Recientemente ha sido elegido presidente de Estados Unidos un hombre de magnitudes surrealistas que puede ser visto desde un sinfín de ópticas.

Se puede ver a Trump como un desenlace normal de determinados problemas de Estados Unidos luego de una ardua preparación ideológica y una radicalización de las bases del Partido Republicano tras el éxito de Joe the Plumber y del Tea Party como think tank. Todo ello, pese a haber financiado, el mismo Trump, al Partido Demócrata de Bill Clinton.

También se puede verlo como heredero de una tradición secular en Estados Unidos, la del aislacionismo jacksonista estadounidense -muy lejos de lo que en política exterior luego se denominó “imperialismo”-, de fuerte nacionalismo basado en la americanidad (y no en la europeidad-universalidad) de Estados Unidos. Del mismo modo, el lema America first nos retrotrae a aquel Estados Unidos aislacionista que no quería hacer de guardián del mundo y no deseaba entrar en la Segunda Guerra Mundial, con la consiguiente descalificación de “filonazis” a quienes se oponían a la intervención en Europa. También podríamos rescatar el típico sentimiento antiestablishment que recorre toda la cultura estadounidense.

De la misma manera, se puede ver a Trump como el decadente y asustado hombre blanco hiperhormonado que siente miedo al ver que las mujeres ya no son tan controlables como cuando él era joven, en los 60. Un personaje plano y nada original de la serie Mad Men. En la misma línea está también el Trump xenófobo.

Hay a la vez un Tramp showman. Aquel Trump de los 90, que salía en la pequeña pantalla para hacer chistes en la serie de mayor éxito en Estados Unidos y por todos conocida: El príncipe de Bel-Air. O también aquel Trump que, inflado por los mismos mass media que hoy lo critican, tenía un reality show en la NBC. Este showman fue evolucionando y escribió varios libros, uno de ellos de autoayuda mezclada con business que fue best seller mundial y proporcionó grandes beneficios a su editora: The Art of the Deal (1987). Y continuando con este show, ficción y realidad se volvieron a dar la mano, en una de esas suntuosas cenas en la Casa Blanca con lo que se viene a llamar “prensa acreditada” en el lenguaje de los burócratas de Washington. En aquella cena, con Trump como invitado, Barack Obama, como buen coach de la nación, no hizo un discurso aburrido y solemne, sino un ácido monólogo humorístico que se centró en la personalidad de Trump antes de que este presentase su candidatura a las primarias republicanas. Se ve que Donald, la persona, se sintió herido y, ni corto ni perezoso, se enfrentó a Barack durante la cena y le espetó que sería él quien le pasaría a Trump, el personaje, el bastón de mando del país. Todo ello antes de conocer que el magnate sería candidato a la presidencia. Persona y personaje ya eran uno, que diría un psicoanalista, y eso es lo que lo convierte en una estrella y, a la vez, en alguien sin arraigos ideológicos ni morales.

Podríamos seguir con mil anécdotas del estilo, como aquella en la que otras empresas, cuando compraban Trump Towers, le pagaban a Donald para poder seguir utilizando la marca Trump; o aquella otra anécdota en la que Trump, desde su poder mediático, había sido el altavoz de una teoría conspiranoica según la cual Obama habría nacido en Kenia, por lo que no podía ser presidente de Estados Unidos.

Pensemos ahora en la cantidad de cursivas que hemos puesto en este texto; son cursivas porque son palabras estadounidenses. Pero ¿por qué hacen falta tantas palabras inglesas para describir a Trump y sus actividades? No parece casualidad, ya que él mismo es un producto de la creación cultural hegemónica de los Estados Unidos de las décadas de los 80 y 90. Él personalmente es una marca. Y ni él mismo parece disociar con claridad su persona de su marca. En definitiva, estas palabras en inglés definen productos culturales de los que el mismo Trump ha sido precursor, productor y creador.

Nadie sabe quién es Trump como tal. Más o menos, sabíamos quiénes eran los políticos: Obama era el primer presidente negro y sin rencor; Hillary Clinton era la solvente burócrata; Bernie Sanders, el rebelde profesor... hasta George W Bush era alguien reconocible como el conservador alcohólico rehabilitado en una lucha interna contra el demonio. Sin embargo, la marca Trump es y ha sido siempre la aritmética del mercado: un día podía representar una cosa y financiar a Bill Clinton, y otro día podía representar otra y presentarse a las primarias republicanas. Realmente es un hombre sin ningún criterio más allá de él como presencia que se sabe ganadora. Ese es el capital cultural de Donald Trump: haber hecho siempre y toda la vida lo que ha querido. Eso es lo que ha hecho a Trump confiable. Les ha dicho a todos los estadounidenses que sí, que efectivamente él siempre ha hecho lo que ha querido, por eso ¿quién mejor que él para hacer los grandes cambios necesarios para el mundo y el país? Ha hecho sus deseos realidad cuando ha querido, y esta vez no será una excepción.

