Cuando se googlea “Miguel Ángel Santos Guerra” aparecen 405.000 resultados y probablemente todos corresponden a este académico español, especialista en educación, que ha trabajado en temas como la organización y el espacio del sistema educativo, la dirección escolar y el rol docente. Sobre estos temas también habló con la diaria durante su paso por Montevideo, la semana pasada. Invitado por Espacio Dinámica, dio una conferencia el sábado en Tacuarembó, a la que título “Invitación al optimismo”, porque “la educación es una tarea intrínsecamente optimista, que parte del presupuesto de que el ser humano puede aprender, desarrollarse y crecer; esa idea es la que le da sentido”, comentó.
La docencia se le nota en cada gesto: para hablar usa metáforas y explica sus conceptos con comparaciones –algunas las usa desde hace años, otras las hilvana mientras desarrolla la idea– y recurre a tantos sinónimos como sea necesario para que lo que está diciendo quede claro. Toma una servilleta y empieza a escribir en ella un esquema que parte de la palabra en latín auctoritas, que significa “promover”, “hacer progresar”, para ilustrar cuál es la autoridad que tiene aquella persona que hace crecer. Eso, dice, es lo que debería hacer un director. Tiene más libros y artículos publicados que años vividos, por eso para cada respuesta tiene el nombre de un trabajo realizado. A la edad de 75 es reconocido por su labor en todos los niveles de la educación: es maestro, profesor, docente universitario y de formación docente, asesor del gobierno español y de universidades en más de 16 países, y se presenta como un firme defensor de lo que él considera “la piedra angular de la educación”: el cuerpo docente.
–Uno de tus libros más conocidos es La feromona de la manzana, un título que hace referencia a la propiedad de la manzana de hacer madurar a las frutas que tiene cerca, por ser una buena influencia, a la que comparás con el rol del director. ¿Cómo puede el director beneficiar a la comunidad que dirige cuando tiene una carga administrativa tan fuerte?
–A mi entender, las visiones más gerencialistas de la dirección, que están muy instaladas hoy en la sociedad, donde la escuela es una empresa y el director un gerente, presentan un enfoque muy empobrecido, porque la escuela no es una empresa y, por consiguiente, el director no es un simple gerente: los materiales son muy diferentes. La dirección es una forma de autoridad que ayuda a crecer, a desarrollarse, a madurar, de modo que quien aplasta, machaca, castiga, silencia o humilla quizá tenga poder, pero desde mi perspectiva no tiene autoridad.
–¿Cómo puede balancear esa tarea con la carga administrativa que se le impone?
–Creo que se debería proponer que la actividad administrativa la haga un administrativo, porque veo que cuando la presión de la burocracia es muy grande, las funciones más ricas tienen que ceder tiempo a las actividades más pobres.
–También has escrito mucho sobre organización escolar. ¿Cuáles son las claves de una buena organización en las instituciones educativas?
–Uno de los libros que trabaja esta temática se titula Cadenas y sueños. La parte de los sueños de una organización se da cuando es participativa, flexible, positiva, con normas al servicio de la gente y no viceversa; la parte de las cadenas sería una organización autoritaria, rígida, con muchas prescripciones internas. Las organizaciones de la educación deberían gozar de mucha más autonomía, lo que les permitiría hacer proyectos más adaptados al contexto y que no fueran todas las escuelas iguales, con las mismas prescripciones y los mismos tiempos.
–Sin embargo, varias veces has mencionado que se puede ver a la escuela como un barco a la deriva, sin rumbo fijo.
–Me parece muy importante que ese proyecto de escuela, fruto de la reflexión y el diálogo de la comunidad, tenga a dónde ir con los medios para hacerlo. Para eso, como dice mi libro La escuela que aprende, es necesaria la reflexión, la autoevaluación y el análisis, para ver si la institución está yendo a donde quiere ir, a la velocidad adecuada y con los medios pertinentes. Efectivamente, a veces la escuela es un barco sin rumbo, que puede dar vueltas en círculos concéntricos; suelo decir que no hay viento favorable para un barco que va a la deriva y no hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada.
