-Dicen que fuiste un carioca influyente en 2012, sobre todo para la revista Época...

-Sí, no sé qué pensar. La foto fue muy mala... Creo que la cuestión de la calidad -de la que se habla mucho- es fruto de dedicar un buen tiempo al estudio. Comencé en Estados Unidos y tuve una larga experiencia en Londres, por lo que la técnica y la industria me posibilitan realizar producciones mayores. Tal vez por eso soy un fanático del estudio; creo mucho en lo que decía Beethoven: “1% de inspiración y 99% de transpiración”. Comencé a hacer distintas cosas con compañeros que eran cantantes, como muchos, pero decidí dedicarme sobre todo a observar cómo se hacen las cosas. Tuve la suerte de estudiar con un buen maestro, Daniel Hancock, un argentino que vivía en San Francisco y había estudiado con Jean-Pierre Ponnelle, el famoso régisseur. Al trabajar con ellos pude ingresar a la San Francisco Opera, donde conocí a un director inglés, John Copley, quien finalmente me llevó a Londres. Creo que tanto en Estados Unidos como en Alemania y esos países hay una industria y un modus operandi de la ópera que posibilita hacer mucho, a veces incluso con costos muy menores a los nuestros. Implementan una técnica, desde cómo hacer un cronograma a cómo trabajar con los coros; son pequeñas cosas que, al menos en Brasil, yo no hubiera aprendido con nadie. Tal vez por haber sido docente universitario y estar vinculado a la academia, creo que la técnica y el estudio es el camino que posibilita la inspiración. Intento mixturar lo que siento cuando escucho la música y difundir entre las personas ese entusiasmo y esa emoción, posibilitando que puedan experimentar la misma pasión por la ópera. En América del Sur siempre tenemos que trabajar mucho para poder conquistar al público y mantenerlo. Creo que todos tenemos una responsabilidad social con los asistentes a la ópera. Comprendo muy bien cuando nosotros o nuestros compañeros de teatro no tienen presupuesto, pero siempre prefiero pensar qué es aquello que no hacemos para convertir a la ópera en algo tan esencial como en Berlín o en Londres. Algunas veces se cancelan títulos y yo me pregunto por qué nadie dice nada al respecto, sobre todo cuando en Alemania sería un escándalo. Y no es porque a la gente no le guste, en Río hicimos cuatro funciones de Walküre [ópera de Wagner] y todas estuvieron llenas (con una capacidad mayor a 2.000 personas). Tengo muy claro que a la gente le genera curiosidad la ópera porque es un arte moderno. Pero es importante pensar cuál es nuestra responsabilidad como artistas y qué podemos hacer para combatir ese título elitista con el que contamos, cuando la ópera siempre tuvo una impronta popular y fue amada por el pueblo. En el siglo XIX fue sobre todo un fenómeno de la burguesía, esa clase media que puede comprar una entrada para ir a un espectáculo, aunque, por supuesto, a los nobles y a la elite siempre les gustó. Es como Adriadne auf Naxos, de Richard Strauss: en el prólogo cuenta la historia de un joven compositor que tuvo la oportunidad de hacer su propia ópera en la casa de un hombre muy rico quien, en medio del proceso, decide mezclar la ópera con una comedia del arte y juegos de artificio. Esto plantea, por un lado, la discusión entre la pasión del artista por la música y, por otro, el lado práctico. Saber equilibrar esas dos posibilidades es muy importante para la sobrevivencia. Por ejemplo, trabajando con el coro del SODRE -que es un coro fantástico- tenemos limitaciones de horarios, cuando Macbeth es una ópera en la que el coro es un protagonista. Si uno no piensa para adelante en lo que quiere es difícil realizar algo.

-Has dicho que tu objetivo es basarte en la capacidad vocal y escénica de los intérpretes.

