El primer mensaje de Rafael Correa tras la victoria de Guillermo Lasso en el balotaje de Ecuador incluyó un reconocimiento de la derrota de su candidato y algo que pareció una súplica: “Sólo pido que cese el lawfare, que destruye vidas y familias”. Semanas más tarde y a 9.000 kilómetros de distancia, Pablo Iglesias debió reaccionar ante la victoria de los conservadores duros en la Comunidad de Madrid. Antes de anunciar su retiro de la política partidaria, el fundador de Podemos evaluó en la noche del martes que “el éxito electoral impresionante de la derecha trumpista de Isabel Díaz Ayuso y la consolidación electoral de la ultraderecha son una tragedia”.

De ambas derrotas no se pueden sacar demasiadas conclusiones más allá de los territorios en que tuvieron lugar, y menos aún en un contexto en que las urnas vienen expresando preferencias disímiles, de Montevideo a Lima, de Barcelona a Madrid o de Buenos Aires a La Paz. Sin embargo, las frustraciones de Iglesias y Correa tienden un puente para alumbrar ciertas limitaciones de discursos de izquierda no tradicionales que transformaron el ecosistema político y son todavía competitivos, a la vez que son cancelados por “antisistémicos”, “populistas” o “corruptos” por los “opinion leaders” de sus respectivos mercados, incluidos algunos definidos como progresistas.

A la hora de enfrentar la realidad acuciante –desesperante, para ser más precisos– de la pandemia, derechas aguerridas demuestran capacidad para dar cauce a demandas sociales con la promesa de sentar las bases para el “sálvese quien pueda” en versión plus ultra. Lejos de causar espanto, la promesa de la supervivencia del más apto y la rebaja impositiva para los ricos “para que se liberen las fuerzas del mercado” pueden funcionar como una cantera de votos. Allí están las urnas para atestiguarlo, en Madrid y en Quito, y en tantas otras capitales en tiempos recientes.

Desde una perspectiva de izquierda popular, sería una anomalía pretender que Iglesias disimule la indignación que le provoca un partido que amenaza a los menores inmigrantes, como Vox, o uno que desprecia como “mantenidos” a quienes acuden a pedir ayuda a “las colas del hambre”, como el Partido Popular de Ayuso. O que, desde su exilio en Bruselas, Correa dé vuelta la página al escarmiento judicial que en su país alcanzó ribetes esperpénticos. Es más, ese olvido sería contraproducente desde el punto de vista electoral. De hecho, los esbozos de izquierdas blancas o centrismos equilibristas suelen correr el riesgo de ser celebrados por alguna columna de Mario Vargas Llosa antes de caer subsumidos en alguna lista de una derecha rústica, si es que antes no son borrados de un plumazo por los votos.

Ante derrotas en manos de un banquero ecuatoriano o el discurso ramplón de Ayuso, una parte de la izquierda suele revisitar el enojo con el votante. “Eligen a su verdugo”, se quejan algunos. No se trata de ser demagógicos –claro que el pueblo se equivoca– ni de negar el peso que tienen la proscripción, el encarcelamiento y la supremacía mediática a la hora de alcanzar el éxito electoral, sino de evitar el diagnóstico fácil que induce a error. En principio, cabe ir más allá de la etiqueta “banquero corrupto” que le endilgan a Lasso –es probable que lo sea, pero no es sólo eso– o de comprender que Ayuso supo leer la magnitud del agobio de los habitantes de una de las ciudades de Europa más dañadas por el coronavirus, aunque en el camino haya malversado la palabra “libertad” y eludido su responsabilidad como gobernante.

El marketing que proveen los Jaime Durán Barba de la consultoría demostró eficiencia para expandir la noción de que las ideologías son un asunto antiguo y que la izquierda no es más que una impostura para esquilmar recursos públicos llevada a cabo por nostálgicos de la violencia. A caballo de la orfandad ideológica, liderazgos profundamente ideológicos –el macrismo, la derecha chilena, Jair Bolsonaro, el tutifruti conservador peruano, etcétera– supieron construir su cuarto de hora en la región, y nadie debería darlo por concluido.

Una vez más, la herramienta del marketing va de la mano de las respuestas intrínsecamente simples de la derecha –el problema es el Estado, los inmigrantes, los progres, los vagos, la delincuencia, y en España, ocho décadas y centenares de miles de muertos después, “los rojos”– para conformar una propuesta poderosa. Del otro lado, ni las denuncias de lawfare que –con razón– hace Correa ni el advenimiento de neofascista de Vox del que –con razón– advierte Iglesias atienden la angustia de una población que debe resolver el desayuno de mañana, en el caso de América Latina, por razones estructurales, y en el de Europa, coyunturales. En ese sentido, la repuesta libertina para que el virus nos atraviese mientras retomamos el trabajo, la cervecita, los cumpleaños, el bingo y la vida misma, o la expectativa de que el abismo de un país latinoamericano se solucionará con buena voluntad y menos crispación pueden sonar oportunistas, pero, al menos, hablan de mañana. Relatos salvajes, pero comprensibles.

A la capacidad sintética de la nueva y vieja derecha para atender demandas urgentes se suma un dato insoslayable. A veces, cuando apunta el dedo hacia una izquierda que no da respuestas y convivió con la corrupción o la mala praxis más de la cuenta, suena verosímil, más todavía si esa derecha cuenta con el favor de los medios.

En Argentina, el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner supieron eludir en 2019 la tentación de que en su discurso el lawfare o los males asignados al millonario que había llegado a la presidencia anegaran por completo la campaña electoral. Salir de ese papel de denunciadora le habrá resultado difícil a la expresidenta, y de allí que muchos hayan valorado su elección de Fernández como candidato, acompañado por ella misma, como una obra maestra de la estrategia política.

La realidad les sirvió en bandeja a los Fernández la ampliación de la agenda para hablar del plato de comida, el trabajo, la beca doctoral, las jubilaciones y la escuela de mañana. Macri había asumido con la promesa del oro y el moro. Al cabo de cuatro años, su gobierno batía récords de endeudamiento, inflación y pobreza.

Transcurrió un año y medio desde la victoria peronista. La pandemia se sumó a un bienio de recesión y la economía cayó 10% en 2020. Más allá de algunas reversiones de las políticas de Macri que eran inadmisibles por mero criterio de gobernabilidad y la implementación de paliativos, el gobierno parece atascado en las indefiniciones de Alberto Fernández y las internas con los cristinistas y otros peronistas, y de los cristinistas y los albertistas dentro de cada tribu. El agobio se respira por todas partes, y mientras se expande, crece la recurrencia a repasar los males que dejó el dogmatismo neoliberal de Macri y los efectos del lawfare con una retórica cada vez más encendida. Puede sonar entretenido para cierta militancia y hasta puede resultar entendible en su justa medida pero, como van las cosas, el desayuno de mañana seguirá siendo un problema para muchos argentinos.

Sebastián Lacunza, desde Buenos Aires.