En la madrugada del lunes de esta semana, el coronel retirado Carlos Díaz Vecino ensució con pintura verde dos placas de la memoria, colocadas en la ex sede del Centro General de Instrucción para Oficiales de Reserva y frente al Hospital Militar para recordar que esos lugares, como muchos otros, fueron escenario de crímenes cometidos en el marco del terrorismo de Estado. Díaz usó su propio automóvil, que fue registrado por cámaras de vigilancia del Ministerio del Interior. La Justicia pudo identificarlo con rapidez y lo condenó, el jueves, a seis meses de libertad vigilada y a reparar los daños que había causado. El incidente, menor desde el punto de vista material y grave desde el simbólico, merece una reflexión.

Díaz tiene 56 años: decidió ingresar a las Fuerzas Armadas después del golpe de Estado de 1973. Su formación militar se desarrolló durante la dictadura, y la mayor parte de su carrera, tras la recuperación democrática. Quizá el fin del régimen frustró sus expectativas de ejercer tareas de gobierno cuando llegara a grados superiores. En todo caso, su conducta muestra que, lejos de lamentar lo que hizo el Ejército contra el país (y del arrepentimiento personal que podría caberle por su relación con algún delito), rechaza la verdad y sigue, a su manera, en guerra. Lamentablemente, el suyo no es un caso aislado.

Se cumplieron ya 45 años del golpe de Estado, y desde el regreso a la democracia sucesivos comandantes en jefe han planteado un relato que no termina de reconocer lo evidente. Sigue sin aparecer un mando que diga, con claridad y firmeza, que las Fuerzas Armadas violaron obligaciones básicas de cualquier ciudadano y cualquier militar, que cometieron actos aberrantes y que lo hicieron al servicio de un proyecto antinacional, antipopular y antidemocrático.

Corresponde preguntarse, ya con alarma por el tiempo transcurrido, qué se enseña en las instituciones de formación castrense sobre aquel período de nuestra historia, qué relato se consolida en la convivencia entre pares y superiores, qué nociones existen realmente acerca de la misión de las Fuerzas Armadas y en qué medida se desarrolla, entre sus integrantes, una mínima capacidad de raciocinio, necesaria para percibir el brutal contraste entre esa misión y el prontuario de la dictadura.

La negación contumaz del pasado no es, por supuesto, culpa exclusiva de los militares, y ni siquiera son ellos los principales responsables. No les corresponde a los uniformados, en democracia, definir el marco conceptual de su propia educación para las tareas que la sociedad les asigna, o sea el contexto ideológico en el que las Fuerzas Armadas se reproducen como institución.

Desde 1985 ha existido, en esta materia, una omisión persistente, grave y peligrosa de los gobiernos ejercidos por los tres mayores partidos. En importante medida, también ha estado omisa la sociedad, que no ha exigido con la energía necesaria el saneamiento democrático de la formación militar, indispensable para que el “nunca más” llegue a ser factible. Y para que nadie crea que la memoria puede ser eliminada pintándola de verde.