El cambio de ciclo político en América del Sur se desarrolla paralelamente a un no menos notorio cambio de ciclo económico. Los resultados electorales que señalan la primacía de fuerzas políticas de signo contrario a los anteriores gobernantes (Argentina y Venezuela) y los cada vez más evidentes problemas de popularidad en casos como Brasil, Chile, Ecuador y Uruguay son contemporáneos a un drástico cambio en las condiciones económicas internacionales que impactan de lleno en Sudamérica. Eso sucede por la vía comercial, por medio de la caída de los precios de los commodities de exportación en los que esta región se ha especializado, y también financiera, con el incremento de la tasa de interés en Estados Unidos y la retracción de los flujos de capitales que la inundaron durante la década pasada. El efecto de esos cambios es notorio en toda la región, que vio cómo pasaba de ser la estrella del crecimiento mundial a mostrar caídas fuertes en los niveles de producción en casos como Brasil y Venezuela y fuertes desaceleraciones o situaciones de estancamiento en el resto.

Esta sincronización entre ciclos políticos y económicos no tiene nada de nuevo. Basta mirar lo que ha pasado en Europa en la reciente crisis: todos los partidos de gobierno fueron cambiados y, en general, sustituidos por partidos de signo político contrario; excepto en Alemania, que de hecho fue el único país no afectado por la crisis. O recordar cómo a principios de este siglo, otras turbulencias económicas parecidas cambiaron los signos (neoliberales en aquel caso) de los partidos en el gobierno en Argentina, Uruguay y Brasil. O, un poco más atrás en la historia, observar cómo la tremenda “crisis de la deuda”, a inicios de los 80, implicó un golpe de gracia para las dictaduras en esta misma región. La pregunta que surge sola es por qué ocurre esta asociación tan fuerte entre ciclos políticos y económicos. ¿Es que la gente sólo vota con el bolsillo?

Una parte de la respuesta está en la enorme importancia que el crecimiento económico tiene para el buen funcionamiento de cualquier sociedad contemporánea y para la percepción que los ciudadanos se formen de su gobierno. Sin embargo, el crecimiento es muchas veces despreciado por buena parte de la izquierda, que prefiere hacer foco en la redistribución. El punto de este artículo es que no existe una verdadera contraposición entre ambos objetivos. Y no sólo eso, sino que además la redistribución es mucho más factible cuando hay crecimiento.

En primer lugar, el crecimiento implica, en términos clásicos, el desarrollo de las fuerzas productivas, aspecto crucial en la perspectiva marxista, que situaba allí el aspecto central del desarrollo de las sociedades, impulsor clave de las contradicciones a nivel de las relaciones sociales de producción y, por tanto, del cambio social. Otros enfoques teóricos del que abrevaron las izquierdas, especialmente los desarrollados desde América Latina, también pusieron al crecimiento económico como un aspecto central del desarrollo; es el caso, por ejemplo, de la teoría de la dependencia y el estructuralismo.

En términos mucho más pragmáticos, el crecimiento económico vigoroso tiene, aunque en una relación no lineal, un fuerte impacto en la generación de empleos, lo que permite valorizar el principal activo económico con el que cuentan los sectores populares: su fuerza de trabajo. El ejemplo reciente de Uruguay es muy gráfico; la última crisis que implosionó a principios de siglo, con caídas de la producción a niveles cercanos a 15%, llevó el desempleo a cifras antes desconocidas. El fuerte crecimiento registrado a partir de 2004 implicó la generación de cerca de 200.000 empleos, 50.000 de los cuales ya se habrían perdido por la desaceleración actual. Y las consecuencias sociales en los niveles de vida de las mayorías y en la distribución de los ingresos de estos sucesos son tan evidentes que no ameritan mayores comentarios.

Además, al utilizar de forma más intensiva la fuerza de trabajo, el crecimiento altera las relaciones de fuerza entre capital y trabajo, núcleo central de generación de desigualdad en el capitalismo, dando más poder negociador a los trabajadores, un aspecto que facilita la organización sindical. En términos clásicos, el crecimiento, al deprimir al Ejército Industrial de Reserva, elemento que tiende a mantener deprimidos los salarios, permite el crecimiento salarial y el despliegue de negociaciones trabajadores-empresarios en condiciones más equitativas. Por supuesto, la realización de esas mejores condiciones negociadoras depende también de la regulación laboral, del signo de la intervención pública y de la capacidad de organización y lucha de los trabajadores, pero a nadie escapa que aun en presencia de todos estos factores pero con niveles altos de desempleo las condiciones de negociación se resienten. Cualquier dirigente sindical entiende las dificultades de negociar mejores salarios cuando a las puertas de la empresa hay un cola de personas dispuestas a trabajar en las condiciones que sea, con tal de subsistir.

