Cuando hace 11 años escribí un obituario sobre Jeanne-Claude, coautora de la gran mayoría de las intervenciones de Christo durante décadas, terminé preguntándome si, sin el aporte de su esposa, el artista búlgaro habría continuado con sus proyectos. Ahora que Christo falleció a los 84 años tengo mi respuesta: no sólo continuó, sino que no cambió un ápice en su grandeur y método de trabajo, honrando así el legado de su pareja (habían pactado que el sobreviviente entre ellos seguiría trabajando) y confirmándose, junto a ella, como el más célebre y posiblemente más estimulante artista site specific del mundo.

La dimensión popular de sus obras (de ahora en adelante hablaré, por comodidad sintáctica, en singular, pero es obvio que en muchos casos subyace un plural que contiene a Jeanne-Claude) fue quizá el elemento más extraño para un artista vinculado en principio a una elite vanguardista –aquel Nouveau Realisme al que fue asociado en su juventud parisina– y que no se retraía frente a polémicas y elecciones difíciles, sustentado por una tensión conceptual notable. Sin embargo, era uno de los artistas contemporáneos más conocidos, sobre todo en los lugares que había tocado con su obra, modificando el paisaje visual de habitantes y ocasionales transeúntes de formas tan radicales que luego de años el recuerdo permanece indeleble, algo verificable en los cientos de mensajes dejados en los comentarios a sus obituarios, en varias partes del globo.

Como con los tajos de Lucio Fontana o el dripping de Jackson Pollock, Christo también se asocia inmediata y casi unívocamente (pese a que, por supuesto, los tres se hayan movido en muchas más direcciones) a un gesto, a una idea: la de empaquetar, embalar.

Nacido en la Bulgaria comunista de los años 30 –la madre era funcionaria de una escuela de Bellas Artes y el padre, gestor de una fábrica de telas–, el jovencísimo Christo Vladimirov Javacheff arrancó su trayectoria abrazando obligatoriamente el realismo socialista en boga en su país hasta que, instalado en Praga, se le abrió otro horizonte. Era el “modernismo”, que había que perseguir fuera de la cortina de hierro: se estableció, como apátrida, en Viena, luego en Sofía, para llegar a Suiza y, a fines de los 50, establecerse en París. En este periplo, pasó rápidamente de pintar retratos para ganarse la vida (fue en uno de estos trabajos que conoció a Jeanne-Claude Denat de Guillebon, hija de un aristócrata militar) a cuadros hechos con envoltorios matéricos mientras, paralelamente, envolvía con papel neutro o plástico y cuerdas pequeños objetos cotidianos.

Al principio se trató sobre todo de frascos y botellas pero, al poco tiempo, Christo pasará a empaquetar muebles, teléfonos, revistas, motos, autos y, en su primera muestra personal de 1962 –sin la colaboración de Jeanne-Claude–, a mujeres vivas y desnudas (siguiendo el gesto simbólicamente sádico-machista, pero a la vez ambiguamente denunciatorio, de la mujer-pincel usado dos años antes por Yves Klein en sus Antropometrías).

Manifestaciones políticas

La veta accionista con su electricidad política siguió con Cortina de hierro (1962), en una conocida calle parisina, Rue Visonti (que había hospedado a ilustres escritores), cerrada sin permisos con decenas de barriles hasta formar barricadas que se hacían eco de las tensiones entre la URSS y Occidente, pero también del conflicto entre Francia y Argelia en pleno desarrollo: significó un pequeño escándalo y el principio de la fama.

La faceta inmediata y rudamente política de estas primeras manifestaciones empezó pronto a suavizarse con propósitos esencialmente estéticos, como declaró la pareja en varias ocasiones: de la fase pregigantista se pueden recordar unas falsas tiendas, montadas con madera y vidrio, cuyos escaparates estaban empapelados impidiendo la visión de su interior en las series de Storefronts.

Por excelencia, el signo de Christo (la pareja rubricó así sus obras hasta 1994 cuando, decididamente “tarde”, empezaron a firmar con ambos nombres) ya era el “paquete”. Así, desde que se radicó en Estados Unidos, a mediados de los 60, buena parte de los proyectos consistieron en empaquetamientos (con diferentes tipos de materiales y colores, según el lugar y el edificio) de monumentos cada vez más grandes e históricamente cargados: por ejemplo, el Fortilizio dei Mulini, una torre medieval (que es, a la postre, lo más antiguo que los artistas intervinieron) y la fuente barroca de la plaza principal de Spoleto, en 1968, o el Museo de Arte de Chicago, “velado” un año después, aunque mantenido abierto al público, generando, por un lado, una doble posibilidad de experimentar la obra, desde afuera y desde adentro, y, por el otro, una orden de los bomberos de desmantelar la intervención por su peligrosidad, orden que no se cumplió.

En efecto, estas alteraciones drásticas de lo familiar, con bultos monstruosos que deformaban, en medio de la ciudad, lo empaquetado y sus alrededores, al principio encontraron resistencias y no sólo administrativas: el caso más impactante fue el de Milán, donde, en 1970, el embalaje con polipropileno claro y cuerdas rojas de las estatuas del rey Vittorio Emanuele II y Leonardo da Vinci fue sacado con anticipación debido a las protestas de los monárquicos y al intento de quemar la cobertura por parte de ciudadanos fastidiados.