Dejando a un lado lo perversamente mesiánico del asunto, la promesa de Trump es la de volver a ser como antes, when America was great. Es volver al mundo del que él salió con esa nada lavada estética de macho alfa de los 90, a la altura del argentino Carlos Menem o del italiano Silvio Berlusconi. Hombres que no son exactamente políticos, sino personajes de la farándula metidos a políticos y que arrastran con ellos todo lo que ello supone, esto es, el cinismo militante con el que viven y actúan. Pero no son cínicos en el sentido escéptico, sino en el de militante del Partido Cinista. Del cinismo como ideología. Del mercado sin ética.

Esta “marca Trump” vuelve hoy, en plena resaca de aquella fiesta de la globalización, para darnos la razón y decirnos que efectivamente, la globalización no ha sido especialmente beneficiosa para las clases más bajas. Y que, por supuesto, el capitalismo financiero ha sido contraproducente para el bienestar material del país, ya que las corporaciones no responden a los intereses nacionales, sino que responden a intereses propios. Todo ello, luego de haber sido un activo participante en aquella fiesta, algo que él mismo reconoce para argumentar que sabe que fue algo malo porque él estuvo allí.

Y aquí viene la gran pregunta a la que nos dirigimos: ¿dice Trump algo que realmente no sepamos? ¿Realmente pensábamos que este mundo, al día de hoy, era una cosa distinta de lo que es Trump? Trump es el tabú, Trump nombra salvajemente lo innombrable. Trump es lo innombrable.

Promete construir un muro para controlar a los mexicanos, pero, de alguna manera, ¿no ha sido esa la tendencia en los últimos 25 años? Recordemos que ya hay un muro en construcción que iba a recorrer “solamente” una parte de la frontera. La idea era controlar lo que pasara por allí en un espacio más reducido, con mayor facilidad y concentración de efectivos. Y no creo que el trato fuese a ser exquisito, mucho menos después de los más de dos millones de “personas ilegales” que la administración Obama ha echado, los mismos que Trump promete devolver a sus países de origen. ¿Acaso no había ya un muro en la cabeza de todos? ¿Por qué este escándalo? ¿Está Trump haciendo algo sustancialmente distinto de lo que se viene haciendo? Trump simboliza esa parte de la frontera en la que no se puede construir para no sentirse uno como lo que Trump es. El pecado de Trump ha sido romper las apariencias.

De ahí nace la hostilidad casi fanática que los mass media tienen contra él, que han llegado a crear noticias falsas no porque un multimillonario pueda atentar contra la propiedad privada, sino porque deja el sistema al desnudo. Es el recuerdo permanente de que efectivamente Trump no es un outsider, sino un ejemplo de cómo funciona el mundo “en realidad”. Es nombrar lo que no se puede nombrar. Es por eso que todos los males del mundo parecen nuevos, porque apareció Trump. Se personaliza en él algo que no es sólo él. Trump también es el sistema que hizo un monólogo dinámico y moderno contra Donald a la vez que mantenía una escalada militar en una Siria con la mayor ola de refugiados de la historia después de la Segunda Guerra Mundial. A eso hay que sumar la destrucción de Afganistán, Irak, Libia, y ya veremos lo que ocurrirá en Egipto. Amén de haber armado y financiado a los mismos terroristas que hoy cometen las más atroces matanzas en suelo europeo. ¿Empieza hoy el mundo de los Trump?

El caso de la frase en la que Trump dijo que le gustaría legalizar el waterboarding (un método de tortura, conocido en español como submarino) es del mismo perfil. ¿Acaso no se sabía que en Estados Unidos se tortura de manera sistemática? Pero no se puede decir tan claramente, porque tal afirmación deja a todos desnudos ante la cruda realidad sin coaching. El capitalismo está confuso, tan confuso que se hiere a sí mismo.

Si odiamos a Trump no es porque sea Trump, sino porque nos dice nítidamente que el mundo está funcionando bajo criterios ideológicos cínicos y arbitrarios. Y lo peor es que no es nuevo, tiene tantos años como Trump tiene de showman, y no parece mejorar. Trump ha sabido hablar de las cosas de las que teóricamente no se podía hablar, aunque se pensasen. La frontalidad y claridad con que ha enfrentado las respuestas a lo que son grandes problemas mundiales han sido su gran acierto. Y no parece que la resolución de esos grandes problemas vaya a ser llevada a cabo por gente decente.

En conclusión, no nos estamos asustando de Trump como persona, sino de eso en lo que gente como Trump y sus antecesores han convertido al mundo. Nos asustamos de lo que Trump representa y de lo que Trump nombra, pero esos nombres y símbolos no son más que el mundo en el que tristemente ya vivíamos desde que Trump se hizo adulto. Desde luego, asustarnos de eso no es algo que deba parecernos mal, al menos nos permite imaginar algo distinto y, sobre todo, algo que no sea volver al coaching. Por eso, y lo lanzo como hipótesis, es posible que Trump sea la oportunidad para decir que nuestro mundo carece de grandes dosis de democracia. Y aun voy más allá diciendo que es posible que esas necesarias dosis de democracia y el capitalismo realmente-existente-hoy no terminen de ser compatibles.

Jacobo Calvo Rodríguez.