“Pendenciero, inconforme, desesperado”: así se autodefinió una vez Harlan Ellison, que murió el jueves, a los 84 años. Escritor de ciencia ficción, pero también de temáticas aledañas y guionista televisivo, fue sobre todo el compilador de una antología memorable, que cambió la percepción que se tenía sobre la ficción especulativa.

Visiones peligrosas apareció en 1967, año en que la psicodelia copó la dirección de la cultura juvenil en el mundo anglo. Para la recopilación, Ellison pidió material original a 33 escritores de ciencia ficción destacados, pero todavía no muy conocidos por el gran público y, sobre todo, que aún no eran vistos como parte de una renovación del género, a pesar de que sus trabajos individuales se despegaban claramente de las tendencias de las décadas anteriores. La antología fue un éxito de público y crítica; fue premiada como tal y también por partes, ya que muchos de los autores recibieron distinciones por sus contribuciones particulares al libro. Pero, sobre todo, Visiones peligrosas condensó la idea de que había una new wave, una nueva ola de escritores de ciencia ficción que se habían animado a introducir ingredientes más contemporáneos en el molde tradicional de la aventura espacial y las máquinas atemorizantes: el “espacio interior” y los nuevos tipos de relaciones afectivas, en el caso de JG Ballard; el sexo, en el caso del propio Ellison; la identidad de género y la especulación lingüística, en el de Samuel Delany; la paranoia como elemento de supervivencia, en el de Philip Dick.

En 1972, Ellison publicó Visiones peligrosas otra vez, una compilación aun más extensa que la anterior, en la que incorporaba a autores más jóvenes pero tan brillantes como los de la primera camada, como Ursula Le Guin y Joanna Russ. Además, si para la primera antología había conseguido un prólogo admirable de Isaac Asimov, ya todo un prócer vivo del ambiente cienciaficcionero, para el segundo tomo tenía aportes del consagrado Kurt Vonnegut y del patriarca Ray Bradbury. El compilado también fue exitoso, aunque no tanto como el original, y Ellison se puso a trabajar en un tercer volumen, que al parecer llegó a redondear bastante, pero que todavía sigue sin publicarse, lo que le valió disputas con los autores que habían comprometido material inédito.

No fue la única polémica de una vida marcada por los sobresaltos. Vinculado con Hollywood como adaptador y guionista, también en 1967 Ellison escribió el que para muchos es el mejor capítulo de la serie Star Trek, “The City on the Edge of Forever”. Le mereció el Premio Hugo, pero cuando hizo el discurso de aceptación lo dedicó a “la memoria del guion que asesinaron y en respeto a las partes que tuvieron la fuerza para brillar más allá del achuramiento”. A pesar del disgusto por el toqueteo a su guion, Ellison mantuvo su nombre real en los créditos, en lugar de cambiarlo, como acostumbraba hacer en sus múltiples trabajos de menor calidad, por el pseudónimo Cordwainer Bird, que a su vez era una guiñada a su colega Cordwainer Smith.

Ellison, por si no queda claro, fue también un escritor hecho y derecho. Su cuento “¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-tac” (1965), una distopía en la que la agenda estricta gobierna y toda una vindicación de la impuntualidad como acto político, recibió los máximos galardones en el ámbito de la ciencia ficción, y su guion de 1964 para un episodio de la serie The Outer Limits (conocida como Rumbo a lo desconocido en nuestra región) puso en un aprieto a los abogados del director James Cameron, por haber sido bastante más que la inspiración de Terminator (1984). Quizá su obra mayor esté, sin embargo, en los límites de la ciencia ficción y el horror: su cuento “No tengo boca y debo gritar” (1967), también multipremiado, tiene como protagonista a una supercomputadora que cobra conciencia de sí misma y decide exterminar a la raza humana, con excepción de cinco personas a las que mantiene con vida para torturar, como puras mentes sin cuerpo, durante el resto de la eternidad.