Cerca de finalizar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y sus aliados europeos (sin Rusia) se reunieron en la denominada Conferencia de Breton Woods, marcando el rumbo del funcionamiento económico mundial en Occidente a partir de sus resoluciones, en el marco del nuevo mundo bipolar. De allí surgieron instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, que facilitaron enormemente el movimiento de capitales y de mercaderías, propiciando así el desarrollo y la intensificación del comercio internacional y dando comienzo al proceso de la llamada globalización contemporánea, uno de los períodos más prósperos del mundo desarrollado.

En América Latina, mientras tanto, en un fenómeno inversamente proporcional, comenzaron a pauperizarse los pueblos, con la caída de los modelos de industrialización por sustitución de importaciones y el regreso a la dependencia en precios y cantidad de los commodities, proceso lento y continuo de lo que sería la gran crisis estructural de las economías latinoamericanas.

30 años más tarde, la crisis del petróleo de mediados de los años 70 impactaría fuertemente en la estructura de la economía mundial. Las grandes empresas multinacionales buscaron los medios para recuperar la rentabilidad perdida, desarrollando un nuevo sistema de producción global, y los gobiernos recortaron los beneficios del “Estado de bienestar” que se habían logrado en el transcurso de los “años dorados” de posguerra.

La posibilidad de generar un nuevo sistema de producción se debió a la concurrencia de varios factores, como la reducción de los costos en el transporte y los adelantos de las tecnologías de la informática y las comunicaciones, los cuales permitieron el desarrollo de las redes de producción o cadenas de valor. Esto implicó que las empresas multinacionales de los países desarrollados trasladaran parte de sus procesos productivos a países en desarrollo. Se buscaba combinar la tecnología, la innovación y el conocimiento de los países desarrollados, con los menores costos de mano de obra y la abundancia de materias primas de los países subdesarrollados, junto a sus ventajas logísticas, fundamentalmente en el sudeste asiático y China, receptores principales de esta deslocalización de la producción.

La caída del Muro de Berlín y el fin del bipolarismo dio inicio a la hegemonía de Estados Unidos, al “fin de las ideologías” y el comienzo del neoliberalismo, que, como bien sabemos, postula las virtudes de la apertura comercial y del libre mercado, dejando de lado la práctica de políticas proteccionistas y el rol del Estado en la conducción, intervención y regulación de los procesos económicos, delegando en la iniciativa privada estas funciones.

En nuestra América Latina, tempranamente, la Escuela de Friedman (neoliberalismo) tuvo un fuerte desarrollo a partir de la instauración de la dictadura militar de Augusto Pinochet, junto con el resto de las dictaduras del Cono Sur, luego de la represión y el ajuste autoritario de la década del 70. Durante este período se aplicaron en forma estricta los postulados del Consenso de Washington.

Para el final de los años 90, el proceso de globalización contemporánea y el desarrollo de la deslocalización de las transnacionales habían alcanzado su máximo potencial, con la libre circulación de capitales, junto con la implantación, exacerbada, de la sociedad de consumo, generadora, junto con el crédito, de una demanda que activa los procesos de producción.

La globalización contemporánea y la deslocalización implicó, también, la uniformización y simplificación de los procedimientos y las regulaciones nacionales e internacionales con el fin de mejorar las condiciones de rentabilidad, competitividad y seguridad jurídica para las inversiones llevadas a cabo por estas grandes empresas multinacionales; de allí la proliferación de acuerdos de libre comercio y de tratados bilaterales de inversión en el seno de las economías de los países emergentes, con el objetivo de otorgar seguridades jurídicas a las inversiones provenientes del mundo desarrollado, cediendo soberanía al capital transnacional.

Cambios en el siglo XXI

Tres acontecimientos impactaron en este proceso durante el siglo XXI.

El 11 de setiembre de 2001 se produjo el atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono, causando miles de víctimas inocentes y dando inicio a la “Guerra contra el terrorismo” que comenzó por la invasión a Afganistán por parte de Estados Unidos y sus aliados, y siguió en 2003 con la invasión a Irak.

Sin bien los regímenes de los talibanes y de Sadam Hussein fueron derrocados, la resistencia a la presencia de Estados Unidos en esa región sigue siendo sumamente activa. Esta experiencia bélica ha sido la guerra más prolongada a la cual se ha enfrentado Estados Unidos a lo largo de su historia. Actualmente, tanto en Afganistán como en Irak han firmado sendos acuerdos de paz, fijando cronogramas para retirar sus efectivos militares, reconociendo, por la vía de los hechos, la derrota militar, al no haber podido lograr sus objetivos, en el transcurso de más de 18 años de guerra.

El costo tanto para Afganistán como para Irak ha sido y es incalculable: miles de muertos y heridos, países colapsados y sumidos en la miseria por los efectos de una guerra imperialista que, con el pretexto de aniquilar el terrorismo y la posible existencia de armas de destrucción masiva, buscaba apropiarse de los recursos de ambas naciones agredidas.

El costo económico de estas guerras para el imperio norteamericano también fue incalculable. Más allá de los beneficios del complejo militar industrial que sostiene la economía estadounidense, el Tesoro de Estados Unidos se vio notablemente afectado, generando enormes déficits en la economía local, además de la pérdida de prestigio a nivel mundial.

En setiembre de 2008, el segundo acontecimiento que incidió negativamente en el desarrollo del proceso de globalización se produjo con la caída de Lehman Brothers, que fue el detonante de una crisis económica y social de tal magnitud que podemos afirmar que el sistema capitalista aún no ha podido superar.