–¿Quién debería darle el rumbo a la escuela?
–La comunidad, integrada por los profesores, la dirección, los padres y los alumnos. Debe preguntarse: ¿qué queremos hacer con esta comunidad? Si la respuesta es “formar ciudadanos críticos, pensantes, que sepan discernir las causas y los efectos, que pasen de una mentalidad ingenua a una crítica, personas reflexivas”, pues habrá que pensar si con estas formas de actuación se van a conseguir esas pretensiones.
–¿No es el sistema político el que debe darle rumbo a la escuela?
–El sistema político debería velar por que ese proyecto de escuela pueda prosperar, formando bien a los profesionales, seleccionándolos bien. Para mí, la educación es el fenómeno más importante de un país; la historia de la humanidad es una carrera entre la educación y la catástrofe. El sistema político debería formar bien a estos profesionales, garantizar que tengan instituciones con los recursos necesarios, que haya un número pequeño de alumnos en las aulas, porque la piedra angular son los profesionales. Es como decir: “Para que opere bien un cirujano el Estado debe decirle cómo”. Eso no es así: el Estado debe asegurarse de formar buenos médicos, y lo mismo ocurre con la educación. Deberían hacerse cargo de la educación los mejores ciudadanos, los más competentes, los más solidarios, y romper con ese estado de opinión que hay en muchos sitios de que quien no vale para otra cosa vale para maestro. Eso es enormemente dañino para la educación, porque devalúa la figura del educador.
–¿La mejora de la formación docente es un debe?
–A mí me parece que sí, y la selección de los docentes también. Hay un estado de opinión y unas prácticas entre la población de muchos países que no exigen lo necesario para la selección de los docentes. Lo veo en las notas de cortes para entrar en facultades: hay algunas que piden [un promedio de] nueve sobre diez, mientras que las de educación dicen que con cinco sobre diez alcanza para entrar; pues no, deben ser los mejores.
–¿Debería haber una evaluación antes de elegir los cargos en las instituciones?
–Debería haber una evaluación muy exigente, no solamente en los contenidos, sino en otros componentes que tienen que ver con la tarea de comunicación que es la educación. Lo que salva esta profesión es el amor; esta profesión gana autoridad por el amor a lo que se enseña y a los que se enseña. Una persona fría, solitaria, rígida, tiene pocas cualidades para hacer la tarea.
–¿Qué distingue a la persona que tiene condiciones para ser docente?
–Es quien entienda la distinción que siempre hago entre educación, instrucción, socialización y adoctrinamiento. Educación se diferencia de instrucción, porque el que está instruido sabe de muchas cosas; por ejemplo, fueron médicos, ingenieros y enfermeros muy capacitados los que diseñaron y armaron las cámaras de gas en la Segunda Guerra Mundial. Si todo conocimiento que se adquiere sirviera para dominar, explotar y engañar al prójimo, pues más bien deberían cerrar las universidades. Tampoco es igual educación que socialización, porque socializar es tener éxito en la cultura, pero ahí no todo es bueno: hay sexismo, injusticia; la persona educada es capaz de discernir y comprometerse con la eliminación de la injusticia. Por supuesto, educación no es igual a adoctrinamiento, porque el adoctrinador no deja libertad.
–¿Qué se necesita para brindar una educación de calidad?
–Hay que interpelar a los que hacen las políticas educativas: qué presupuesto se dedica a la educación, qué tipo de normativas se genera para gobernar a las escuelas, qué tipo de estructura se necesita. También hay que interpelar a las familias, que tienen un papel fundamental, no sólo porque colaboran con la escuela, sino por lo que hacen ellas respecto de la educación de sus hijos. Yo interpelaría a los medios de comunicación, que tienen una tarea muy importante, aunque, claro, hay que sentar ante los medios un individuo inteligente que no se deja engañar y sabe analizar. También hay que interpelar a la sociedad: nadie puede decir “a mí la educación no me importa”, porque la educación es el mejor modo de transformación y desarrollo de la sociedad.
