Una multitud de adolescentes se cita a saldar cuentas en las inmediaciones del shopping Nuevocentro del barrio Jacinto Vera. El medio para saldarlas es la violencia. Se despliega así una pelea masiva entre una muchedumbre confusa. Algunos responden al Chepe, otros, al Dante. Otros, simplemente, se acercan a ver qué pasa. Piña va, piña viene, la Policía interviene. El episodio se disipa. Sus impactos no.
La trifulca agita las sensibilidades de quienes la miran por televisión. Espectadores alejados material y simbólicamente de ella y poco interesados en comprenderla, pero que, igualmente, forman una opinión a toda velocidad. Una reacción cocida a la sazón de los tiempos actuales. “Que terminen todos presos”, “que le pidan disculpas a la sociedad”, “que los manden a laburar”, “que los padres se hagan cargo”, “que les den un marronazo y a la bolsa” son algunos de los deseos de esta audiencia de sofá que se expresa por redes sociales. Otros, cínicos, aunque más benevolentes, optan por reírse burlonamente de los participantes del conflicto. No necesariamente piden castigos penales, pero ¿qué es una burla si no otra forma de castigo?
Para entender lo que sucedió en Nuevocentro, proponemos suspender burlas y condenas por unos instantes. No hay que bajarle el precio a la gravedad del episodio, pero cabe intentar analizarlo en silencio, despejando juicios de valor, escuchando lo que tienen para decir sus protagonistas: las y los adolescentes y jóvenes que viven en barrios marginalizados de Montevideo.
Para emprender este desplazamiento (de la opinión al silencio), necesitamos seguir la pista del criminólogo Jock Young, quien nos invitaba a mirar este tipo de conflictividades juveniles con curiosidad. Es decir, a pensar estos problemas por fuera del estupor moral y condenatorio, y a abordarlos circulando entre las emociones por las que transcurren: entre la bronca y la adrenalina, entre el placer y el pánico, entre la excitación y la humillación.
La antropóloga y criminóloga argentina María Eugenia Cozzi siguió este camino para indagar sobre la conflictividad juvenil en Rosario. Una ciudad en la que, al igual que sucedió en Montevideo, las violencias trepidaron con velocidad (aunque con otra escala). Cozzi se interrogó acerca de los sentidos y las razones de la conflictividad juvenil protagonizada por los “tiratiros”, jóvenes que viven en los barrios pobres de Rosario. ¿Cómo lo hizo? Escuchándolos y pasando tiempo junto a ellos. Tomaré aquí prestadas algunas de sus hipótesis para pensar el episodio del Nuevocentro.
La adrenalina de la violencia
Una expresión circula entre la confusión y el griterío que vemos en algunos videos virales del conflicto: la risa. Eso es lo primero que estos jóvenes nos dicen. Se ríen. Es una risa contagiosa, solapada con otras. En un video en el que vemos un grupo de mujeres adolescentes que se revuelca en el suelo a golpes y tirones de pelo, la risa aparece reída a coro, masivamente. Es una risa celebratoria, alternada con ovaciones y gritos de aliento. La risa también aparece en el insólito video en el que un policía extravía su caballo, que huye despavorido y azuzado por el caos. Se trata, esta vez, de otra risa, una quizás cargada de burla, venganza y resentimiento, pero risa al fin.
¿De qué se ríen?
Los estudios cualitativos y etnográficos sobre violencias y delito juvenil nos vienen mostrando hace décadas que, para muchos adolescentes y jóvenes, la ilegalidad viene con goce. La violencia que circula por barrios populares comprende una dimensión lúdica. Delinquir es una experiencia emotiva. Hay algo atractivo, sensual en el delito, en transgredir las normas. La fascinación por la aventura de desafiar las reglas, la toma voluntaria de riesgos, la adrenalina de encontrarse al límite, en definitiva, el tándem que une al miedo con el placer, aparecen camuflados en esa risa que escuchamos en los videos de la trifulca en el Nuevocentro. Los adolescentes que participaron en la pelea se ríen de eso, de la transgresión que supone participar en una pelea masiva entre decenas y decenas de personas en el espacio público.
No hay que perder de vista que esta risa no es patrimonio de estos jóvenes. Es decir, de los jóvenes que usan gorrita y que residen en barrios marginalizados, donde sufren cotidianamente el hostigamiento de la Policía y los castigos del sistema penal. Su risa es la misma que la de los adolescentes de todas las clases, que sienten placer corriendo sus propios riesgos y experimentando la adrenalina que ello conlleva. Su diferencia con la risa de los que fueron al Nuevocentro es que esta última se ríe en bocas de otros, en bocas de jóvenes pobres. Y por eso produce condenas y burlas.
