En Montevideo, en Bulevar Artigas 1532, se levanta un caserón centenario. No conozco la historia de la familia que lo hizo construir. Sí que en 1970 fue comprado por el Ministerio de Defensa Nacional y que fue sede del Servicio de Información de Defensa (SID). También se sabe que desde allí se planificó y dirigió parte de las acciones del terrorismo de Estado. Durante varios años, el subsuelo de la casa fue prisión de personas secuestradas; al menos una veintena trasladada ilegalmente desde países de la región. Las mismas paredes que en otro momento fueron eco del trajín cotidiano familiar se transformaron en testigos mudos de torturas, simulacros de fusilamiento, mentiras, amenazas y todo tipo de atropellos.

Por lo que se sabe hasta hoy, también estuvieron presos allí militantes y dirigentes del Partido Nacional, militares que resistían las prácticas antidemocráticas de sus camaradas y personas a quienes se acusaba de algún delito.

En 1976, permanecieron allí los niños Anatole y Victoria Julien Grisonas, separados en Buenos Aires de sus padres, hasta hoy desaparecidos. Más tarde fueron llevados a Chile y abandonados a su suerte en una plaza de Valparaíso. Cautiva junto a ellos, Claudia García, joven y embarazada, también secuestrada en el país vecino, esperó en esa casa el momento de dar a luz. Su hija nació en el Hospital Militar. A los pocos días se la quitaron, y nada más se supo de ella; hay fuertes indicios de que fue asesinada. La niña, Macarena, se enteró de la verdadera historia de su vida más de 20 años después. Esta madre, su hija, los niños y los hombres y mujeres prisioneros en el subsuelo no fueron las únicas víctimas de la violencia ilegal del Estado uruguayo. Como ellos, otros miles. El método de detención o secuestro, el saqueo en los hogares, la tortura en todas su formas de violencia, crueldad y refinamiento, el ocultamiento y la mentira fueron una práctica sistemática de las Fuerzas Armadas y de la Policía de mi país, que, durante los años 70 y 80, utilizaron sus establecimientos para violar las leyes que la Constitución les ordenaba defender. Al mismo tiempo, la dictadura en la que participaron civiles y militares internacionalizó el terrorismo de Estado en una coordinación represiva regional formalizada en 1975 con el nombre de Operación Cóndor. La amenaza y la persecución fueron utilizadas para amedrentar a la ciudadanía en su conjunto. Se alegó defender a la Patria contrariando sus fundamentos.

En el proceso de recuperación democrática, azaroso y contradictorio, echar luz sobre los crímenes de Estado no fue prioridad para gran parte del sistema político. Tampoco lo fue para el Poder Judicial investigar las violaciones a la Constitución de la República, a las leyes ni a los derechos esenciales de las personas.

En diciembre de 1986, la ley de caducidad, Nº 15.848, puso candado a la investigación y juicio de los delitos cometidos hasta marzo de 1985 por militares y policías. La ley fue aplicada a discreción. Si bien no impedía juzgar a los civiles, no se avanzó en ese sentido. Tampoco se aplicó para investigar el destino de los detenidos desaparecidos en Uruguay y Argentina, un delito que hasta el presente se continúa cometiendo, aunque la ley de caducidad habilitaba esa investigación de manera explícita.

En el referéndum de abril de 1989, los votos para derogarla fueron insuficientes. A pesar del desánimo, hubo personas y colectivos que siempre denunciaron la impunidad, exigiendo verdad y justicia.

Poco a poco, la tenacidad fue horadando aquel muro de silencio, ensayando diversas formas de reclamo. A pesar de la incertidumbre sobre cuál sería la respuesta de la ciudadanía, en 1996 se convocó la primera marcha por verdad y justicia, con énfasis en la búsqueda de las personas detenidas desaparecidas. Se convocaba a la gente a caminar en silencio por la avenida 18 de Julio de Montevideo, sin banderas partidarias ni de ningún tipo, el 20 de mayo, fecha de los asesinatos en Buenos Aires de los legisladores Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz y de los militantes Rosario Barredo y William Whitelaw, en 1976.

La respuesta de la gente superó las expectativas.

Cada 20 de mayo, las marchas del silencio se repiten y son cada vez más concurridas. Ya hace tiempo que se replican en numerosas ciudades del país. La organización Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos organiza y conduce esa manifestación contra la impunidad reclamando que se investigue qué pasó con sus seres queridos.

Hoy, la casona de Bulevar Artigas donde permanecí prisionera junto a otros durante algunos meses de 1976 no es la misma. No sólo porque fue ampliada y reformada, sino porque es la sede de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH), órgano estatal autónomo que funciona en el ámbito del Poder Legislativo. Allí donde se practicó la desaparición forzada, la INDDHH recibió por ley, en setiembre de 2019, el mandato de buscar a las personas detenidas y desaparecidas por la actuación ilegítima del Estado, la investigación de la verdad sobre las circunstancias de la desaparición así como la ubicación de los restos.

Es imprescindible conocer el pasado, no confundir justicia con odio o venganza y adherir cabalmente al pacto democrático como forma de convivencia y de mejoramiento de la vida de los habitantes de nuestro país.

Además, ese espacio es considerado Sitio de Memoria, porque en él se cometieron graves violaciones a los derechos humanos, y alberga una muestra que recupera y documenta un breve tramo de nuestra historia que ha sido negado o tergiversado. Este espacio es un esfuerzo por mostrar honestamente lo ocurrido durante esa época, al margen de ideologías y con el anhelo de que la reflexión sobre los yerros del pasado pueda ser una vacuna contra los virus de dictaduras y totalitarismos futuros.

Tampoco yo soy la misma. A la distancia, miro a aquella mujer de 25 años con afecto y comprensión, aunque discrepo con sus ideales revolucionarios. Comparto sí su sensibilidad y pasión por los asuntos sociales, así como el empeño en contribuir a que el mundo sea más justo, pero no la fe en cambios apocalípticos. Además, siento la libertad como un valor innegociable y pienso que los medios elegidos para realizar los cambios ennoblecen o corrompen los fines.

Me reconforta el hecho de que en noviembre de 2018 las juventudes de varios partidos políticos convocaran a un acto conjunto frente al Palacio Legislativo para recordar y celebrar el Río de la Libertad del 27 de noviembre de 1983 como un hito “de reafirmación democrática y de movilización popular”. Además, en su breve proclama los jóvenes se definieron “Herederos del legado de libertad, de paz, de justicia, respeto y tolerancia por todas las ideas, de devoción por la legalidad y repudio de todas las expresiones de la fuerza y la violencia”. Para que eso sea posible es imprescindible conocer el pasado, no confundir justicia con odio o venganza y adherir cabalmente al pacto democrático como forma de convivencia y de mejoramiento de la vida de los habitantes de nuestro país.

Margarita Michelini es consejera de la Fundación Zelmar Michelini e integrante de la Comisión del Sitio de Memoria ex SID.