Aunque a esta altura ya sea un lugar común, es prácticamente imposible ver un travelling de un joven corriendo sin citar automáticamente la imagen de Jean-Pierre Léaud al final de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959). Desde aquella escena inaugural, hemos visto un sinfín de otras con protagonistas que corren mientras la cámara les sigue el tranco, al punto que el recurso técnico pasó de ser una metáfora a casi un símbolo: siempre que lo acompañamos en su corrida es como si el personaje quisiera atravesar algo de su entorno que lo comprime, una huida casi siempre condenada al fracaso, ya que de quien huye es de sí mismo.

El tracking shot de Rosina (Romina Bentancur) huyendo de su padre tras haber lastimado a su hermana está, sin embargo, más cerca del deambular de los adolescentes que caminan como ratones de laboratorio por los pasillos liceales de Elephant (Gus Van Sant, 2003) que del vitalismo trágico de la escena filmada por Truffaut. Más que correr, trota; más que escapar, quiere ser encontrada, pero en un lugar más seguro. Así, su padre la sigue hasta la orilla de la playa donde ella se mete, y de la que sale al poco tiempo tras ver (o creer que vio) una aleta de tiburón. Esta dinámica de Rosina y su corrida es una buena radiografía de un personaje que está a medio camino entre la apatía y la temeridad, y que más que tomar decisiones precipita las circunstancias hasta el no retorno.

La cámara la sigue en el último mes del año, ese páramo en el que el verano todavía no empezó ni el liceo terminó del todo. Esta particularidad la lleva a tener que trabajar para su padre, que la pone en contacto con un grupo de jardineros, entre quienes está Joselo (Federico Morosini, quien ya había sido la curiosa cara del videoclip “Jordan”, de Eté y Los Problems, y también un vértice de ese triángulo amoroso que se da en “Como animales”, de Santé les Amis), de quien se enamorará casi instantáneamente. “Enamorarse” es quizás una palabra demasiado grande o demasiado chica para lo que siente Rosina, con un sentir que tiene más visos de obsesión, de esa extraña alternancia entre amor y odio frente a un objeto que sube la estática de sólo acercarse.

Esto podría hacernos pensar en un film de típica factura coming of age marcado por los vericuetos del descubrimiento sexual, pero el acercamiento al tema está alejado de todo atisbo de sensualidad, con su directora Lucía Garibaldi optando por un registro más bien clínico.

Viscoso y ácido

Así, Los tiburones es una auténtica oda a las secreciones corporales. Todo lo que falta de agua (producto de los cortes usuales en Rocha, para los que la familia de Rosina tiene que autoabastecerse con botellas y bidones guardados en la casa) sobra en fluidos: la menstruación y los óvulos no fecundados aludidos en los huevos, el pollo (la forma oriental de llamar al escupitajo) suspendido desde los labios de la hermana de Rosina cuando amenaza al más chico de la familia, el sudor de los jardineros y la historia de una chica sobre un curioso líquido que sale de los pezones tras ser chupados con fruición, la carne podrida de un lobo marino parcialmente devorado y aquel caldo de sangre y huevos de tortuga visto o alucinado por la protagonista.

Todo en Los Tiburones es viscoso y huele ácido, como ropa interior olvidada por meses en un bolso de gimnasio. Y quizás este es uno de los mayores logros de Garibaldi: volver a llevarnos a los verdaderos olores de la adolescencia, ese momento de la corporalidad en el que parecería que el cuerpo infantil debiera pudrirse para que el cuerpo adulto emergiera como un cucumelo en la bosta de vaca.

Todo lo bello metido en un microscopio es un caldo de mitocondrias descomponiendo organelos en un sucio festín caníbal, y la mirada de Garibaldi es como ese zoom que, a una distancia, puede reproducir la mirada del enamorado, y con un triple de aumento convierte todo en algo más grotesco.

Rosina, más que conquistar a Joselo quiere entrar dentro suyo. En este sentido, la escena más brillante del film es cuando el chico se va a orinar a unos poco metros y la protagonista ve cómo el meo se le acerca hacia el champión. Cuando el hilo oscuro parece haber culminado su trayecto, el pie de Rosina avanza hasta pisar aquel charquito y es como si en la delicadeza de ese movimiento hubiese un atisbo de caricia. “Déjame ser la sombra de tu mano / la sombra de tu perro”, diría Jacques Brel, y la protagonista parece algo similar: el anhelo a sumergirse en él, aun pisando el charco de su meo.

Un mundo propio

Queda claro que Lucía Garibaldi, más que contar una historia, quiere componer un lugar (la adolescencia, de la que solemos olvidar lo horrible que fue). Los tiburones es evidentemente atmosférica y está llevada de la mano por ese efecto de acumulación de detalles de la personalidad del personaje, antes que por un arco narrativo típico. Sin embargo, el problema que se nota en Los tiburones, y que suele percibirse todo el tiempo en cierto cine independiente, es que en la composición de ese lugar, el anhelo por apelar a lo no dicho o a lo lejanamente metafórico nos termina por dejar sin mucho. En ese sentido, El desconocido del lago se valía de un siluro –un bagre gigante que puede llegar a cinco metros–, de una forma similar a la referencia fantasmal del tiburón, pero de una manera mucho más interesante; la metáfora de Garibaldi, sobre todo en cómo se juega con el pueblo, nunca llega a redondearse bien. Si en el cine independiente la composición de un lugar fuera similar a adentrarse en una extraña casa de balneario (escenario predilecto por este tipo de películas), Los tiburones se sentiría como si nos hubiéramos quedado en el porche de entrada oliendo las hortensias. Quizás lo auténticamente frustrante –más que decepcionante– es el final (spoilers adelante), donde vemos a la protagonista avanzando hacia la cámara y ya sabemos que ese será el último plano del film.

El juego entre espalda y frente (escapar y encontrarse) no funciona bien con el periplo vital del personaje y más bien parece que aquella escena surge como un imperativo de la forma, más que una resolución o síntesis del contenido. Es una trampa común que se suele dar en la escritura, ya sea cinematográfica o literaria: los comienzos suelen tener una fuerza gravitatoria que impulsa a darle un cierre simétrico con el fin, pero a veces, por más pulida que parece esa estructura, algo del contenido se pierde. Parece, así, más un forzamiento de cierta fórmula de abrir y cerrar historias (de nuevo, muy común en cierto tipo de cine) que algo orgánico del film (por otro lado, se pierde mucho en el cambio a planos generales a la hora de filmar la venganza final de Rosina; hay algo que no termina de funcionar ahí). Así, termina por ser una película que sorprende en muchos elementos y es conservadora en otros.

Más allá de todo esto, no se puede negar que es una buena carta de presentación, con Garibaldi como una directora que maneja la corporalidad de una manera poco usual en el cine uruguayo, una película que podría ser olida o palpada incluso antes que vista.

Los tiburones, de Lucía Garibaldi. Con Romina Bentancur y Federico Morosini. Uruguay/Argentina/España. En varias salas.