El siempre entretenido de leer Harari —coincidamos o no con sus argumentos— enmarca los peligros de la Inteligencia Artificial (IA) no en su capacidad de pensar o sentir, sino en que por primera vez inteligencias no humanas crean contenidos y participan activamente de las redes de información. Para el autor, el relato se impone al dato. Y el problema pasa por el hecho de la que la IA ya está participando, no como herramienta sino ya como agente, en esas redes de información en las que se sustenta, según Harari, la organización de nuestras sociedades.
Dado que lo que atrapa de Harari es su salto de una anécdota histórico-científico-tecnológica a otra —un poco al estilo del gigante de la divulgación científica que fue James Burke—, dejar claro aquí la principal línea argumental del libro no arruinará su lectura, porque como una película de carretera, lo que importa es el trayecto. Y la cosa sería más o menos así: 1) más información no quiere decir que vivamos en un mundo mejor, así como tampoco la información garantiza la sabiduría; 2) con la IA “estamos creando un tipo totalmente nuevo de red de información”, ya que esta inteligencia avanza a pasos agigantados en su capacidad de crear relatos, tanto o más afectivos que los creados por humanos, pero totalmente incomprensibles para nosotros pues responden a la lógica del silicio y no a la del carbono de nuestras neuronas; 3) la IA no es una herramienta, “es un agente” y pronto estaremos jugando un juego para el que no tenemos forma de comprender las reglas.
De esta manera Harari reflexiona sobre cómo la IA desafiará tanto a la democracia como a los regímenes totalitarios y, en última instancia, sobre qué nos espera ante una creación que se nos ha ido de las manos y “puede alterar el curso no solo de la historia de nuestra especie, sino de la evolución de todos los seres vivos”.