Aún sobrevive en ciertos andurriales de la literatura esa suerte de enfrentamiento entre el cuento y la novela, oposición de etiquetas, formatos y extensiones que se sedimenta en la destreza del escritor y la preferencia del público lector, como si la práctica de la lectura debiera encasillarse permanentemente en compartimentos estancos para facilitar el orden, la comodidad y la tarea de críticos, docentes, editores y libreros. Y de la mano de esa dicotomía inútil llegan los juicios categóricos en base a trasnochadas escalas de valores: Ernest Hemingway es mejor cuentista que novelista; Graham Greene es mejor novelista que cuentista; el arte de Juan Rulfo brilla en la forma breve; lo más logrado de Ricardo Piglia se encuentra en sus diarios, y otras idioteces similares que, de tanto repetirse en notas, papers, talleres literarios y coloquios de literatura, se terminan fijando en una suerte de imaginario que flota como una nube de densa ventosidad sobre el arte de escribir ficción. Por fortuna, para apagar tamaños cacareos, desestabilizar mapas y esquemas y, por qué no, para subrayar el valor del cuento como destacada forma literaria, dos por tres aparecen obras que patean el tablero de las resobadas convicciones.

La reciente publicación en Uruguay del libro Dinosaurios en otros planetas, de la escritora irlandesa Danielle McLaughlin, constituye una doble rareza: la aparición de la obra de una autora desconocida por estas latitudes, traducida por primera vez al castellano, en un panorama editorial local demasiado atento a los innúmeros fuegos fatuos autóctonos, y la propia puesta en circulación de un libro de cuentos, bellamente editado (a lo que contribuyen las ilustraciones de ca_teter que lo atraviesan) y que viene a subrayar el oficio, la destreza y el compromiso sobre la forma de un arte nada menor.

Once historias

En el plano más visible de los hechos, McLaughlin es una gran contadora de historias que se ciñe a un modelo convencional en la estructura del relato, en el que las tramas avanzan de forma lineal y en el que un golpe de efecto estampa el sentido último o lo desvanece en un final abierto, generalmente descorazonador. Los personajes que pueblan Dinosaurios... atraviesan momentos bisagra de sus existencias, a sabiendas o no, deslizándose por la delgada línea de hielo de la cotidianeidad, en la que un paso en falso o un pisotón abrupto pueden propiciar la dolorosa caída. Lo sabe el protagonista de “Junto al río salpicado de garzas”, que debe lidiar con los desajustes mentales de una esposa con hija a cargo mientras la rutina laboral y una cuñada que lo detesta lo impulsan a la acción, así como el personaje central de “El arte del vendado de pies”, que mientras asiste a la concreción de una estrambótica tarea escolar de la hija adolescente, desmenuza las señales que indican que su esposo la está engañando con otra mujer. En ocasiones, la omisión de un dato central en la biografía del protagonista es presentado por las reacciones que el hecho genera en los otros, como ocurre en el inquietante “A quienes combato no odio”; o la secuencia de situaciones que se narra adopta el limitado punto de vista de un personaje, tal como sucede en “La noche del zorro plateado”, relato en el que los sucesos desfilan ante los ojos del empleado de un vendedor de abono de pescado cuando ambos arriban, en un destartalado camión, a una desolada granja en medio de la nada para cobrar una deuda.

McLaughlin emplea con destreza el arte de la elipsis, vuelve sobre determinadas situaciones para presentarlas bajo una nueva luz o construye elaboradas descripciones que adensan los ambientes por los que se mueven los personajes. Así, por ejemplo, se lee en “No eran laureles de jardín”, cuento ambientado en una villa cercana a Roma: “Había una fuente en el medio de la plaza frente a la estación: tres cabezas de cobre sobre un pedestal de mármol. No sugería honor, sino represalia, con las cabezas decapitadas puestas a rayo del sol y las bocas un poco abiertas, como si hubieran gritado cuando llenaban el molde. Lily se acercó y metió los brazos en el agua, los remojó una y otra vez, dentro y fuera del agua en la que flotaban colillas hinchadas como larvas panza arriba”. O en “Un país diferente”: “Era casi demasiado hermoso, pensó, los colores eran demasiado puros, la luz demasiado fantástica. Se parecía a manejar por el paisaje de un juego de computadora”. O en “El olor de las flores muertas”: “La habitación parecía lastimada, había una sensación de daño ocasionado por un sinfín de diminutas escaramuzas a lo largo del tiempo”.

Traslación

Permítaseme cerrar este balbuceo sobre tan buen libro con unas palabras acerca de la traducción, emprendida con destacado oficio por la escritora salteña Rosario Lázaro Igoa. En vez del ibérico “tú”, los personajes de Dinosaurios... hablan de “vos”, insultan con “trolo” o “boludo” o preguntan “¿me estás jorobando?”. La incorporación de estas uruguayeces a la obra mediante el proceso de traslación, lejos de entorpecer la lectura o dificultar la aprehensión de significados, le otorga un renovado sentido a todo el conjunto, al tiempo que se posiciona como un fortín frente a las hegemónicas traducciones ibéricas, a las que nos hemos acostumbrado los lectores de literatura mayormente publicada en España. O sea que si en otros libros podemos enfrentar impávidos un “maldito bastardo” o un “hijo de perra”, en nada debería alterarnos el encontronazo casual con un “sorete”, una de las palabras más precisas y sonoras de las que dispone nuestro manoseado idioma.

Dinosaurios en otros planetas, de Danielle McLaughlin. Montevideo, Alter ediciones, 2020, 224 páginas. Traducción de Rosario Lázaro Igoa.