Después de más de cinco intentos abortados de diálogo entre las delegaciones de la oposición y el gobierno sandinista, Daniel Ortega dio cumplimiento unilateral a la más urgente demanda de quienes protagonizaron la rebelión que estalló en abril de 2018: la liberación de la mayoría de los presos políticos. Sin embargo, los centenares de personas que salieron de las cárceles no obtuvieron su libertad como resultado de uno de los acuerdos del diálogo –que estableció su liberación en un plazo máximo de 90 días que vence el 18 de junio–, sino como implementación de una intempestiva Ley de Amnistía, presentada el viernes 7 de junio y aprobada con rapidez inusitada al día siguiente, cuando tuvo lugar la última excarcelación de prisioneros políticos.

Los activistas liberados brindaron declaraciones en los medios de comunicación. Narraron espeluznantes historias de torturas y maltrato, que incluyen quemaduras de genitales, envenenamiento, abuso sexual, amenazas de cortar en trozos a sus hijos, y el asesinato a sangre fría de Eddy Montes, víctima aleatoria de las ráfagas de plomo que uno de los custodios lanzó a los reclusos. También aprovecharon para repudiar una Ley de Amnistía que implica la ratificación indirecta de la legitimidad de sus condenas –algunas, como las de tres miembros del Movimiento Campesino, de más de 200 años– y la preparación de una ruta hacia la impunidad para los grupos de paramilitares y policías que asesinaron a más de 300 personas durante las marchas cívicas y el desmantelamiento de las barricadas que pusieron al país en vilo por más de tres meses.

Las razones que motivaron la amnistía son bastante claras. Destaca la necesidad imperiosa de sacudirse las sanciones ya aprobadas por el Congreso de Estados Unidos y las sanciones potenciales de la Unión Europea. Esas sanciones incluyen el veto de préstamos de los organismos multilaterales y la multiplicación de castigos individuales a altos jerarcas del régimen: anulación de visas, congelamiento de activos en Estados Unidos y la imposibilidad de hacer transferencias mediante bancos estadounidenses.

Ortega supone que al librarse de las sanciones conseguirá dar un golpe de timón en el rumbo de una economía que, a raíz de la represión, registra una caída cercana a 10% del Producto Interno Bruto, un creciente desempleo, la reducción de más de la quinta parte de los cotizantes a la seguridad social y una fuga de más de la cuarta parte de los depósitos en el sistema financiero. Esta situación está teniendo un efecto devastador sobre las finanzas estatales y puede afectar la capacidad de sustentar el aparato represivo sobre cuyos fusiles se asienta el régimen.

La amnistía también busca recomponer el tablero político. Liberar a los presos arrebata a la oposición una bandera de lucha unificadora. Ortega necesita acallar una demanda nacional e internacional, pero quizá también calcula la posibilidad de dividir a una oposición a la que la represión dotó de un máximo común denominador. Desea sentar a la oposición nuevamente a la mesa del diálogo, esta vez sin uno de los mayores cohesionadores: la exigencia de la liberación de presos.

Los significados de la amnistía son menos unidireccionales. En ese terreno se multiplican las preguntas y las señales ambivalentes. ¿Ortega se prepara para dejar el poder? La imposición de un “autoperdón” para los crímenes cometidos durante la sangrienta represión sólo tiene sentido hacia el futuro. Por el momento, el control sobre la Policía y el Poder Judicial es la mejor garantía de impunidad. ¿Es posible que en este momento considere la posibilidad de perder el poder y tome medidas? Tomar en serio esta posibilidad requiere piezas que faltan: un ultimátum de Estados Unidos, el estado de las finanzas estatales, el deterioro de los negocios de la cúpula del régimen, el crecimiento del pánico dentro de El Carmen –la residencia de los Ortega y su abultada prole de tres generaciones–, la percepción del repudio del que los hacen objeto incluso miembros de las elites con quienes antes se codeaban, los consejos procedentes de Cuba, la merma de la ayuda venezolana y un largo etcétera de incógnitas.

El motivo para aferrarse al poder sigue siendo válido: Ortega no puede dejarlo. No hay sitio más seguro para Ortega que Nicaragua ni situación más conveniente que seguir sosteniendo la batuta.

Sin embargo, la Ley de Amnistía apunta también en otra dirección: el destino de Nicaragua aparece ahora menos vinculado al del régimen de Maduro en Venezuela. Hasta poco antes de declarar la amnistía, Ortega estaba confiado en la ayuda venezolana y, sobre esa base, mantenía una posición de fuerza inflexible. La amnistía fue una señal de que cedió ante la presión internacional. Así lo interpretaron miembros de su base social, que recibieron la noticia con amargura y reaccionaron con declaraciones furibundas y enorme profusión de memes que ofrecen balas a los excarcelados.

Tal vez para complacer a los fieros descontentos y enviar una señal de signo contrario, la Policía ha emprendido nuevas capturas y otro tipo de castigos, menos numerosos y ejecutados con más discreción. Irlanda Jerez –lideresa del mercado informal más grande del país y encarcelada por hacer un llamado a la desobediencia fiscal– no pudo ir a su casa al salir de la cárcel. Su vivienda fue invadida por paramilitares que la saquearon, robaron su pasaporte y golpearon a su esposo el día en que la amnistía entró en vigencia. Esa vivienda tiene una semana de estar ocupada y lo mismo ha ocurrido con otros negocios de la célebre activista. Un matrimonio amigo la fue a buscar a las puertas de La Esperanza, la cárcel de mujeres. Una semana después, orden judicial en mano, la Policía decomisó el vehículo de esa pareja solidaria. Es posible que el tratamiento a Irlanda Jerez sea una especie de proyecto piloto, una muestra de cómo será la nueva etapa de la represión: más puntual, menos masiva, menos mediática, menos llamativa y aparatosa que acumular 700 presos políticos confinados en dos centros penales.

Ortega tiene que dar pasos más consistentes y sustanciales si quiere vender la idea de que, como rezan la Ley de Amnistía y el discurso oficial, busca la paz y la reconciliación. La nueva ola represiva es una mala señal. Y aún quedan muchas tareas pendientes. No todas ni todos los presos fueron liberados. Las instalaciones y equipos de los medios de comunicación confiscados no han sido devueltos. La Policía niega permisos a manifestaciones de la oposición y sigue intimidando y reprimiendo. Los grupos paramilitares siguen operando. La Dirección General de Aduanas sigue reteniendo en sus bodegas los insumos que medios escritos y otras empresas importan y que son imprescindibles para su funcionamiento. Las condiciones restrictivas persisten y también la voluntad de someter.

No obstante, la liberación de los presos políticos ha abierto una nueva etapa en la que los sectores contestatarios están volviendo a las calles con renovados bríos. Los estudiosos de las pandillas solíamos decir: si la calle es la escuela, la cárcel es la universidad. Un semestre en prisión dio a los excarcelados una fortaleza y unas redes que los graduaron como rebeldes con causa. En ese contexto surgen las preguntas: ¿Es la Ley de Amnistía sólo un autoperdón? ¿O encubre un giro del régimen, muy a su pesar y el de sus bases? ¿Los recién graduados de rebeldes podrán explotar las oportunidades de este punto de inflexión? No podemos tomar la amnistía simplemente en su valor cosmético. Cabe sospechar que significa más que un autoperdón y puede tener más consecuencias de las que hasta el momento se visualizan.

José Luis Rocha Gómez es doctor en Sociología e investigador de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y de la Universidad Rafael Landívar. Una versión más extensa de esta columna fue publicada en la revista Nueva Sociedad.