Al más antimonárquico de los músicos le gustaba jugar con la ambigüedad de su apellido, y así parecer noble. Desencantado admirador de Napoleón, estrenó su obra más libertaria –Fidelio– en plena ocupación francesa. Es que la sordera de su madurez no fue la única paradoja de la vida de Ludwig van Beethoven. Hoy Bonn se ha entregado por completo a recordar los 250 años del nacimiento de su hijo más célebre y rebelde. No es sólo una conmemoración oficial. En las vidrieras del centro su imagen se repite hasta en las tiendas que venden medias cancán. A pocos pasos de la estación de trenes, un afiche antisistema muestra su cara semitapada con un pañuelo rojo. En paralelo se ha editado la “versión definitiva” de sus obras completas. Para contenerla se precisaron 118 discos compactos. De los comunes. Esos que duran 74 minutos y 33 segundos por la simple razón de que es el tiempo justo de la interpretación más larga de su Novena sinfonía. Una forma de reconocer que Beethoven es la medida de la música.

Con sus puestos de frutas abrillantadas y carritos que venden salchichas y papas asadas, la plaza del ayuntamiento de Bonn tiene tanta vida y agitación como hace dos siglos y medio. Ni siquiera falta Beethoven. Está en una imagen de yeso de tamaño real, parado junto a la escalinata de la municipalidad. Lo modelaron con un gesto pensativo que el ingenio popular ha torcido para darle actualidad: dicen que con ese brazo cruzado al pecho y el otro a la altura de la cintura, parece haber salido a fumar un cigarrillo mientras espera por un trámite interminable.

No es sólo en Bonn. El nombre más popular de la música culta está más presente que nunca en este 2020 en que el mundo lo celebra en todas las grillas sinfónicas. La fachada del teatro Solís ya tiene los pendones que lo anuncian como eje de una temporada que comienza el 2 de abril con un concierto de la Filarmónica de Montevideo con Bruno Gelber como solista. La Orquesta de Cámara de Islandia se prepara para iniciar sus homenajes a fines de marzo en Reikiavik, en tanto que el Colón de Buenos Aires le dedicará un festival en noviembre. La sinfónica de Baltimore y la de San Pablo harán una interpretación simultánea de la Novena sinfonía. El mes pasado, la ciudad de Abu Dhabi usó sus petrodólares para llevar la Sinfónica de Hamburgo en pleno al Palacio de los Emiratos. La avalancha de conciertos y actividades es tal, que sólo en Alemania habrá 800 eventos para festejar al autor que nació, se supone, el 16 de diciembre de 1770.

Más allá de esa agitación global, Bonn se ha tomado el aniversario con la tranquilidad de quien se sabe la anfitriona natural. Además de las figuras de yeso del reflexivo Beethoven fumador, en una recorrida por sus calles pueden verse pequeñas estatuillas verdes o doradas. Representan un Beethoven de rostro juvenil, de no más de 60 centímetros de altura, con las manos en los bolsillos y la célebre melena despeinada. Están por todas partes. Junto a un arcón asiático en el restorán chino que se especializa en dim sum, en la vidriera de una óptica en la que le han agregado anteojos, en la de una casa de medias donde le han puesto un turbante de seda, y hasta en una tienda de disfraces tuneado con una nariz de payaso. Donde se mire, aparecen.

Bonn instala una declaración de principios con esta manera masiva de enfocar el aniversario. No importa que Viena haya sido el escenario de sus años de madurez y que guarde su tumba. No importa que Berlín produzca las experiencias más puras de la interpretación presente de su obra. De todos los Beethoven posibles, aquí está el punto de partida.