El crecimiento económico tiene, además, un impacto directo en el resultado fiscal, que es una variable fuertemente procíclica, ya que tiende a mejorar en momentos de crecimiento. Esto se debe a que la recaudación de impuestos crece fuertemente en esas situaciones porque la gente gasta más, por lo que paga más impuestos al consumo, y gana más, por lo que paga más impuestos a los ingresos; las empresas tienen mejores resultados, en consecuencia pagan más impuestos a la renta empresarial, etcétera. Asimismo, los mejores niveles de empleo también ayudan a reducir los gastos, por ejemplo, de asistencia a la seguridad social o los pagos de seguro de desempleo. Sin embargo, en momentos de enfriamiento económico la situación es exactamente la contraria, y la tendencia es a un rápido deterioro del resultado fiscal. El fuerte crecimiento permitió más que duplicar la recaudación de impuestos en la última década en Uruguay, haciendo posibles los tremendos efectos transformadores del enorme incremento del gasto social que hemos vivido. La actual desaceleración ya impacta en los niveles de recaudación de la Dirección General Impositiva, proyectando sombras sobre la posibilidad de financiar los gastos previstos.

Tal vez sea más importante para las fuerzas de izquierda que el crecimiento económico permite aplicar estrategias redistributivas sin tensionar las relaciones sociales hasta niveles que puedan poner en entredicho las alianzas de clase necesarias para la implantación y el impulso de cualquier proyecto de cambio en un contexto de democracia política. Es que la redistribución en un contexto de crecimiento requiere, básicamente, que los ingresos de los más pobres crezcan por encima de los de los más ricos. De esa manera, es posible avanzar aun sin que sectores numéricamente importantes “pierdan” en términos absolutos. Sin embargo, esto es imposible en contextos de caída en los niveles de producción, y las opciones del gobierno se limitan a determinar sobre qué sectores caerá más fuertemente el ajuste, haciendo muy difícil, si no imposible, que sectores importantes tengan mejoras reales. Y si bien esa situación no deja de tener su “épica” en los códigos de la izquierda, lo cierto es que los sectores más desfavorecidos difícilmente encuentren satisfactorio y premien con su voto una situación en la que, si bien sus ingresos caen haciendo cada día más difícil su subsistencia, tengan el “consuelo” de que los ingresos de los ricos caen todavía más.

Por tanto, si bien coincido plenamente con la idea de que el crecimiento económico NO es una seña de identidad de la izquierda, como sí lo es la redistribución de ingresos y riquezas, creo que sí es un elemento esencial para que las verdaderas señas de identidad se desarrollen de forma tal que sean entendidas, valoradas y apropiadas por los sectores populares, dando así sustentabilidad a las reformas. Los recientes resultados electorales en la región, dando la espalda a procesos que han impulsado cambios sin duda muy profundos, no dejan de ser una ratificación de estas ideas.

No creo en el crecimiento para siempre. Creo que la humanidad está llegando a un punto en que el nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas permitiría poner el énfasis en otros factores mucho más importantes, como la distribución, el fortalecimiento de los vínculos comunitarios y el enriquecimiento cultural y espiritual. Es especialmente claro que en un planeta con recursos limitados no es viable el crecimiento ilimitado.

Sin embargo, parado en la periferia del mundo, con enormes desafíos sociales pendientes y ante la necesidad de articular coaliciones de cambio que impulsen las transformaciones, el crecimiento aquí sigue siendo aún esencial, y retomar su vigor es una tarea inaplazable. Por tanto, en un contexto de seria desaceleración y en el que la continuidad del crecimiento está cada vez más en duda, esta tarea debe estar en el centro de las prioridades de la política actual, a un nivel similar al de la distribución, y cada propuesta que se efectúe debería ser analizada por su impacto en el crecimiento; al menos si es que nos preocupa mantener y profundizar las conquistas logradas en la última década.