-Cuando me llamaron les dije que aceptaba con una gran felicidad, precisamente porque Macbeth se hizo en Río, en San Pablo y en Buenos Aires hace poco tiempo, y no veía posibilidades de hacerla (y si no era pronto, hubiera tenido que esperar 40 años más). Ésta fue una oportunidad increíble para hacer el debut. Me interesaba hacer una puesta en escena muy concentrada en la personalidad de los artistas del coro y de los solistas principales, ya que es una obra esencialmente vocal, junto con la propia personalidad de los artistas, sobre todo para el personaje de Lady Macbeth. Yo quería algo así, que no fuera una puesta de época o preocupada por grandes efectos, sino que realmente se concentrara en los intérpretes. Tenemos dos Macbeth uruguayos [Darío Solari y Federico Sanguinetti] y eso es fantástico, porque estamos en un momento que se encuentran muchos artistas en América Latina. En Brasil hay una generación de cantantes muy buenos, a pesar de que nosotros no tenemos la tradición del canto del Río de la Plata. Veo que estamos en un momento en el que Europa se interesa mucho en lo que pasa en América del Sur.

-Te has formado en Londres y Estados Unidos, y contás con una buena carrera europea. ¿Cómo es tu vínculo con América Latina?

-Yo soy de acá. Algunas veces puede parecer raro decir Uruguay-Brasil-Argentina, pero si bien no se habla el mismo idioma, las raíces culturales son muy cercanas. A eso que escucho mucho en el Anillo de Wagner que estoy haciendo, le llamo el Anillo brasileño, pero lo podría llamar el Anillo sudamericano. Se repite mucho la pregunta de qué es lo que conocemos sobre nuestra cultura, ya que antes estuvimos mucho tiempo intentando ser europeos. Ahora quizá comprendamos mejor que de esa mezcla -entre lo europeo y lo indígena- nació una nueva forma de ver, que parece ser el camino filosófico. Cuando estudié tres años en Estados Unidos y me instalé ocho años en Londres para hacer el doctorado (más otros dos en Lisboa), realmente sentía la necesidad de volver. En esta puesta tenemos a una Elizabeth [Blancke Biggs como Lady Macbeth] estadounidense que es muy buena, y Eiko Senda, una japonesa-uruguaya-brasileña que es fantástica. Esa identidad me interesa. Este mes, por ejemplo, una de las revistas inglesas más importantes de ópera me dedicó una entrevista de nueve páginas, y en el comienzo se refirió a esta puesta de Macbeth en el Solís.

-La lucha por el poder y las muertes por alcanzar el trono son uno de los ejes centrales de Macbeth. ¿Hay un interés expreso en reinterpretar un momento histórico en este montaje?

-No, más que nada me interesa el deseo de las personas por el poder. Si hay una tragedia, para mí la tragedia es personal, de esa pareja que no tiene hijos pero habla de hijos todo el tiempo, casi de manera obcecada; esto me interesa mucho. Genera una relación de casados muy intensa, muy sexual; él tiene una fuerza viril, masculina, muy fuerte, seguramente es fantástico en la cama. Y tal vez Lady Macbeth tenga el intelecto, sepa manipular y prever un poco el futuro, pero está claramente encantada por este hombre que la pone en un jaque mate y la sitúa en un momento determinado. Ella, con su personalidad controladora, es seducida por ese hombre, su amor y su sexualidad, lo que genera que todo lo demás se desvanezca y la conduzca a lo más básico. Hablando de esto, uno se da cuenta de que son psicópatas, y de que los psicópatas también aman, aunque maten a mucha gente a lo largo de la puesta. En el proceso de hacer Macbeth me di cuenta de que se convirtió a Lady Macbeth en una persona menos dura que en la pieza de Shakespeare. Pero quizá el carácter que Verdi devolvió de esta violencia fue la música que compuso; es claramente una de sus composiciones musicales más interesantes, quizá la más interesante de su vida, tiene una fuerza increíble. Al mismo tiempo, sabemos históricamente que fue una pieza escrita por Shakespeare después de la muerte de Elizabeth,
cuando el reino femenino da paso a un reino masculino, motivo por el que cual debía agradar a ambos. Macbeth es como un juego de sillas: quien tiene una silla tiene el poder y tiene dónde sentarse, aunque en la pieza existe una sola silla: un trono que todos desean. Al ser inglés estaba hablando de una historia escocesa que le era muy cercana, pero para mí podrían estar en Marte o en la Pampa, ya que hacer Macbeth en un período histórico específico implica que la lucha por el poder y la ambición pase sólo en ese momento. Cuando hago Le nozze di Figaro para mí es más interesante hacerla en su período porque es interesante que el que asista vea que la historia del patrón que quiere acostarse con la novia del empleado pasaba hace 400 años y puede pasar en nuestros días. Eso sí es interesante.