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Foto: Roberto López Belloso

Foto: Roberto López Belloso

Ruido. Un zumbido. Dos o tres pitidos permanentes. Y por debajo, muy por debajo, los célebres acordes del destino golpeando la puerta. Tan lejos que parece imposible llegar hasta el umbral, tomar el picaporte y abrirle. No se puede escuchar más. Hay que dejar el auricular encima de la vitrina y distraerse con cualquiera de las otras piezas de la que fuera su casa natal, verdadero quilómetro cero de este recorrido por Bonn. Ahí están los instrumentos de su cuarteto de cuerdas y la historia de cómo se consiguieron los originales, el piano en que solía componer, las disquisiciones de telenovela sobre quién era su amada inmortal, la lista de la compra que le dejaba a su ama de llaves. Pero por más que se vaya de un piso a otro de esa estrecha vivienda llena de tesoros, lo que sigue arañando los tímpanos y anudando la garganta es lo que se acaba de escuchar. Ingenieros de sonido y otorrinoralingólogos cruzados con videntes se confabularon para dar con la hipótesis sonora de cómo fue que Beethoven escuchó su Quinta sinfonía la noche de su estreno. Aún no estaba completamente sordo, pero su oído ya se iba apagando. Se supone que así sonaba, entonces, el mayor contrasentido de la historia de la música.

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A 40 minutos de caminata por la avenida Adenauer, siguiendo el curso del río Rin, se llega al Bundeskunsthalle. Su traducción sería algo así como la sala del arte alemán. Allí, hasta el 26 de abril, está montada la exhibición Beethoven: mundo, ciudadano, música, inabarcable juego de cajas chinas. Con la excusa del desmelenado compositor, la megamuestra se sumerge en los plurales de la palabra “historia”. Hay una sección de la deriva de la medicina, a partir de una profundización en los males que aquejaban a un hombre que, además de su sordera, sufría de una completa lista de achaques. Está el modo en que los médicos de su tiempo lo diagnosticaban, lo atendían y lo medicaban, incluyendo los dispositivos surrealistas para aplacar sus problemas de audición. Hay un segmento de la historia de la imprenta, con un hipnótico apartado sobre cómo los artesanos batían el metal para imprimir las partituras. Hay una mirada sobre la historia del simbolismo, a partir de las interpretaciones pictóricas de la Sinfonía pastoral. Y se podría seguir.

En ese punto entre continuar –con la historia de los instrumentos musicales, la historia de los decorados de la ópera, la historia de los trajes– o detenerse, es necesario destacar el completo abordaje del período napoleónico, en el que se profundiza con un envidiable despliegue de piezas documentales, pictóricas y de artes decorativas. Baste mencionar la “muestra dentro de la muestra” que representan las decenas de obras de Goya. Es lógico. Más allá de la leyenda sobre la dedicatoria tachada a Napoleón de la Sinfonía eroica, ese espíritu lleno de contradicciones, amante de la libertad y a la vez dependiente de los mecenas que fue Beethoven es un hijo directo de ese tiempo. Para ilustrarlo baste otro mito: se dice que una vez reprendió a su protector vienés diciéndole: “Usted es príncipe por azar, por nacimiento; en cuanto a mí, yo soy lo que soy por mí mismo. Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay uno”. ¿O alguien recuerda hoy quién fue el príncipe Lichnowsky?

El día se apaga. Bonn, que surgió como un asentamiento romano, que luego fue una ciudad del imperio carolingio y que al nacer Beethoven estaba gobernada por esa entidad mitad terrenal y mitad religiosa que eran los príncipes electores, enciende sus luces. Desde 1999, cuando a diez años del fin de la Guerra Fría dejó de ser la capital federal alemana en favor de Berlín, no tenía tanto protagonismo. El aniversario de Beethoven la pone de nuevo en el centro de la atención mundial. Desde la milla de los museos hay que desandar camino y regresar al casco histórico. Ahí, en el Teatro de la Ópera, al borde del Rin, Beethoven vuelve a mostrarse en su más descarnada desnudez. A las siete y media de la tarde, como tantos de miles de veces en tantas partes del mundo, una orquesta interpretará su música. Para que renazca. En la renovada hora de la verdad.

