Reproducción, por su actual vigencia, de un artículo publicado en marzo de 1988 por la revista Zeta.

“Un futuro militar debe recibir el mismo acervo cultural, y en las mismas condiciones, que los demás miembros de la sociedad”

Es un hecho cierto e innegable que, a esta altura de la civilización, las Fuerzas Armadas de ningún país, cualquiera fuere su nivel de desarrollo, no pueden considerarse como una organización autárquica, capaz de asumir por sí sola esa llamada “defensa nacional”.

Mucho más rotunda y categórica resulta esta comprobación si se toma en cuenta que, según la Constitución de la República, deberían estar subordinadas al comandante en jefe.

Los profundos cambios producidos en la vida social han ido modificando, también, las condiciones de esa defensa.

El llamado “arte militar” no es hoy nada más que una técnica entre muchas otras. La organización militar, las decisiones sobre defensa y el “estilo militar” tienen que adaptarse a esta nueva realidad. La defensa es actualmente un concepto que supone totalidad y permanencia, y las Fuerzas Armadas no significan más que una parcela de esa globalidad.

Afortunadamente ha desaparecido su rol ancestral de “ejército de la nación” o “custodios de la patria”, y su papel actual es el de aportar sus técnicas a la sociedad, manifestar una voluntad que es la de la nación toda, participar en las reglas del quehacer democrático y defenderlo acatando sus normas e instituciones.

Las nuevas condiciones de la defensa, derivadas de la aparición de las armas de destrucción masiva, de su carácter y efecto universal, de su instantaneidad e ineluctabilidad, de la incidencia de los progresos científicos y técnicos, de la velocidad de las comunicaciones y de las posibilidades de movilización casi inmediatas son determinantes más que suficientes para advertir que las solas disposiciones y medidas de naturaleza militar no pueden constituir, en ningún caso, “toda” la defensa. Para ello es imprescindible que comparezcan en conjunción armónica el “armamento económico” del país, su estructura de producción, su capacidad de investigación, un eficaz aparato administrativo, un razonable nivel de vida de sus habitantes y las garantías de una estabilidad social que se funda en la Justicia. Una verdadera y efectiva defensa nacional no será posible sin la debida articulación de todos estos factores. Así, parece ser absolutamente necesaria una estrecha vinculación entre lo que constituiría el dispositivo técnico-militar y la realidad económica, política y social del país.

En épocas de interacción concurrente entre los factores sociales, políticos y económicos no cabe preservar una instrucción separada y peculiares faenas de cuartel como base de formación del “soldado de la patria”. Un futuro militar debe recibir el mismo acervo cultural, y en las mismas condiciones, que los demás miembros de la sociedad. No existe justificación válida para el mantenimiento de centros de enseñanza también ajenos y extraños a los del universo estudiantil. Con una similar base formativa, la especialización sólo tendría cabida para estudios superiores, a nivel de técnicas según las ramas elegidas, y que se asimilarían con el aliento democrático e integrador proveniente del tronco educativo común. De esa manera se iría revirtiendo un separatismo que predetermina y acentúa peligrosos y antidemocráticos “particularismos” castrenses, violenta y trágicamente incorporados a nuestra reciente historia.

Una real y positiva inserción de las estructuras militares al escenario democrático implica, como tarea prioritaria e inexcusable, la creación de un clima nacional en el que se encuentren y se sientan incluidas. Enseñar a los militares el movimiento de las ideas políticas sin discriminación alguna; informarlos de los procesos económicos –cuya influencia sobre la defensa nacional es determinante–; educarlos en el sentido de que la política no es el supremo pecado sino la forma noble de civismo que, lejos de servir para desmantelar el Estado o la acción de los partidos políticos, de los sindicatos o de los centros de enseñanza –como por estos lares se entendió–, es la vía más idónea para fijar el destino nacional. Mostrarles el quehacer democrático, el respeto a las decisiones de la Justicia y el acogimiento de los reclamos de las grandes mayorías, todo ello como irrenunciables valores de vida, constituirá, entre otros, aspectos fundamentales para una verdadera e integradora formación de moral cívica y patriótica.

Impulsar y profundizar ese acercamiento permanente, realizado en nombre y beneficio del interés general, irá extinguiendo progresivamente la peligrosa y perniciosa diferencia entre lo militar y lo civil y acentuará el respeto democráticamente inexcusable a la primacía decisiva de lo civil y lo político. Incorporarlos en los demás ambientes sociales, en actividades productivas de interés nacional y en escenarios comunes al de la colectividad habilitará el sentido integrador entre lo militar y lo civil que impone la esencialidad democrática.

El corolario natural de esta integración será también una más equitativa administración y distribución de los recursos públicos. El gasto militar procurará la máxima eficacia y se ajustará al marco de una razonable e imperiosa economía de medios. La limitación presupuestal a lo necesario y específico operará en todos los niveles de las actividades castrenses. La desmesurada superestructura de oficialidad burocrática, los gastos superfluos de “representatividades”, “misiones”, “simbolismos” o cursos formativos impuestos en el norte, la introducción de equipos e instrumentos bélicos y logísticos que han pasado a ser chatarra tecnológica y algunas otras excepcionalidades presupuestales –como ocurre en el Uruguay– absorben cuantiosos recursos que, en los ámbitos de la sociedad civil, recibirían un destino más justo y productivo.

Justicia militar: jurisdicción ajena y extraña al fuero común

Además, hay otras barreras entre lo “militar” y lo “civil” que deben ser suprimidas. Si admitimos que la defensa nacional constituye para esta sociedad de hoy el único justificativo de su existencia, y teniendo ella el sentido de totalidad, no resulta lógica, ni justa, ni democrática la existencia de una jurisdicción especial para las Fuerzas Armadas, llamada “justicia militar”, que se mantiene ajena y extraña al fuero común.

En todo caso sólo cabría la reserva de que participen magistrados civiles, con especialidad castrense, en la composición de tribunales para el juzgamiento exclusivo de funcionarios militares sobre hechos violatorios de bienes jurídicos de estricta naturaleza militar o cuya ocurrencia se ubica en tiempos de operaciones bélicas de carácter internacional. Salvo esta particularidad, no es compatible con el principio igualitario la existencia de excepcionalidades jurisdiccionales para quienes no son sino integrantes de un mismo cuerpo comunitario. Si la Defensa se ha hecho total, es un factor de derecho común, y siendo así no aparece ningún fundamento válido para que uno de sus actores sea sometido a una jurisdicción ajena a ese fuero.

Sobre estas líneas de acción, podrá procesarse una inserción social que haga de nuestras Fuerzas Armadas un verdadero factor de consolidación democrática. Es ese el desafío que todos –civiles y militares– debemos afrontar. Sin prejuicios, soberbias, temores o complacencias. Asumiendo errores, faltas y violaciones –que no tienen paternidad exclusiva– para impedirlos en el futuro. Y haciendo que las diferentes “patrias” que se invoca defender confluyan, ante el efecto integrador del nuevo acomodamiento social, en la única y exclusiva Patria a construir y a defender. La de todos. La de civiles y militares. La de los uruguayos.

José Luis Corbo es doctor en Derecho y Ciencias Sociales, ex auditor interno de la Nación, con amplia trayectoria en la función pública y en el deporte.