El medio cinematográfico uruguayo recibió con gran tristeza la noticia de la muerte de Jorge Jellinek, el sábado, a consecuencia de una serie de infartos que lo acometieron los días previos. Tenía 62 años y estaba más productivo que nunca. Ese hombre afable, de voz grave y fuerte y apariencia llamativa (alto, corpulento, con unos lentes grandes y espesos, un peinado demodé con la raya siempre perfectamente rectilínea y una curiosa manera de caminar sin mover los brazos), se veía en todos los eventos que tuvieran que ver con el cine, y casi nunca como mero espectador o crítico: casi siempre estaba articulando alguna cosa, entablando contactos, informando, proponiendo. Era una persona bastante reservada, y, a pesar de que lo conocía desde 1987, es muy poco lo que sé de su vida y su historia. Cuento aquí lo poco que sé, a riesgo de cometer inexactitudes, y seguramente con omisiones importantes.

Integró la generación de alumnos de la primera Escuela de Cine de Cinemateca, que funcionó en forma fugaz a partir de 1977, en la que fueron docentes, entre otros, Luis Elbert y Coriún Aharonián (y que fue la antecesora lejana de la Escuela de Cine del Uruguay, fundada en 1995, que sigue existiendo). Su entusiasmo por el cine lo llevó a meterse en la organización de Cinemateca, al parecer sin ningún cargo definido, más bien como militante que ayudaba en lo que podía. Lo más público y documentado es que fue colaborador, como crítico, de la revista Cinemateca y que a veces hacía la presentación antes de alguna función en un ciclo especial, ostentando su amplio conocimiento de la historia y el panorama contemporáneo del cine. Pero hizo otras cosas también; por ejemplo, fue uno de los que pegaron las cajas de huevos en las paredes de las salas de la calle Carnelli para aislarlas acústicamente.

Aparte de la revista Cinemateca, fue crítico en el diario Últimas Noticias. Y fue muy activo durante un buen tiempo en la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay, de la que fue el vicepresidente durante más de un decenio. Fue una de las personas que concibieron, hace unos 20 años, el Festival de la Crítica, que luego, en asociación con el grupo Movie, terminó convirtiéndose en el Monfic.

No trascendió demasiado como crítico, pero se halló sobre todo como programador de festivales de cine. Concibió, junto con Gustavo Iribarne, el delicioso Piriápolis de Película (que lleva 16 ediciones). Fue el programador de todos los breves festivales o muestras que organiza Fernando Goldsman en el departamento de Maldonado (de cine judío, de cine “del mar” y un par más). Cuando asumió, en 2016, la programación del Festival de Punta del Este, estaba al frente de la parte artística de, virtualmente, todos los festivales de cine de Maldonado. Desde esa posición, solía ser invitado a varios festivales internacionales (los festivales siempre otorgan un espacio a los programadores de otros festivales, que comparecen en una función análoga a la de los “ojeros” en el fútbol, es decir, detectan películas atractivas y tratan de acordar la posibilidad de exhibirlas en sus respectivos festivales, y de ese modo cada festival funciona, para los productores y realizadores de películas, como una vidriera hacia más festivales). Era una persona sumamente pragmática, que encontraba siempre maneras de hacer algo bueno con presupuestos insuficientes, coordinaba las múltiples tareas implicadas en la dirección artística y mantenía una calma y un poder de decisión razonable totalmente fuera de lo común para una actividad tan estresante. Ejercía su poder de mando cuando era imprescindible, pero de preferencia dejaba vivir e intentaba conciliar diplomáticamente las diferencias y aplacar animosidades. Tenía la virtud rara y valiosa de ser totalmente cumplidor, confiable y puntual en la realización de las tareas que asumía. Disfrutaba visiblemente esa posición que le permitía un contacto personal, directo e intensivo con los realizadores y los actores invitados, a los que trataba con cordialidad y luego presentaba al público en forma concisa, precisa y bien informada, modulando su voz poderosa para generar expectativa y convocar el aplauso en el momento debido. Era muy bueno conduciendo las conferencias de prensa y las mesas redondas, haciendo siempre buenas preguntas.

Su ubicuidad en los eventos que tenían que ver con cine y su facha imponente fueron dos de los factores que llevaron a que Federico Veiroj lo eligiera para protagonizar La vida útil (2010), donde hizo esencialmente el papel de alguien muy parecido a sí mismo (cinéfilo, funcionario de Cinemateca, nerd). Impresionado con su rendimiento en la pantalla, el español Javier Rebollo lo invitó también para su notable El muerto y ser feliz (2012), en la que interpretó al villano sin nombre, referido siempre como “el hombre grande con anteojos de muchas dioptrías y ojos chiquititos” (la película, una coproducción hispanoargentina, dicho sea de paso, está dedicada a la Cinemateca Uruguaya). Ahora que Jorge ya no está, es una suerte que existan esos dos largometrajes que registran su imagen en movimiento y su voz, y en los que pudo inmiscuirse desde adentro en el cine, al que dedicó su vida. Lo echaremos de menos, y todavía habrá que procesar la idea de que ya no lo veremos por todos lados y la pena por el gran hueco que va a dejar su trabajo sistemático, intensivo y eficaz en pro de la cultura cinematográfica, que hizo mucha diferencia.