Pero no sólo la modificación de productos humanos le sirvió a Christo para operar según el principio de un paradójico “revelar celando”. La otra veta de manipulación del paisaje y la inevitable metamorfosis de su percepción a escala pantagruélica, también se aplicó a la naturaleza desde los primeros años, creciendo exponencialmente hacia la megalomanía: de unos primeros solitarios árboles enrollados en plástico a mediados de los 60, los dos artistas pasaron a Wrapped Cost, Little Bay, Sydney (1969), donde utilizaron 92.000 metros cuadrados de tela y 56 kilómetros de cuerdas –la dupla siempre alardeó de esta especie de mística de los números récord– para envolver dos kilómetros y medio de costa australiana.

El siguiente proyecto, Valley Curtain (1970-1972), propuso un quiebre con la lógica del empaquetamiento, abriendo a otros tipos de cambios, siempre transitorios pero altamente impactantes: poner una cortina naranja gigantesca que conectaba dos montañas en el medio de Rifle, Colorado, como siempre empleando cientos de personas, largos tiempos de negociaciones, know-how técnico de todo tipo. Así se generaron varios otros proyectos que iban perturbando temporalmente el panorama natural, a menudo, dado el tamaño, abarcables visualmente sólo desde el cielo.

Es suficiente mencionar la instalación que más tiempo les llevó realizar: en 26 años, aquel The Gates que preveía más de 7.000 “puertas” adornadas por rectángulos de tela color azafrán (inspiradas en las que se usan en los templos shintoistas japoneses) desparramadas por el Central Park de Nueva York, fue objeto de reacciones de todo tipo, desde las extasiadas a las más ácidas, que canalizaban los sinsabores de parte de los neoyorquinos al ver su célebre parque “violentado”, incluyendo al popular cómico David Letterman, quien dijo: “Cuando me asalta un tipo que se esconde detrás de un arco con cortinas gigantes, ¿en qué agencia de la ciudad debo demandar?”.

Fin provisorio

Envolver el Reichstag de Berlín en 1995, luego de dos décadas de pulseada con las autoridades alemanas, fue otro hito de Christo: excluyó de la vista, volviéndolo fantasmal –el color del envoltorio era aluminio–, un edificio que recientemente había sido reformado y que se proponía como símbolo de la normalización del país luego de la caída del muro. Probablemente, su presencia maciza y a la vez etérea sea uno de los resultados estéticamente más poderosos de los dos artistas, y uno que hablaba de la juventud comunista de Christo y de la opresión sufrida en aquel tiempo en términos culturales.

Uno de sus mantras, de hecho, era proclamar la posibilidad de ejercer una libertad total a la hora de pensar y realizar sus obras, recobrando simbólicamente la que le fue negada al principio por el régimen. Acá entran en juego varias cuestiones que tienen que ver con la otra cara de su arte (que, como los dos repetían a menudo, eran tan centrales para la obra como el producto final): el proceso y, sobre todo, la gestión financiera. Es sabido que era Jeanne-Claude quien se ocupaba de los aspectos burocráticos, de la gestión administrativa con los varios actores involucrados para cada evento, mientras que Christo asumía los estudios, bocetos, dibujos, planes, es decir, el material preparatorio que los artistas vendían para financiar sus proyectos. Ellos nunca recibieron apoyos de instituciones públicas o privadas, nunca participaron en concursos, nunca ganaron becas, y todo el dinero necesario (y era mucho, dadas las proporciones épicas de sus “gestas”) lo sacaron de sus bolsillos.

En este sentido, también se trata de una trayectoria radical con tintes fuertemente románticos, de los artistas impolutos que al pagar todo, en un círculo como el alto art world plagado de sponsors, todo pueden permitirse (o más bien todo lo que lograban a nivel de management): el mismo Christo decía que entendía muy bien estos mecanismos justamente por su formación marxista, y calificaba de emprendimiento capitalista a la realización de sus sueños y visiones artísticas.

Y aunque es comprensible en un sistema tan complejo y perverso como el capitalista, ese afán casi juvenil de independencia a toda costa a veces era favorecido porque, sobre todo a partir de los años 90, sus desmesuradas y cada vez más ambiciosas instalaciones generaban movimientos turísticos importantes, y las eventuales oposiciones de políticos y gestores a una nueva hazaña de la pareja se desvanecían rápidamente, al pensar en las potenciales ganancias.

Por ejemplo, The Floating Piers (2015), la instalación de unas larguísimas pasarelas flotantes sobre el lago italiano Iseo –que permitía al público pasear literalmente sobre el agua, con un cambio drástico de perspectiva del paisaje, en términos de inmersión, y que fue quizá su última gran obra–, en dos semanas generó la llegada de más de un millón de turistas (con quejas por los gastos de los entes locales en la gestión de limpieza y seguridad, pero también enormes dividendos por alojamiento y alimentación).

Así como ocurría con casi todos sus proyectos, algo que en apariencia se desvinculaba del sistema, ya que era una obra pública, gratuita, “sustentable”, democráticamente abierta las 24 horas del día, en realidad alimentaba el mismo sistema que criticaba y la notoriedad, también mundana, que Christo precisaba para poder seguir su camino único.

Más allá de estas contradicciones, por otra parte difícilmente sorteables en el empíreo del arte contemporáneo, la parábola de Christo y Jeanne-Claude es ejemplar: esfuerzos titánicos para instalaciones efímeras, que generalmente duraban entre dos y cuatro semanas. Toda una oda a lo provisional, huidizo y caduco, en un mercado del arte todavía anclado firmemente al objeto perdurable y no a su mera experiencia.