Fidelio, en el Theater Bonn. Foto: Thilo Beu

Fidelio, en el Theater Bonn. Foto: Thilo Beu

Foto: Thilo Beu

"Fidelio": ópera y debate

Cuando la orquesta comienza a tocar la obertura, una pantalla muestra imágenes sobre la represión en Turquía. No se quedan en la superficie. Se sitúan directamente sobre el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Aparece en incómodas ruedas de prensa con la canciller alemana, Angela Merkel, quien tampoco sale completamente bien parada. Un tanque alemán pasa por encima de un automóvil en un ejercicio militar. En el cuadro siguiente, Merkel, reluctante al comienzo, termina por estrechar la mano de Erdogan. Enseguida vuelve a aparecer ese mismo modelo de tanque, ahora bajo bandera turca, ahora en la vida real, ahora pasando por encima de una barricada opositora.

Fidelio se adapta a cualquier época con naturalidad. Así que en la ópera de Bonn, su argumento, acerca de un preso político en la Sevilla del siglo XVII, pasa a reflejar la realidad de los kurdos en 2020. Después de la obertura, un mecanismo hace que los músicos desciendan al foso para que los cantantes asuman el protagonismo. Con cámara al hombro se va filmando lo que ocurre en escena y se lo proyecta en tiempo real. La decoración tiene un fondo verde plano para facilitar la técnica audiovisual conocida como croma, la misma que el cine utiliza en películas como Star Wars o que los informativos de televisión usan para que un presentador anuncie el estado del tiempo. De ese modo, en Fidelio, en la pantalla que se está viendo en paralelo, aparecen los cantantes recortados sobre imágenes de la represión.

Terminado cada movimiento, la acción se detiene. El eje se traslada a la mesa lateral en la que varios especialistas, exiliados kurdos y ex presos políticos, comentan la realidad turca con los actores. Ahí están, sobre el escenario, Dogan Akhanli, ganador de la Medalla Goethe y tres veces huésped obligado de las prisiones turcas; o Süleyman Demirtas, cuyo hermano Selahattin es el líder del izquierdista Partido Democrático de los Pueblos, preso desde 2016. Analizan lo que ocurre en su país y cómo trasladarlo a la puesta de Fidelio que está realizándose en ese momento.

Es posible que el mecanismo atente contra la continuidad de la interpretación lírica. Que los cantantes, con tanto parar y volver a empezar, nunca lleguen a ese punto casi místico en el que “incorporan” a sus personajes para generar la imposible verosimilitud que vuelve natural a la más artificial de las artes escénicas. Pero esa dificultad se compensa con la densidad y el realismo que gana el montaje.

Intérpretes y público están juntos en ese esfuerzo de intentar entender –la ilusión es que eso está ocurriendo a la vez– lo que sucede con los kurdos en Turquía. Después de cada discusión en la mesa, los cantantes vuelven a sus roles. A veces se colocan mamelucos verdes que parecen los trajes aislantes para una pandemia. Entonces entran los maquilladores y cubren sus rostros con la misma pintura verde, para que cuando la cámara los filme pueda proyectarse también sobre ellos las imágenes de actualidad. El clímax ocurre cuando Florestán, el prisionero, es liberado por Leonore, su esposa que se ha inventado una identidad masculina –Fidelio– para infiltrarse como guardia en la prisión. Mientras Florestán canta su parte final todo cubierto de pintura verde, se proyectan sobre él los rostros de presos y desaparecidos; hasta que Leonora/Fidelio comienza a quitarle el maquillaje y así su cara, su identidad, reaparece de las sombras.

El cierre es apoteósico y, en cierta medida, anacrónico. Como si fuera una obra del teatro El Galpón en el Uruguay de la segunda mitad de los años 80, cantantes y músicos terminan en el escenario con el puño en alto y las imágenes de las víctimas kurdas. El presentador invita al público a firmar una petición para presionar al gobierno turco a que cese la represión. A la salida, muchos hacen cola ante los puestos de los activistas en el foyer del teatro.

Desde una repisa junto a la ropería, dos Beethoven tridimensionales, uno dorado y uno verde, observan la escena. Su gesto tiene la satisfacción de quien sabe que la obra, que seguirá en cartel en marzo, ya tiene todas las localidades agotadas. Para molestar a los poderosos, como siempre le gustó.