El incremento exponencial de la desigualdad que se generó, la traslación hacia el resto del mundo de la crisis, impactando en Europa, fundamentalmente en Portugal, Italia, Grecia y España, economías débiles con balanzas de pago desfinanciadas, ha ido mermando la hegemonía norteamericana y la de sus aliados, así como la de sus empresas multinacionales.

Además, el proceso de deslocalización de la producción fue generando, a modo de boomerang, el surgimiento de un competidor, en todos los planos, a la hegemonía norteamericana: la República Popular China. Convertida en segunda potencia económica mundial, compite con Estados Unidos incluso en el campo de las tecnologías de la información y la comunicación. Digamos que fue la potencialidad de la economía china la que en gran medida permitió al sistema capitalista sortear la crisis de 2008.

La centralidad del mundo ya no girará en torno a Occidente sino que tendrá su epicentro en el sudeste asiático. La covid-19 nos está dejando un mundo en clave de preguntas y redireccionamiento geopolítico.

En el plano militar, lejos está China de competir con el potencial norteamericano; sin embargo, su alianza estratégica con Rusia, en todos los campos, permite que sea considerada un rival de fuste. Recientemente en Siria, en una de las últimas aventuras militares en la cual se vieron involucrados Estados Unidos y sus aliados occidentales, el resultado final fue adverso para la potencia norteamericana. Su intervención fue un fracaso y una clara demostración de deslealtad para con sus aliados, los kurdos.

Estos hechos han logrado que se operen modificaciones sobre las bondades del libre mercado y los postulados del neoliberalismo. Ahora en el discurso económico comienza a hacerse notar la presencia de posturas que nos alertan sobre el ingreso a una nueva etapa, que podría denominarse de desglobalización.

En la historia del capitalismo ha sido recurrente la existencia de estos ciclos de apertura y de proteccionismo, que, según el economista Ruchir Sharma, abarcan décadas de la historia.

Esto no implica el fin de la globalización, sino que esta reduce notoriamente su intensidad. Cuando nos referimos a la desglobalización hacemos referencia, pues, a una etapa del desarrollo económico internacional en la cual se opera un notorio retroceso en los flujos internacionales de mercancías, servicios, capitales y personas, que, con los efectos producidos por la crisis de 2008, se agudiza y acelera.

El aumento del proteccionismo, manifestación más notoria de las políticas adoptadas por la administración de Donald Trump, y la intensificación de la guerra comercial con China son claras muestras de lo que venimos analizando.

La deslocalización de la producción industrial generó en todos estos años una importantísima pérdida de puestos de trabajo bien remunerados en la industria manufacturera; la promesa de Trump de recuperar estos empleos explica en gran medida su asombroso triunfo electoral, sumándose a lo que venía sucediendo en Europa con la llegada de partidos nacionalistas, aislacionistas y proteccionistas.

El desarrollo de este proteccionismo llevado a cabo por Trump ha significado la elevación de aranceles y el incentivo a las multinacionales a retornar con sus unidades productivas a Estados Unidos (reshoring). Ha dejado de lado la celebración de megaacuerdos internacionales como el Tratado Transpacífico y se inclina en cambio por los acuerdos bilaterales, en los que Estados Unidos puede sacar mayor provecho de sus ventajas asimétricas en las negociaciones llevadas a cabo con los países emergentes.

Otro factor que ha incidido en este proceso de desglobalización ha sido el aumento de los salarios en el destino de las deslocalizaciones –el caso de China es el más relevante–, lo que genera una merma en la rentabilidad.

La emergencia del coronavirus y sus efectos

El coronavirus es el tercer acontecimiento que ha detonado en este contexto, una pandemia cuyos efectos a largo plazo todavía desconocemos, pero que ha desatado ya una profunda crisis social y económica a nivel mundial, interpelando todas las relaciones vinculantes, sean laborales, sociales, personales o de producción.

La forma de intentar controlar sus efectos, que se logra sólo con el confinamiento social, está paralizando al mundo, lo cual implica graves riesgos económicos, pero no existe alternativa. Mantener a las poblaciones dentro de sus casas implica (y está bien hacerlo) deprimir al máximo la demanda, afectando traslados de personas y mercaderías y el movimiento turístico mundial.

Ahora bien, esta crisis ha tenido la triste virtud de mostrar la gravedad que ha implicado esta globalización en materia de suministros de medicina, la dependencia casi absoluta de productos de esta especie fabricados en China, India, Alemania o Estados Unidos, y el escaso o nulo desarrollo de la investigación y de productos medicinales en los países emergentes y en América Latina, con la honrosa excepción de Cuba. Deberíamos haber tomado recaudos con la crisis griega, ya que los laboratorios amenazaron con su retiro si se les ponían impuestos para superar la crisis en 2010.

Se analiza entonces la conveniencia de reducir la dependencia de suministros en localizaciones alejadas, desde los propios centros de la economía mundial, lo cual impulsa una tendencia que ya se venía registrando.

El proteccionismo, que en una situación como la que estamos atravesando se reafirma, potencia a su vez la deslocalización en un marco regional o de proximidad. Tal circunstancia valoriza la necesidad de profundizar los regímenes de integración regional, en contraposición con los anuncios e intenciones de los gobiernos de derecha de flexibilizar el Mercosur y propiciar acuerdos bilaterales con Estados Unidos.

Estamos ante un nuevo orden mundial, que abrirá las puertas de un nuevo relacionamiento entre estados. La centralidad del mundo ya no girará en torno a Occidente sino que tendrá su epicentro en el sudeste asiático, junto a otros actores. La covid-19 nos está dejando un mundo en clave de preguntas y redireccionamiento geopolítico.

Roberto Chiazzaro es secretario de Relaciones Internacionales del Partido Socialista del Uruguay.