Hace mucho tiempo que en Uruguay ser joven y pobre es una condena. En los barrios populares montevideanos se crece a mayor velocidad que en otros lugares. Varias investigaciones (las de Luisina Castelli, María Noel Curbelo, Ricardo Fraiman, Gonzalo Gutiérrez y Marcelo Rossal, entre otros) muestran cómo los varones de estos barrios viven acechados por el mandato moral de la provisión, que los intima a ensayar tempranamente modalidades de aprovisionamiento (legales e ilegales) para asegurar la subsistencia. Al mismo tiempo, a las mujeres las acecha el imperativo del cuidado, que las conmina a cuidar y proteger a sus familias, pero a la vez a participar en la provisión de medios de subsistencia cuando el varón no está (se fue voluntariamente, o está tras las rejas, o está muerto).
Varones y mujeres pobres suspenden su juventud y se ven apresurados hacia su adultez. En ese tránsito no hay lugar estructural para la risa, para el goce, pero por algún lado se escapa. Es posible que un poco de ese goce se haya filtrado el otro día por el Nuevocentro.
Identidad, prestigio y reconocimiento
Ser de la banda del Chepe o de la banda del Dante no es importante. Es decir, importa, sí, pero importa más el ser de la banda que de quién es la banda. No conozco al Chepe ni al Dante, pero estoy seguro de que no son grandes aglutinadores de la sensibilidad y las aspiraciones culturales de los jóvenes de sectores populares montevideanos. De hecho, la amplia mayoría de los jóvenes que acudieron a Jacinto Vera ni siquiera pertenecen a uno de estos bandos. Fueron simples espectadores del conflicto. Sin embargo, asistir a la convocatoria y participar, aunque sea como espectador, es un modo de ser parte de algo trascendental. Una forma de hallar un lugar en una identidad colectiva.
Instituciones como el trabajo, la escuela o la familia son ladrillos con los que tradicionalmente se ha construido el edificio de la identidad en Uruguay. Estos materiales ya no se encuentran disponibles para nuestros jóvenes de sectores populares. Sus aspiraciones culturales ya no corren por el carril de la familia tradicional, de los estudios universitarios o del trabajo estable. A decir verdad, estos ladrillos pasaron a subordinarse por debajo de otros, como, por ejemplo, el de la violencia. Ser protagonista de conflictividades paga mejor que las horas trabajadas en la formalidad o que las tardes de estudio. Paga con dinero, pero también con respeto, con la posibilidad de hacerse un nombre, de ganarse fama. “Robo para ganar minas”, decía un grafiti en Ciudad Vieja hace unos años.
Hay que aprender a leer lo que nos dicen estos pibes. Los sentidos y las razones que los llevan a escenificar la violencia frente al ojo público.
Los usos de la violencia entre jóvenes aparecen, dice Cozzi, vinculados a formas atractivas y colectivas de construir identidad. Estas formas generan, además, prestigio y reconocimiento. Así, en contextos de precariedad, el recurso de la violencia emerge como una posibilidad de construir identidad, de ser alguien. Leída en esta clave, la pelea masiva del Nuevocentro emerge como un mecanismo colectivo de construcción de respeto, reconocimiento y estatus entre adolescentes socialmente excluidos.
Construcción de lazos sociales y solidaridades
Además de sus dimensiones lúdicas e identitarias, Cozzi señala que, en contextos de precarización, la violencia constituye un mecanismo efectivo para construir o afianzar vínculos entre jóvenes. El conflicto y el enfrentamiento son posibles y se ponen en movimiento porque están sostenidos sobre lazos sociales que los preceden. Lazos de amistad y de parentesco que activan y solidifican solidaridades entre miembros de los grupos enfrentados. Asimismo, la posibilidad de sumarse a un enfrentamiento permite a miembros satelitales de los grupos canalizar sus aspiraciones de formar parte de las redes que los constituyen.
El antropólogo Philippe Bourgois y otros autores examinaron el aspecto solidario en barrios urbanos de Filadelfia atravesados por la marginación económica y social. Sus residentes, dicen los autores, integran redes que los movilizan a participar en intercambios solidarios de violencia asistiva. Se trata de una cualidad productiva de la violencia. En contextos de escasez, la violencia emerge como un recurso abundante que define y refuerza relaciones interpersonales, y que puede entenderse a partir de lógicas de intercambio. Un acto de violencia altruista (por ejemplo, una represalia frente a un acto de violencia infringido inicialmente contra un tercero) genera deudas. Se ponen en juego así obligaciones sociales y jerarquías de prestigio entre las personas involucradas. La incapacidad de honrar la deuda produce condena social, aislamiento y posibilidad de convertirse en víctima de agresiones futuras. Su cumplimiento fortalece relaciones sociales y construye prestigio. Por lo tanto, participar en actos violentos emerge en estos barrios como un medio de construcción de lazos sociales y solidaridades interpersonales, y a la vez como un imperativo moral, social y económico para muchas de las personas que residen en ellos.
