Del almanaque de la vida se cae una foto. Es una tarde en el Parque Central, casi lleno en su aforo de hace 35 años. Ahí está en primer plano José Ignacio Villareal, el héroe de la tarde y del campeonato. Reviso entre la cincuentena de rostros que rodean al goleador y, junto a mi héroe –hermano- campeón, Ruben Borda, aparezco en la historia de esa gloria que conocí ese día y que extenderé en el tiempo hasta el fin de mis días.

Parece que mientras esté en este asunto de teclados, micrófonos y concatenación de vocablos, nunca cejaré en el esfuerzo por hacer imperecedera la más grande hazaña -hasta estos días- de un club participe en alguno de los países que alguna vez hayan sido campeones mundiales de fútbol.

Central Español campeón Uruguayo 1984, casi con el mismo plantel que un campeonato atrás, la temporada de 1983, había sido campeón de la B y logrado el ascenso después de un montón de años.

El grupo

Un montón de jugadores que se había criado allí, entre los canteros de la avenida Américo Ricaldoni, en los pastitos del Parque Batlle bordeando el Parque Palermo y, por fin, algunas mañanas o tardes en la siempre pelada cancha centralófila.

Un rejuntado de futbolistas que fueron llegando de otros cuadros de la A y de la B, y que a través de la terapia de aquel destartalado vestuario de agua fría y shampoo garroneado, y de esa fragancia única que combina el agrio gusto de los harapos diarios, de las vendas sucias, del barro hijo de gastados tapones, de la leña de la caldera, de los perfumes y geles y cremas que re-pillados asomaban de las botineras(las originales, las carteritas para llevar los zapatos de fútbol), mientras sonaba el casete del Chino o del Hétor con la Borinquen o la Palacio, se hicieron campeones de la vida primero, para recién después ser campeones de fútbol.

Un plantel que construyó con sus piernas, sus sueños y sus ilusiones, el hito histórico de un club de fútbol que anda correteando la pelota desde 1906.

1984

En la calle Diego Lamas, a 80 metros del portón del Parque Palermo, hay una casa que, como todas en esa zona, por alguna resolución municipal, tiene un retiro de dos o tres metros desde que termina la vereda hasta la puerta de entrada o del garaje. Es mi casa paterna. Durante una década, después de clases o del almuerzo, un segundo después de que sonasen las campanitas que denunciaban la apertura de aquella puerta, reportaba a diario una salida que para todos era conocida: “estoy en el Palermo”.

Fueron muchos años de tardes de sábado galvanizando el umbral de la frustración deportiva de aquel niño.

Muchas tardes de práctica sin resultados de aquel joven adolescente, muchos barros, barrios y partidos, coronados por aquellas atrevidas vueltas olímpicas saltando el alambrado de 1983 y 1984, abrazando del cogote a aquellos que tarde a tarde preparaban el asalto al destino.

Nadie me lo contó. Y aunque ustedes, héroes de cada una de mis tardes de aquellos años, no ubiquen en una misma persona a este albañil de las letras de hoy con aquel soñador del fútbol de ayer, podría escribir un libro que no escribí, con una de las más grandes hazañas de las muchas que tiene el fútbol uruguayo.

Desde los andurriales de la ilusión

Hace mucho, 35 años, pero no tanto como para que no sea un capítulo importante de la historia del fútbol en la que habita la gloria. Una veintena de deportistas que venían del ascenso escribieron una de las más fantásticas páginas del fútbol de competencia al convertirse, por primera vez en la historia del fútbol profesional, en el primer equipo que, sin solución de continuidad, jugando un partido tras otro durante dos temporadas consecutivas, fue sucesivamente campeón de las dos divisionales más importantes del fútbol uruguayo. Todo eso, con el agregado de que hasta ese momento, cuando se habían disputado más de 60 Campeonatos Uruguayos en la era profesional, sólo Nacional y Peñarol -decenas de veces- y Defensor -en una oportunidad-, habían logrado el más preciado título, desde 1932, cuando no cambió la copa, el Uruguayo, pero si se asumió como fútbol profesional.

