Cinco veces se le salió el hombro. Si vos lo vieras correr... Esas camisetas de ahora, medio ajustadas; la de Uruguay, la blanca. Allá se va otra vez. Le tiran cada viandazo...

Claro, Darío le saltó como si estuviera saltándole al Loco Abreu. Doble ritmo y sustancia. Codo a la altura de los astros. Andrés, con una rodilla hundida en el omóplato, siente cómo el hombro se le empieza a salir con el golpe y se le termina de salir con la caída. Darío dice que no, pero está cobrado. Andrés se acomoda las partes y la pide. Darío abre los brazos, el juez contesta, se enfría el tiro libre. Se aplica la carpeta, ¿se entiende? El orden ahora es fundamental. El que tiene el tiro libre no sabe si esperar el silbato o si esperar siquiera, pero no se rescata hasta que le avisan. Toca en corto y busca la pared. Darío ya ordenó al resto; vieja escuela. El Cheto, sin embargo, se dispone a un nuevo ataque. Si no se la das al Chino viene a buscarla y te la saca de los pies para encarar. Pero el Cheto cuelga el mentón, como que afila el olfato, levanta la cabeza y ve más allá: indica con la cabeza el movimiento. Con la pera lleva la jugada, arquea las cejas. En el empeine está la cosa. El Chino se desespera como Caniggia pidiéndosela a Diego en Estados Unidos 1994.

En la celda de Carlos son nueve para dos camas. Se duerme de a dos o como pinte. La pasamos chiche, dice. Carlos se ajusta unos botines que hablan y dice que ahora sí, que el lunes pasado se fue con los pies hechos pelota. Se junta con Andrés en una doble pared contra el tejido. Vuelan piedritas. Darío tiene los tres dedos aceitados. Una patada de campeonato que traslada la jugada de un lado a otro de la cancha en unos segundos. Cuando el tiempo de los ojos se alinea con el del balón, David ya la está peleando, Goliat son tres o cuatro rivales. Es como Messi contra los islandeses pero con visera. Me hace acordar a un tal Pablo. Abre los brazos y la pisa lejos de piernas ajenas; de espaldas al arco es mundial, mira de reojo mientras la cubre. Se acomoda la gorra antes del gesto y la impulsa con el revés hacia el vacío para que Robert se la encuentre, se cruce con el golero en un instante épico y pida penal por la arremetida. El árbitro niega con la cabeza, el silbato no se despega de los labios, con el índice marca el tiro de esquina desde el córner que da al módulo 6. Dos cabezazos en el área es gol; tres es suspenso. Robert ensaya una chilena. Alguien le dice que está viendo mucho a Cavani. Es un partidazo. El Mundial nos infla los pulmones, sale en forma de vapor por las comisuras. El Pato sale con un caño del área, después la pierde, se corre una lágrima que en realidad está tatuada, la jugada termina contra el alambrado. De un lado ordena el Bebe; del otro, el Tatú. Saber defenderse es la premisa; después somos todos delanteros pichones de Suárez. Qué lástima que el Maestro no esté mirando. El otro Carlos verá la segunda fase en la lleca –imaginate si valen los tres puntos del debut–. A Andrés todavía le queda condena, es que recién cayó por segunda vez, casi consecutiva. Cuatro meses suelto le alcanzaron para zarparse. Cuando salía del comercio aún con el casco puesto, su compa y la moto ya no estaban. Los del PADO lo estaban esperando. Andrés volvió a entrar: no le quedaba otra que entregarse. El comerciante entiende que el miedo es recíproco. Lo acompaña en la salida y pide piedad. Se lo llevan caminando a la comisaría del pueblo; lo que sigue después durará años. Se acomoda el hombro nuevamente, y nuevamente la pide. La camiseta de Uruguay le queda pintada.