La obra de Marosa Di Giorgio (Salto, 1932 - Montevideo, 2004) no sólo desafía toda proscripción de la autonomía literaria, sino que, de hecho, la consagra, la sacraliza, en el sentido de que su mundo poético no se propone como el producto de una operación literaria, sino como un destino ineludible. Lo que para Josefina Ludmer constituye un momento histórico en proceso de desaparición, que –sin convencer en absoluto– denominó “literaturas posautónomas”, para poetas como Marosa Di Giorgio es la condición de la existencia de un mundo poético.

Lugar de infancia

El mundo que se da en sus textos no se presenta como el resultado de una escritura, ya que, de alguna manera, estos elaboran un doble plano de intensidad según el que “aquel siempre sería anterior a esta”. Este es un aspecto fundamental de la apología mítica que entraña la obra de Marosa: habría una realidad trascendente y originaria, portadora de su propia legalidad, que surgiría en la infancia pero que la excedería, que la señalaría con el mayor énfasis y que, al mismo tiempo, la superaría en el propio acto de afirmarla.

El lugar marosiano no es en sí mismo la infancia. Más bien se trata de un topos fundado en ella pero que nunca proyecta al tiempo infantil como eslabón de una sucesión lineal y evolutiva capaz de conducir a su negación, es decir, al mundo adulto desde el que se la evoca. Por eso, más que una evocación, la infancia de Marosa es una convocación.

A lo largo de su obra poética reconocemos a un sujeto evocador que se hunde en un tiempo que oscila entre la niñez y una primordialidad que la contiene y la sobrepasa, en tanto se entrega a las estrechas alternancias y hasta a fusiones de “todos” los tiempos. El resultado mundano de sus textos no ocurre dentro de un tiempo subsumido en el orden de la sucesión. Precisamente, para Ricardo Pallares, “la temporalidad [de su poesía] tiene siempre algo relativo al pasado, cuando no lo es decididamente, pero carece de sucesividad, de congruencia lógico-cronológica, de articulación”.

En ese sentido, la temporalidad de la infancia y la temporalidad adulta no se tocan: se confunden en las alternancias que configuran estos abigarrados conjuntos de secuencias. Así es que surge la idea de “inenarrable”, palabra que aparece en varios de sus poemas y que la autora emplea en entrevistas. Ese carácter “inenarrable” es consecuencia de la inefabilidad de la experiencia del retorno, frente a los requerimientos y convenciones de un relato. Esto representa una disociación fundamental: al ser revisitados, la casa y el campo de la infancia generan una vivencia que no puede traducirse en narraciones plenas. Dentro de esta fractura general entre el lenguaje y la experiencia, Marosa se resiste a proyectar esas vivencias en estructuras pautadas por modelos narrativos que violentan la difracción de la sucesividad de los tiempos. Dicho de otro modo: la “inenarrabilidad” no es producto de imposibilidades técnicas, de incompetencias frente a ciertos códigos, sino que obedece al dramatismo ontológico que surge de una poética de lo sublime, aplicado al mundo de la infancia.

La complejidad del mundo poético de Marosa se pone de manifiesto cuando, de pronto, encontramos textos en los que la “posición” infantil es inmediatamente relativizada por procesos de pensamiento, experiencias de la sensibilidad, de la imaginación y del léxico difícilmente atribuibles a un niño o a un adolescente. Aunque limitar el conjunto de su creación a la evocación adulta de un pasado remoto y perdido termina por convertirse en una reducción, que no resiste la mínima justificación a la hora del análisis.

Si bien en los poemarios de la década del 50 muchos de los textos son, en rigor, cuentos líricos, la orientación al recuerdo tiene cierta prioridad, y, en verdad, la evocación nunca termina de retirarse de Los papeles salvajes: se da mediante significantes que se orientan al desplazamiento temporal-existencial del sujeto poético, construido como sujeto deseante.

