Cuando nació, en 1949, se llamaba Thomas Miller, y, como su admirado Bob Dylan, antes de cumplir 20 años se bautizó a sí mismo en homenaje a un poeta; en su caso, el simbolista francés Paul Verlaine. De niño había estudiado piano y saxo, hasta que escuchó “19th Nervous Breakdown”, la canción de los Rolling Stones aparecida en 1966, y se cambió a la guitarra. Al poco tiempo se fugó a Nueva York para intentar una carrera como músico. Lo acompañaba su compañero de clase Richard Myers. Al primero lo conoceríamos como Tom Verlaine; al segundo, como Richard Hell. Juntos delinearon la actitud y la estética de lo que sería el punk estadounidense, pero Verlaine, además, concebiría al frente de la banda Television una de las obras musicales más bellas de todos los tiempos: el álbum Marquee Moon.

En Nueva York, el pálido, hambreado y elegante Verlaine estaría años perfeccionando sus delicadas y filosas composiciones, con un ojo puesto en el free jazz y otro en la obra de The Velvet Underground, mientras trataba de armar un grupo para tocarlas. Television, la banda, se integró finalmente con Hell, Billy Fica (otro ex compañero de estudios devenido un superbaterista) y el tenaz Richard Lloyd, autoproclamado alumno por transitiva de Jimmy Hendrix. Lloyd se volvió el contrapunto ideal de Verlaine: solvente, creativo aunque pragmático, desafiaba y acataba los dictados del líder, con el que formaron –es una opinión– el mejor dueto guitarrero del rock. No espontáneamente, sino a puro ensayo, Verlaine y Lloyd hicieron canciones en las que intercambiaban roles rítmicos y solistas, se contestaban, competían, encabalgaban, alteraban velocidades y climas, encendían y apagaban riffs inéditos.

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La leyenda dice que fueron ellos, los Television, los que terminaron de montar físicamente las tarimas de la sala CBGB, donde se nuclearon las bandas que cambiarían al rock a mediados de la década de 1970. Lo que sí es cierto es que fueron ellos los que cerraron un trato con el dueño del local para hacerse cargo de la grilla en los días muertos. Así, los domingos en el CBGB pasaron a ser el escenario de los músicos emergentes, con la presencia estable y curaduría de Television.

Aunque muchas de las bandas que tocaban con ellos consiguieron contratos discográficos, los Television, por una combinación de mala suerte, intransigencia, cálculo, fueron los últimos. Tan pasionales aunque mucho más sofisticados que los Ramones, cerebrales pero carentes de la fachada artística de los Talking Heads, innegablemente menos comerciales que Blondie, ellos estaban en el centro de la nueva movida neoyorquina y, a la vez, eran un producto difícil de colocar.

Pero los TV sabían exactamente cómo querían sonar. En los demos que les grabó Brian Eno para Island Records en 1975 sus canciones se escuchan muy parecido a como las grabarían más adelante y bastante distinto a lo que el británico solía producir, aunque, según repetía Verlaine en entrevistas, aprovechó para robarles varios versos y arreglos. Finalmente, con el desprolijo Hell fuera –fue sustituido en el bajo por Fred Smith, de Blondie–, la banda entró a grabar en septiembre de 1976, tras firmar para el sello Elektra. Verlaine, un control freak total, se hizo cargo de la producción, aunque en los créditos figura también Andy Johns (que había trabajado con Led Zeppelin y los Stones, y era hermano del ultrarrockero Glyn, el ingeniero de los Beatles).

No es extraño que lo que registraron en el estudio A&R sea un continuo hojaldrado y consistente: los Television venían tocando y ensayando los materiales de ese disco debut desde hacía tres años, y seleccionaron lo mejor de su repertorio. Es difícil destacar temas en un larga duración tan parejo, pero es indiscutible que hay que darle precedencia al que le da título, “Marquee Moon”, con sus más de diez climáticos minutos (según la versión), el mejor solo del género –de nuevo, es una opinión– y una letra que comienza diciendo “Recuerdo cómo se duplicó la oscuridad / el rayo cayó sobre sí mismo”.

Recibido con entusiasmo por la crítica pero con indiferencia por las masas, Marquee Moon anduvo bien en Inglaterra, donde la prensa musical seguía con atención el mito creado en torno al CBGB, y donde el look de Richard Hell –camisetas agujereadas, pelos parados– ya era el uniforme de los punks de escaparate. En 1978 apareció Adventure, un correcto segundo disco que carecía del sedimento de su predecesor, y al poco tiempo Lloyd se hartó, lo que significó la disolución de la banda. Al año siguiente Tom Verlaine lanzó su carrera solista con un disco homónimo, en el que hacía concesiones al sonido rockero hegemónico –batería maquinal, guitarras comprimidas– y donde ya nadie le discutía instrumentalmente.

Sin embargo, en los años siguientes Verlaine recuperó la fineza, hizo un puñado de discos interesantes (como The Wonder, de 1990, donde canta “volviendo de Stalingrado / cómo nos engañaron / todo es tan triste”) y tuvo algo parecido a un hit (“Cry Mercy, Judge”, de 1987). Cuando les llegó la sequía a él y a Lloyd, que también se había largado como solista, reformaron su antigua banda, que ya había concitado un culto amplio, editaron un gran disco (Television, 1992) en el que volvieron a brillar juntos, y salieron de gira intermitentemente, hasta que Lloyd dijo basta de nuevo y fue sustituido por Jimmy Rip, un viejo compinche de Verlaine (con su propia carrera como músico y productor en el Río de la Plata). Esporádicas bandas de sonido y participaciones como guitarrista emérito salpicaron los años finales del músico.

En la noche del sábado, la noticia de su muerte, ocurrida tras “una breve enfermedad”, fue avisada al New York Times por Jesse Paris Smith, la hija de Patti Smith, con quien Verlaine colaboró en los inicios de la carrera de ambos.

Algo anglopueril

Quizás solo Lou Reed y su entorno hayan hecho más que Verlaine y el suyo por instalar a Nueva York como el centro de una escena que transformó al rock independiente. En Uruguay, el trabajo de Verlaine durante la década de los 80 nos llegó en tiempo real –tras años de “delay” con la música new wave: otro regalo de la dictadura y sus cómplices mediáticos–, principalmente gracias a la difusión que hacían Alfonso Carbone y su equipo desde distintos programas de la FM Emisora del Palacio.

En 1987, además, transmitieron completo y sin cortes el registro de un viejo concierto de Television en el Max’s Kansas City. Lo recuerdo porque lo grabé entero –altri tempi– y el casete resultante giró en “modo continuo” durante los meses siguientes, poblados de rupturas afectivas adolescentes.

Así que cuando Television llegó a Montevideo en 2013, había un compromiso ineludible. La sala de La Trastienda no estaba repleta, pero una concurrencia aceptable se había acercado a presentar sus respetos a las leyendas. Verlaine le pidió al iluminador que se tomara la noche libre y lo que siguió fue mucho más que una celebración de otros tiempos. Durante una hora y media, vivimos dentro de sus solos estructurados como novelas de misterio, nos maravillamos ante la exuberancia de Ficca, y comprobé de cerca la estrategia “menos es más” de mi admirado Fred Smith. Un par de años después, los Television volvieron a la ciudad, pero pensé que seguirían regresando y falté al concierto; ahora es una de las cosas de las que me voy a arrepentir siempre.