Hay muchas respuestas posibles a por qué miramos películas de terror pasadas de fecha. Esas que dejaron de cumplir con su rol de estremecer y se salvaron del olvido por una selección mitad natural, mitad industrial. Quedaron, de ese modo, pistoneando en la memoria colectiva hasta hacerse un lugar en ese raro espacio que llamamos “cine de culto”. Objeto antropológico, o de nostalgia adolescente, que reconecta con la esencia simbólica de la que partieron esas películas, a veces sin siquiera saber que de ahí nacían. Porque si la capacidad de atemorizar de King Kong duró desde el ocaso de la Gran Depresión hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su potencia simbólica no ha dejado de crecer desde que Merian Cooper y Ernest Schoedsack la estrenaron, en 1933. “King Kong es, a la vez, parábola capitalista, alegoría del inconsciente, delirio surrealista, fantasía sexual, espectáculo etnográfico, metáfora imperialista, fábula romántica”, escribió hace tres años María José Santacreu en Brecha (“El regreso del rey”).

El cine italiano, de tantas formas mal comprendido, tiene mucho para decir en una tertulia sobre el asunto. Si bien el primer nombre que surgirá es el de Darío Argento –padre de Asia, ese continente de mujer–, hay que ir una generación más atrás y detenerse en el punto de partida: Mario Bava.

Ahora la plataforma de películas por streaming Qubit (un Netflix de cine de autor) pone a disposición de los usuarios una docena de sus películas. Está, por supuesto, Los vampiros (1957), su debut obligado, cuando en pleno rodaje debió sustituir al director Riccardo Freda. Filme que, en cierta medida, es el antecedente oscuro de La dolce vita (1960), de Federico Fellini, aunque aquí el periodista y su fotógrafo no persiguen celebridades, sino que son perseguidos por una de ellas, sedienta de algo más que amor, pero de amor, sobre todo. Quizá ahí está uno de los hilos de los que tirar en el intento de responder la pregunta del principio, aunque con la sed de amor se venga toda la sangre encima, como una estantería con sobredosis de anticoagulante. Pero si sólo se puede mirar una, que sea La máscara del diablo (1960), basada en el cuento “El Viyi” (1835), de Nikolai Gogol. Ya no aterra, pero “se regodea en su propia decadencia”, como decía el profesor Antonio Paolucci sobre el arte gótico tardío.

En las otras películas disponibles no faltan los Cárpatos, ni el slash, ni los ritos satánicos, ni los curas exorcistas. Es cine de culto para disfrutar olvidando. En especial olvidando los primeros años de Bava, cuando filmaba para el departamento de propaganda de Benito Mussolini y consideraba a Francesco de Robertis su maestro. Cineasta, este último, que se mantuvo fiel al fascismo incluso en la siniestra etapa final, que Pier Paolo Pasolini narra en Saló, o los 120 días de Sodoma (1975).

Y, por detrás del olvido, preguntarse –como otra pregunta o la misma– cuánta esencia de aquellos monstruos reales permanece en el sustrato de estas mascaradas de celuloide.