Después de años de ostracismo en los andurriales de la B, Central había conseguido en 1983 un esperado y peleadísimo ascenso que recién se pudo concretar en el último partido del campeonato. Sólo tres goles recibió aquella valla defendida por Héctor Tuja. En 1984, aquellos mismos muchachos que dieron la vuelta olímpica de la B en el Palermo después de ganarle a Liverpool, volvieron a hacerse un lugar en sus obligaciones laborales para disfrutar de jugar en la A. Líber Arispe, que había comenzado como entrenador en 1982 sacando campeón de la B a Colón, llegó a Central con una lista de refuerzos de jugadores del ascenso a los que él había dirigido o enfrentado en esos tiempos. Así, con aquellos que habían campeonado en 1983, más los que vinieron de la B, los juveniles promovidos, dos futbolistas que venían del Uruguayo de la A de 1983 -José Ignacio Villarreal, de Peñarol, y Abel Tolosa, de Defensor-, y un juvenil de la tercera aurinegra, César Pereira, se armó el equipo que pugnaría por mantener la categoría. A la hora de firmar los contratos de la temporada, por lo menos dos futbolistas pidieron suculentos premios por ser campeones del Uruguayo, y nadie le hizo caso a aquel imposible.

Aquí están, estos son

Héctor Tuja, Javier Baldriz, Julio Garrido, Carlos Barcos, Obdulio Trasante, Miguel Berriel, Tomás Lima, Wilfredo Antúnez, César Pereira, Fernando Operti, Miguel Del Río, Oscar Falero, Abel Tolosa, Uruguay Gussoni, José Villarreal, Fernando Vilar, Fernando Madrigal, Vicente Daniel Viera, Ruben Borda, Daniel Andrada, Eduardo Coco Moreira y Paulo Silva: los heroicos campeones con Central en 1984, conducidos por Liber Arispe en la dirección técnica y Germando Adinolfi en la preparación física.

Nunca hay reportes diarios, ni semanales del campeonato de los impensados. La tabla de los sin prensa, de los huérfanos de más preocupación que las que pudiesen tener ellos mismos, no se encuentra en ningún canal ni en la contratapa de un diario.

No existen, no están. Pero hay colectivos que día a día van encendiendo más y más su llama de ilusión, y a pesar de que nadie los ve. Están ahí firmes, incólumes, aunque el estabilishment los ve frágiles, invisibles, casi inexistentes.

Contame una historia

La de Central de 1984 fue, sin duda, una de las más grandes hazañas del deporte. Y yo estaba ahí, tan cerca y tan lejos. Como cuando era un niño y descubrí que en la antesala del Centenario había un estadio más chiquito que el de mi pueblo, pero con el mismo olor a yuyo y tangerinas, con atléticos y enormes futbolistas que vestían esa preciosa camiseta.

Como cuando me despedí de la moña suelta de la escuela y, entre sueños y vergüenzas -en igual medida-, soñé con ponerme esa camiseta y terminar siendo uno de esos jóvenes briosos, esos hombres de jopo peinado y perfume de linimento, que calentaban en la calle o en el cantero de Ricaldoni, ahí, frente a nosotros, que con los ojos desorbitados los veíamos hacer la entrada en calor.

En tiempos de alta competencia, donde Nacional había sido campeón de América y del Mundo en 1980 y Peñarol había sumado otra vez los mismos títulos en 1982 -y apenas perdió la final de la Libertadores en la final del 83-, en un campeonato durísimo de todos contra todos, era absolutamente impensado que un cuadro que venía de años en el ascenso, que no tenía más que jugadores de la B, y que encima había empezado perdiendo en casa en la primera fecha del torneo, pudiese llegar a pelear el campeonato.

Así, recién venidos de allá abajo, todos contra todos a dos ruedas y frente a miles. Nadie lo hubiese imaginado. Ellos, nosotros, sí.

Y claro, primero es una sorpresa, después es una buena actuación, y después es esperar que ya van a caer. La historia ya se los contó.

Fueron 24 partidos con un arranque lento, propio de un cuadro que venía de la B, pero después de haber sorteado a Nacional y Peñarol en el Centenario -en la primera rueda ante los bolsos se jugó en el Parque Central- y después de haber goleado a Defensor, los últimos tres partidos, los de acá se va a caer sí o sí, fueron lo más épicos y maravillosos que viví en el fútbol profesional. Un increíble 5-4 con Sud América en la antepenúltima; un angustiante y estremecedor 1-0 con Wanderers, con un golazo de tiro libre de César Pereira a Eduardo Pereyra; y, por último, el día del milagro, el día de la hazaña impensada, el triunfo 2-1 ante Huracán Buceo, con aquella maravillosa y brutal pirueta aérea del Mosquito José Ignacio Villarreal.

Nunca había pasado que un cuadro con jugadores que en un 90% venían de la B, ganase un campeonato de la A. Nunca ha pasado, nunca ha vuelto a pasar

Ellos son Central, son el mejor Central de la historia y de la vida, son el Central desfalleciente y grave de hoy, son la pasión por el fútbol.

¡Salú!