Graciela Borges era poco más que una adolescente y estaba con Luis Buñuel en un estreno. No en la sala, sino afuera. Cada poco tiempo el maestro español le pedía que entrara y le contara qué hacían los espectadores. La respuesta era invariable: “nada, miran la película”. Hasta que a la quinta vez Buñuel perdió los estribos y le dijo escandalizado: “¡pero cómo! ¿no vomitan?”.

Jean Luc Godard (París, 1930) no busca el asco, pero sí sacudir la pereza ametrallando con fragmentos de películas, referencias literarias, manifiestos políticos, músicas de oriente y canciones de trovadores eslavos. No importa que no se entienda cada una de las células que componen ese desafiante organismo que es su película más reciente. Lo que importa es permitir el asalto movilizador del desconcierto. Por eso da en el clavo Fernán Cisneros cuando escribe en El País vernáculo que el estreno de El libro de imágenes en Sala 3 de Cinemateca es un acontecimiento cultural tan importante como la muestra Picasso en Uruguay. El espectador que no cede al esnobismo sale de ambas con la misma sensación con la que Peter Bradshaw, el crítico de The Guardian, salió del cine: “No creo que haya entendido mucho, pero me parece perturbadora y extraña”.

Así como la baronesa germanopolaca Elsa von Freytag ideó en 1917 el gesto artístico de llevar a las paredes de una exposición un objeto tan cotidiano como un orinal –gesto cuya originalidad se suele atribuir erróneamente a Marcel Duchamp–, Godard hace la operación inversa. No toma algo banal y lo cuelga en una galería arte, sino que crea una obra de arte conceptual y la proyecta en una sala de cine. Por eso, y aunque se para frente al mundo árabe con la misma ingenuidad con la que antes se situó ante el maoísmo, Godard es un cineasta radical y no un cineasta decadente.

En eso recuerda a Picasso. Y también a Figari. Expuesto en la planta baja del Museo Nacional de Artes Visuales, el viejo pintor de candombes y pericones es mucho más que un correcto telonero del malagueño.

En mayo anochece temprano. Si después de ver esa muestra de Figari se elige ir a ver la película de Godard, en el camino se pasa por la puerta de los juzgados de menores, en la calle Bartolomé Mitre. Como siempre, los familiares esperan recostados en una pared lateral del teatro Solís. Esta vez son dos grupos. Todos quienes componen el grupo más numeroso son negros. Vistos así, al pasar rápidamente a su lado, los rostros se desdibujan, como en los cuadros de Figari. Están quietos pero no inmóviles. La espera los mueve en una kinesis estática. Es una apariencia de quietud que esconde movimiento, como es apariencia de alegría la danza que congela Figari en su crónica naif de una comunidad excluida. Está la tentación de pensar que la realidad, godardianamente, hace su propio montaje y crea un manifiesto político.