Este dar el tiempo de ayer como efectivo tiempo de ahora cobra una dimensión que se desenvuelve, por ejemplo, en los poemas de Historial de las violetas (1965). Pero la potencia no radica en la sustitución de un tiempo por el otro, sino en esa extraña convivencia que va de una a otra composición, y, de forma aun más trabada, habita el interior de un mismo texto poético. Por ejemplo, poemas como el número 4 de Historial... ofrecen un sentido de acontecimiento presente, de vivencia que, en su enunciación, se conforma como un punto de actualidad, de fuga al pretérito y de recuperación simultáneos:

“Es la noche de las azucenas de diciembre. A eso de las diez, las flores se mecen un poco. Pasan las mariposas nocturnas con piedrecitas brillantes en el ala y hacen besarse a las flores, enmaridarse. Y aquello ocurre con sólo quererlo. Basta que se lo desee para que ya sea. Acaso sólo abandonar las manos y las trenzas. Y así me abro a otro paisaje y a otros seres. Dios está allí en el centro con su batón negro, sus grandes alas; y los antiguos parientes, los abuelos. Todos devoran la enorme paz como una cena. Yo ocupo un pequeño lugar y participo también en el quieto regocijo. Pero, una vez mamá llegó de pronto, me tocó los hombros y fueron tales mi miedo, mi vergüenza, que no me atrevía a levantarme, a resucitar”. Historial de las violetas (1965)

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

Aquí podríamos utilizar el concepto de relato simultáneo, según el cual los hechos representados son simultáneos con los del tiempo del enunciador y no anteriores a él. Pero este enfoque ya no es atendible cuando, de pronto, asoma la ambigua mención de “los antiguos parientes”, cuya antigüedad se deja leer con una significación doble: “antiguos” por la vejez intrínseca de los abuelos, pero también “antiguos” con relación a la fisura temporal que entabla ese tiempo sospechosamente presente del enunciador. En el párrafo siguiente, la aparición materna ya se da bajo la conjugación del pretérito, como si la presión evocadora desplazara los hechos al presente, y estos denunciaran su existencia confinada en el pasado.

Esto se da, por ejemplo, en “Es la noche de las azucenas de diciembre [...]” con “una vez mamá llegó de pronto”, lo que arroja un efecto de ambigüedad, de indecisión y de apertura. En otras palabras, una doble voz temporal, que surge de un mismo sujeto, instala un plano temporal único del discurso. Se trata de la destrucción de un borde por parte de una poética del exceso, de una acción “irresponsable” por parte de esta “mimesis inhumana”, como acertadamente afirmó Roberto Echavarren. Semejante desborde remite al desprendimiento de los límites terrenales como producto del deseo de infancia, como aventura desmedida que es capaz de articular el pasaje de lo sublime a lo siniestro. En este sentido, Echavarren plantea:

“Una de las aventuras eufóricas, en Marosa, es la del vuelo. Es una posibilidad olvidada que resurge. La posibilidad de vuelo es una convicción infantil descartada por el adulto. Por lo tanto, y como afirma Freud, el devenir niño y la experiencia de lo siniestro se implican. Lo siniestro, según Freud, sería el resurgimiento de una creencia infantil. Lo que antaño resultó familiar, y que de algún modo sigue siéndolo, el adulto lo experimenta como no familiar”.

Esto se le hace patente a Echavarren con referencia al pasaje de un poema de La liebre de marzo (1981):

“Olvidé el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volvía a olvidarlo. Después, con la frecuencia, me vino cierta alarma. En el momento preciso, cuando todos duermen, salgo al cielo... Aunque no hay nadie, saludo, me río, hablo. Y también tengo zozobra, vergüenza, porque ¿qué es esto? ¿qué me sucede?”.

Con la “zozobra” y la “vergüenza” irrumpe la inestabilidad del tiempo existencial adulto, al mismo tiempo que se define el lugar de lo siniestro. En Los papeles salvajes no habrá infancia capaz de huir de ese lugar, por más que la enunciación se instale en el nomadismo. Y desde ese nomadismo se escribe la tensión dramática de una vigilia, de dos tiempos separados: el de la hora en que los demás duermen y el del retorno al vuelo de un tiempo perdido, un tiempo que ya no corresponde ser vivido. En la conciencia de esas diferencias surgen las dos preguntas sin respuestas.

Polifonía

Los textos de Marosa impugnan tanto la homogenización de una voz como el reparto de la alteridad en esferas autónomas y de contornos discernibles. Por eso, la voz adulta que “evoca” la infancia no termina de ejercer su opresión enunciativa pero tampoco de retirarse, ya que se vuelve tan interferida como presente. A propósito, en Crónica de Berlín (1950) Walter Benjamin rememora su niñez en las calles de la ciudad. Al observar décadas después las fachadas de las casas de ayer, no deja de constatar la dura diferencia: “pero no me encuentro con mi propia infancia al mirarlas”.

