Los pueblos suelen replicar en sus plazas y lugares de interés estatuas que abundan en el resto del país, y son pocos aquellos que, con cierta autonomía, dedican un espacio a los personajes locales. En Fernán Núñez, en la provincia de Córdoba, España, una localidad de 9.800 habitantes, no pasa ni lo uno ni lo otro, ya que se rinde tributo a un animal de fama local y también internacional. Su nombre: Moro. Su apodo: “el perro de los entierros”.

A principios de la década de 1960 Moro llegó al pueblo desde no se sabe dónde junto a su responsable, y a poco de arribar su historia comenzó a escribirse. Tras la muerte de su tenedor, el perro quedó a la deriva y comenzó a vagar por las calles sin pena ni gloria, pero con un comportamiento que se repetía: asistía a todas las casas donde había un velorio, y luego acompañaba la marcha fúnebre hasta el cementerio.

Como en todo pueblo, el curioso comportamiento del animal comenzó a ser objeto de elucubraciones, y en poco tiempo todos se habían enterado. Lógicamente, existían admiradores y detractores de tal conducta. Algunos agradecían la compañía del animal en momentos complicados para las familias afectadas (por ende, lo alimentaban y lo acariciaban), mientras que otros lo echaban rápidamente ya que, al parecer, si el perro rondaba alguna casa probablemente la muerte también estaba próxima a llegar.

La leyenda trascendió las fronteras del pueblo cordobés y recorrió la provincia entera, se extendió luego por España y, por último, canales y periódicos internacionales se hicieron eco del asunto. Era tal la notoriedad del asunto que muchos intentaron encontrarle dones sobrenaturales al cuzco. Algunos relacionaban el comportamiento con lo atractivas que resultan para un perro vagabundo las aglomeraciones, ya que allí es más probable recibir afecto y, sobre todo, comida. Pero los que creían en la intuición de Moro desechaban esa hipótesis porque el perro no asistía a bodas, bautismos ni a cualquier otra actividad colectiva que reuniera las mismas características que un velorio.

La razón por la que Moro acudía a los hogares momentos previos a que la muerte hiciera su trabajo dividía aguas en el pueblo, hasta que la superstición le ganó a la razón y terminó con la vida de Moro. Una noche de 1983, un grupo de personas le propinó una paliza y lo dejó tirado en la calle.

Años después un lugareño sumó información que hasta entonces se desconocía. Contó que por aquel entonces un amigo suyo trabajaba en el ayuntamiento de Fernán Núñez y que entre sus tareas estaba colocar un banderín en la puerta de las casas donde alguien fallecía, con el fin de informar a los vecinos que allí se estaba velando a un difunto. Este funcionario se cruzaba bastante seguido con Moro y comenzó a alimentarlo, sin darse cuenta de que mientras lo hacía colocaba la señal mortuoria en distintas direcciones.

Moro rápidamente asoció la presencia del banderín con esta persona que le daba de comer, y cada vez que veía una simplemente se dirigía hacia allí y esperaba obtener algún bocado. Al mismo tiempo, los asistentes a los velorios reforzaron la conducta, ya que muchos también comenzaron a alimentar al perro que se apostaba a la entrada, como montando guardia.

El relato, aunque simple y lógico, no sólo explica los motivos por los cuales el perro se acercaba a los velorios y luego al entierro (si alimentás a un perro, generalmente te sigue por un rato), sino que también aclara por qué Moro iba exclusivamente a ese tipo de reuniones. En otro lado no había una bandera afuera que garantizara una ración.

Fue recién en 1995 que el ayuntamiento de Fernán Núñez colocó una estatua en un parque en homenaje a Moro, “el perro de los entierros”.