de Brasil, dedicó el premio “a todos los trabajadores brasileños de la ciencia, la educación y la cultura”. “Somos los embajadores de la cultura en Brasil”, concluyó Mendonça Filho al recordar que la también brasileña A vida invisível de Eurídice Gusmão, de Karim Aïnouz, obtuvo el premio en la sección Un Certain Regard, la segunda en importancia del certamen.

A vida invisível de Eurídice Gusmão, en cuyo guion trabajó, junto con el director, la talentosa escritora uruguaya Inés Bortagaray, es la historia de dos hermanas inseparables, Eurídice y Guida, en la Río de Janeiro de 1950. Un gran fresco melodramático que vibra y despliega con delicadeza los sentimientos más profundos de sus personajes. Y atención, porque la dirección de arte de este film –brillante trabajo, por cierto– es de otro uruguayo, Rodrigo Martirena.

Esta fue la 72ª edición del Festival de Cannes, en una valoración bastante extendida, la mejor de la última década.

Alejandra Trelles, desde Cannes