Los jóvenes que se midieron con otros en Nuevocentro no sólo se pusieron a prueba a sí mismos, sino a su capital social. En ese ejercicio, seguramente, solidificaron muchos de sus vínculos y ensayaron solidaridades que aparecerán ahora más robustas que antes del conflicto.
Un mensaje de disputa
Hay algo más que estos adolescentes y jóvenes nos están diciendo. Nos dicen que no son actores pasivos. Que no se la bancan más. Que no quieren seguir mirando la ciudad por la pantalla del celular o del televisor. Que las barreras (materiales y simbólicas) que los excluyen les importan poco y nada. Que el espacio público que habitan las clases medias y acomodadas también es de ellos, y que van a disputar su derecho legítimo a él con los medios que tengan a su alcance, por ejemplo, con violencia.
Es una violencia que, como vimos, produce cosas. Vimos que produce adrenalina y goce, que construye identidades y reconocimiento, que refuerza lazos sociales. Todo ello compone la motivación de los adolescentes y jóvenes que fueron a Nuevocentro. Por todo eso vale la pena ir a cagarse a piñas en nombre del Chepe, del Dante o de cualquier otro.
Pero esto no le baja el precio a la gravedad de lo que sucedió en Nuevocentro. Es un episodio preocupante. Tan preocupante como cualquier despliegue de violencia, por sus causas y por sus consecuencias. Las mismas violencias que en sectores precarizados producen cosas, destruyen otras. Los jóvenes que habitan en barrios precarizados sufren cotidianamente sus consecuencias. La violencia profundiza la exclusión social, desintegra amistades, familias, subjetividades, cuerpos, proyectos de vida. Conlleva amenazas, temor, víctimas, muertes.
Todo eso es muy duro de ver. Es más sencillo mirarlo de lejos, condenar a estos adolescentes y pasar a concentrarse en otra cosa. Más sencillo que asumir la incapacidad de nuestra sociedad y de nuestro Estado para proponerles a estos jóvenes soluciones alternativas a la violencia para entretenerse, para perseguir sus sueños, construir su identidad y reforzar sus lazos grupales. Es mejor tenerlos lejos de casa, lejos del Nuevocentro, en sus barrios. Después de todo, los otros que amenazan a las clases medias urbanas son siempre los mismos: jóvenes pobres –en general, varones– que viven en barrios populares. Que, si se van a cagar a piñas, por lo menos lo hagan en sus barrios y no nos enteremos.
Hace más de 60 años, los criminólogos David Matza y Gresham Sykes planteaban una tesis con plena vigencia en la actualidad. Decían que la delincuencia juvenil –digamos aquí, en lugar de delincuencia, conflictividades– no es producto de una subcultura adolescente diferente, sino una extensión del mundo adulto. La búsqueda de diversión y adrenalina, el deseo por mejorar el estatus social con el menor esfuerzo posible o la agresividad como muestra de masculinidad son elementos tan presentes en ella como en el mundo adulto. No seamos hipócritas, todos queremos trabajar menos y ganar más, todos estamos atravesados por el patriarcado, a todos nos gusta sentir un pico de adrenalina cada tanto.
Con esta misma sinceridad (o falta de hipocresía) tenemos que leer el comportamiento social que se desplegó el otro día en las inmediaciones del Nuevocentro Shopping. Cómo prevenir y abordar este tipo de episodios es otra conversación. Discusión que, evidentemente, los formuladores de políticas públicas no han sabido dar adecuadamente (si no, esto no hubiese sucedido). Para tenerla, eso sí, debemos antes analizar este episodio alejados del escándalo y la condena. Hay que aprender a leer lo que nos dicen estos pibes. Los sentidos y razones que los llevan a escenificar la violencia frente al ojo público. Para lograrlo es necesario identificarnos con estos jóvenes, prestar más atención a lo que nos une a ellos que a las cosas que nos separan. A fin de cuentas, ¿nadie fue joven en este país?
Federico del Castillo es investigador de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) y docente del Instituto Universitario Vucetich del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. Es candidato a doctor en Antropología Social por la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Unsam y máster en Criminología por la Universidad Municipal de Nueva York. Investiga sobre cuestiones policiales y de seguridad.
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