Si bien la palabra adulta se encuentra habitada a priori por la otra, o, en cierto modo, deconstruida por una pulsión discursiva infantil, emerge de continuo: sintaxis gramatical del enunciado y de la narración, piezas léxicas, pausas impertinentes para una competencia adulta o infantil son puestas en evidencia en otras partes de sus textos; repertorios tropológicos, giros coloquiales adultos o infantiles vienen a denunciar una complejidad “salvaje” que subvierte las jerarquías y los órdenes del discurso. No hay una estabilidad ni una frontera segura: Los papeles salvajes son, en definitiva, la liquidación de ese territorio. Otro tiempo-lugar en el que vivir, que no es ni uno ni otro tiempo de existencia, sino una dimensión compleja que los comprende y los refunda mediante la energía que consagra al mito individual y familiar, o sea, el de la colectividad mínima. La gran colectividad está ausente: la palabra del mundo poético de Marosa es mítica, pero sin una colectividad que asegure la representación y la paráfrasis, es opaca e idiolectal: no admite el canje ni la disolución entre los otros del mundo.

Para Alain Badiou, el poema es “un pensamiento impensable”, “un pensamiento que no se puede separar como pensamiento”, un pensamiento que efectúa la infinitud de la lengua, y que entonces tiene “el poder de fijar eternamente la desaparición de lo que se presenta”. En esa dirección, cabe arriesgar la idea de que si en una poesía como la de Marosa la discrecionalidad de la voz, de una voz, ha sido saboteada de antemano por su propia implosión, por el asalto conjunto con otra voz que debía perderse pero que aparece, y de ese estallido resulta una pluralidad nacida en lo doble, en lo triple o aun en más (capas de infancia, capas adultas, de la adolescencia) sólo queda un descontrol del logos y una profundidad innombrable de esa potencia: el pensamiento que no se puede pensar. Los papeles salvajes son, así, un lugar privilegiado de ese poder poético que se ejerce sobre la infinitud de la lengua pero que no se puede nombrar porque no hay pensamiento que lo abarque.

Ilustración: Ramiro Alonso.

Ilustración: Ramiro Alonso.

Como consideración final de esta circularidad de emergencia y declinación del discurso de infancia, transcribo un poema de Mesa de esmeralda (1985):

“Me encontré una cometa tendida en el suelo. Pareció hecha con papeles lunares. Tenía piedras brillantes. Y dientes.

Se reía, hablaba. Vi sus teclas y botones luminosos.

Quise huir de ese comentario de trasmundo. Y bridas, hilos, me perseguían. Hasta que pude librarme. No obstante, una lagartija o flecha iba delante de mí.

Cerré la puerta con furia, me dormí llorando. Soñé. ‘Vete al Cielo, al Demonio’ ‘¿De dónde viniste?’.

En el alba volví cautelosamente, al sitio ya solitario. Las plantas de té abrían camelias rosadas y quietas. Y parecía que nada hubiera pasado”.

El poema cuenta con la forma de una evocación, pero, entre otros componentes, el tratamiento del objeto infantil (una cometa) mediante la mágica atribución de vida propia (que emprende una “persecución”), y hasta de la palabra, que anuncia las posibilidades de la prosopopeya, no son presentados sólo como aquello que la niña vio. El texto no presenta sólo una cita de “aquel” léxico de la infancia –un lenguaje domesticado por la distancia escrita del tiempo adulto–, sino una persistencia válida de ese léxico en el “ahora” del enunciador. Y estas marcas coexisten inquietantemente con el devenir de otras. Expresiones como “Quise huir de ese comentario de trasmundo”, o “En el alba volví cautelosamente, al sitio ya solitario”, pero también conectores como “No obstante” representan, para el lector, un alejamiento de las primeras marcas: son la señal del repliegue de la voz niña, de su casi enmudecimiento. Del mismo modo, el repertorio preciosista del comienzo, con el temor de la niña que se libra de los hilos y las bridas pero no de los sueños pesadillescos, procede a situar la ominosa insuficiencia de la voz adulta, que no termina de apagarse ni de encenderse, ni de expulsar lo siniestro de la coexistencia que la constituye, ni de ser pensable la potencia de lo que producen ambas voces mediante la reducción a una idea. Una voz siempre es la habitación y el huésped perpetuo de la otra, y viceversa.

Una versión de este artículo fue publicada en Cuadernos LIRICO, revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia.

Hebert Benítez Pezzolano es profesor universitario, ensayista, investigador de la obra de Marosa Di Giorgio, director del Departamento de Literaturas Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.