¿Qué nos puede decir, en esta época de posts, likes, pics, lives, apps, buffers, captions, selfies, spam, diggs, twitts, memes, hangouts, stories, tiktokers, trolls, wasaps, emojis, haters, followers y toda la parafernalia comunicacional virtual diaria, que conforma en su propia lógica un culto permanente al presente, a la más omnisciente inmediatez, la lectura de una serie de textos escritos a caballo entre el primer y el segundo siglo de la era cristiana por el máximo sacerdote del Oráculo de Delfos que, además, como de pasada, se constituyó en una de las plumas más importantes de la literatura helénica?

Trazar la enorme influencia de Plutarco (50 aprox.-120) en la cultura occidental excede las pretensiones de un articulito de esa laya; bastaría sólo con remitirnos a las Vidas paralelas, ese compendio de biografías de notables griegos y romanos enfrentadas (Alcibíades/Coriolano, Alejandro/Julio César, Foción/Catón el Joven, Pericles/Fabio Máximo, etcétera), destinado a rastrear las cualidades distintivas forjadas en sus respectivos caracteres y que se constituyó en un género en sí mismo. Hijo de una pudiente familia de Queronea, Plutarco estudió filosofía, matemáticas y retórica en la Academia de Atenas, se granjeó la amistad (y la protección) de algunos poderosos de la época, fue magistrado y embajador de su tierra natal en territorios extranjeros, viajó incansablemente, escribió muchísimo y, según cuenta Artemidoro de Daldis en su Oneirokritiká, al morir subió al cielo conducido por el mismísimo Hermes. Todas las actividades antes referidas aún le dejaban tiempo a Plutarco para convertirse en el sacerdote mayor de Apolo en el Oráculo de Delfos, donde interpretaba los augurios de las pitonisas, recibía a importantes personalidades de la época que caían por el lugar y escribía los llamados “diálogos píticos”, algunos de los cuales integran el volumen que acá se comenta.

Sobre los oráculos, un libro bellamente publicado por José J de Olañeta, cuyo frondoso fondo editorial se abre a los más recónditos confines del pensamiento, con especial atención al mundo antiguo, compila tres diálogos que, según aclara el traductor y presentador Plácido de Prada, no necesariamente fueron escritos en el orden en que aparecen, a saber, “Por qué cesan los oráculos”, “Por qué la Pitia no da sus oráculos en verso” y “Sobre la misteriosa ‘E’ que hay en Delfos”. La cuestión cronológica de la escritura es acá un tema menor, porque los tres diálogos hablan del mismo fenómeno, aunque abordándolo desde ópticas diferentes, y porque en todos los casos el tema de las respuestas que ofrecen las deidades a las preguntas de los mortales permite abordar los más variados asuntos.

El disparador del primer diálogo, el más extenso y diverso por la cantidad de personajes que interactúan y los asuntos tratados, se desarrolla a partir de la llegada a Delfos de Demetrio el Gramático, que regresa de la Gran Bretaña a Tarso, su patria, y Cleómbroto de Lacedemonia, que está de vuelta de un largo viaje por Egipto. En la conversación, durante la cual Plutarco oficia a ratos de testigo y a ratos como la voz cantante, y en la que aparecen otros interlocutores como Heracléon de Mégara y Dídimo, apodado Planetaida, la discusión sobre el alcance de las cualidades adivinatorias de las deidades se disgrega en variados tópicos, como si nada en el universo conocido y en su oculta contracara pudiera quedar fuera del interés de los hombres que conversan en Delfos. En una respuesta a Demetrio, el propio Plutarco capta la vastedad y el misterio real al que se enfrentan los individuos al afirmar que “si en la naturaleza no hay un único hombre, ni un único caballo, ni un único astro, ni una única deidad, ni un único daimon, ¿por qué tendría que haber un único mundo? El que objete que no hay más que una única tierra y un solo mar no distingue en esos objetos una similitud de partes que es evidente. Dividimos la tierra y el mar en varias partes que llevan ese mismo nombre; pero ninguna parte del mundo es el mundo en sí, puesto que está compuesto de substancias de naturaleza distinta”.

El segundo diálogo se desarrolla a través del intercambio entre Basilocles y Filino, y aunque el asunto reviste una apariencia más formal (“Diogeniano ha comentado que siempre le había asombrado bastante que los versos de los oráculos fuesen tan malos”), la vastedad de los puntos de vista que se suman a la conversación termina entroncando la polémica con la propia figura de la pitia (“una mujer de campo, elegida por la virginidad y receptividad de su alma, y que, si bien es capaz de transmitir por inspiración un conocimiento que da respuesta a una incógnita vital, únicamente puede hacerlo siempre que se cumplan unas condiciones rituales”, tal como la define Plácido de Prada) y la necesidad que los hombres tienen de los oráculos. El tercer diálogo es el más breve y, también, el más metafísico de los tres, introduciéndose en el sentido mismo de la búsqueda espiritual que lleva a alguien hacia el oráculo. La respuesta está en Sócrates, cuya archiconocida frase “Conócete a ti mismo” podía leerse en la mismísima entrada del templo de Apolo en Delfos.

En la actualidad, aunque aplastada por la red de artilugios comunicacionales que ha convertido a nuestra existencia en un perpetuo flujo de inmediatez, la pregunta sobre el futuro que atañe a cada ser sigue latiendo, con la misma fuerza que impulsaba a los peregrinos a viajar miles de kilómetros rumbo al Oráculo de Delfos. He ahí la insoslayable vigencia de este libro.

Sobre los oráculos. De Plutarco. Barcelona, José J de Olañeta Editor, 2007. 224 páginas. Traducción de Plácido de Prada.