En una época en la que la comunicación escrita de forma personal –el Whatsapp, el chat, el correo electrónico, etcétera– se ha empobrecido, valiéndose de gráficos, emoticones, abreviaturas, barras y las recurrentes x y @ que atentan con su espíritu acomodaticio, además de contra la vista, contra las convenciones más básicas del idioma, la aparición de un libro que reúne las cartas redactadas de puño y letra por uno de los escritores estadounidenses más importantes del siglo XX constituye un particularísimo suceso de la circulación del material impreso. El arte de perder. Una vida en cartas, de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), parece un monolito expulsado desde un pasado relativamente cercano hacia nuestra pedestre contemporaneidad, como un Aleph entre dos tapas que ilumina una de las tantas facetas del genio.

No son pocos los escritores que han dejado, en ocasiones por voluntad propia y en otras por póstuma decisión de terceros, volúmenes de cartas que dialogan directamente con su obra. Un repaso escueto y arbitrario de tamaño filón de escritura debería incluir títulos como El viaje que nunca termina. Correspondencia (1926-1957), del novelista inglés Malcolm Lowry (que incluye prodigios del género, como la famosa carta al editor Jonathan Cape en la que expone sus razones para que no desmonten la fronda de Bajo el volcán); Los libros de los otros. Correspondencia (1947-1981), de Ítalo Calvino, que recopila las cartas que escribió el autor de Si una noche de invierno un viajero como editor y lector de manuscritos durante décadas; y Cartas escogidas, de William Faulkner, una generosa recopilación de piezas del gran novelista sureño, que oficia como una suerte de biografía de su estilo. El libro que acá se comenta merece ubicarse en el mismo estante.

Intensidad

Aunque cualquiera de sus cinco novelas –A este lado del paraíso (1920), Hermosos y malditos (1922), El gran Gatsby (1925), Suave es la noche (1934) y El último magnate (inconclusa y publicada póstumamente en 1941)– le otorga a Scott Fitzgerald un sitial destacado en la historia de la literatura, no menos cierto es que el género en el que brilló con creces fue el del cuento, en el que dejó obras tan perfectas como “Regreso a Babilonia”, “El diamante tan grande como el Ritz” y “Basil y Cleopatra”. Escritor de vida inquieta y gastos monumentales, amigo de sus amigos y vitriólico con los arribistas del oficio, a Scott Fitzgerald lo alentó siempre la confianza absoluta en su genio, pero no como una cualidad heredada de los dioses sino como una fuerza que se sustenta en el trabajo, en el aporreo sistemático de las teclas de la máquina de escribir.

Las cartas compiladas en El arte de perder dan cuenta de la confianza en el genio creador, aunque el hombre que las escribe cae dos por tres en el fatalismo, la negación del prójimo o la autoconmiseración. En una de sus últimas cartas, escrita un mes antes de su muerte (a raíz de un fallo cardíaco, a los 44 años), mientras redactaba El último magnate, con el alcohol vedado y la cuenta bancaria casi en cero, señala que su trabajo se asemeja a la extracción de uranio de su interior, con “medio kilo por cada tonelada cúbica de ideas descartadas”.

Exceptuando el puñado de cartas que con los años dirigió a los psiquiatras que trataban a su esposa Zelda Sayre (1900-1948) y las que en los últimos tiempos destinó a su hija Frances Scott (1921-1986), centradas especialmente en el derrotero académico de esta última, todas las piezas reunidas en el libro refieren al oficio de la escritura. Desde la correspondencia dirigida a su editor, Maxwell Perkins (el gran responsable del posicionamiento editorial de Scott Fitzgerald en la década del 20), y a su agente, Harold Ober (quien durante décadas cuidó las finanzas del autor con generosos préstamos y adelantos), pasando por las pormenorizadas críticas dirigidas a colegas como Ernest Hemingway y Thomas Wolfe, las cartas reunidas en El arte de perder muestran a un creador serio y atento a los vaivenes de su tiempo, con un elaborado sentido del humor y siempre dispuesto a tratar con sus corresponsales los tópicos más variados del trabajo: por qué no se debe cortar un determinado capítulo, la pertinencia o no de recurrir a la propia biografía para moldear a un personaje, la sistemática predisposición de Hollywood (donde supo chapotear como guionista en varias temporadas) a desmembrar de una novela sus mejores partes, y un largo etcétera. Así, la suma de textos termina conformando un tratado intenso sobre la escritura de ficción, sin las veleidades del manual pero con varios tips que ayudarán a más de un escriba.

Regresos

Hay que celebrar la aparición de El arte de perder, en la cuidada edición que le ha dedicado Círculo de Tiza, como parte del mismo movimiento editorial destinado a otros rescates recientes de la obra de Scott Fitzgerald: hace un par de años el sello Anagrama publicó Moriría por ti y otros cuentos perdidos, fruto de un prolongado trabajo de la especialista Anne Margaret Daniel con originales anotados, archivos mecanografiados y notas de rechazo de revistas, al tiempo que el escritor argentino Juan Forn tradujo y editó en la colección Rara Avis, de Tusquets, Trimalción, el texto original de lo que luego se convertiría en El gran Gatsby, antes de que Maxwell Perkins convenciera al autor de la necesidad de determinados hachazos estratégicos, además de del cambio de nombre.

Si una de las marcas de los clásicos es volver generación tras generación para redescubrir lectores y nuevos espacios de lectura, la circulación en español de las cartas de Francis Scott Fitzgerald, complemento privilegiado de su arte en la ficción, no hace más que subrayar tamaño postulado.

El arte de perder. Una vida en cartas. De Francis Scott Fitzgerald. Traducción de Martín Schifino. Círculo de Tiza, España, 2016. 404 páginas.