–¿El docente está preparado para enseñarle al estudiante del siglo XXI?
–Nunca se puede decir que se está perfectamente preparado, porque la formación es ilimitada, van cambiando los conocimientos, los estudiantes y sus intereses. Además, hay que entender que no todos aprenden a la vez y de la misma manera; sin embargo, la escuela suele ser muy homogeneizadora, da las mismas lecciones, al mismo tiempo, con la misma evaluación. Escribí un libro que se titula El lecho de Procusto, en el que un bandido construye un lecho donde tendía a los visitantes. Si eran más largos que el lecho, les cortaba los pies; si eran más chicos, les estiraba la columna: amoldaba el individuo al tamaño de la cama. En la escuela hacen lo mismo: a un superdotado lo tratan igual que los otros, lo mismo que a alguien con alguna dificultad de aprendizaje. A uno lo estiran para llegar a los límites y al otro lo cortan para que se ajuste.
–¿Eso lo ves en todo el sistema o en la evaluación?
–Está en todo, pero en la evaluación se ve más claro. No hay nada más injusto que la evaluación, que es igual para todos, pero eso también se ve en la metodología, en el ritmo y en el trato.
–¿Qué pasa con las pruebas PISA, que justamente se destacan por ser iguales para todos?
–Yo tengo un artículo que se llama “¿Viene PISA del verbo pisar?”. No se puede comparar lo incomparable; cada país tiene su historia, sus medios, sus recursos y su profesorado. Las pruebas miden a todos por igual, con el problema de que se convierten en el fin, no en el medio. Cuando las pruebas concluyen, el efecto que producen es aclarar que la situación es muy mala, pero no dicen qué hacer para mejorarla, por lo que se termina siendo víctima de la rankerización.
–Muchos de sus libros están dedicados al espacio escolar. ¿Cuál es la importancia del espacio físico y su distribución en la enseñanza?
–Los seres humanos formamos los espacios, pero los espacios nos forman a nosotros. Debemos hacer espacios escolares al servicio de la formación, funcionales, y hay que hacerlos democráticos. Yo critico mucho que los espacios de poder sean mucho más grandes y elegantes que los educativos. En un ejercicio que pedí a mis estudiantes les dije que tomaran fotos de los espacios de los alumnos y de los del equipo de dirección. Comprobaron que el protagonista en la enseñanza no es el alumno. Eso es una teoría, porque hasta el acceso a los espacios de poder era más difícil; después, el tamaño, la calidad de los materiales, los muebles. Yo pretendía que aprendiesen a interpretar el espacio y los significados que están ahí, pero no los ven, es como si en una familia se les ocurriera poner un baño para padres, con jabón, papel y toalla, y otro para hijos, sin nada.
–¿Cuál es el mayor problema de la educación ahora?
–Yo creo que el eje de la educación es el docente, no solamente en el sentido de cuánto sabe, sino de cómo es, qué compromiso tiene, en qué condiciones trabaja. Para mí el problema está en torno al docente, hay que mejorar los motivos que se tiene para ser docente, porque muchos lo toman como un plan porque algo hay que comer. La formación del docente es fundamental, porque en él está todo: la evaluación, la metodología, el clima de aula, el optimismo y la relación con la familia.
–¿Qué le diría al docente que sostiene: “No puedo enseñarle a quien no quiere aprender”?
–Efectivamente el verbo aprender, como el verbo amar, no se puede conjugar en imperativo: nadie puede obligar a nadie a enamorarse, ni puede obligarlo a aprender si no quiere. Por eso la tarea es tan difícil. Se trata de que esa persona tenga recursos emocionales, didácticos, para hacer amar el conocimiento, porque no hay que olvidar que el ser humano tiene una curiosidad distintiva, tiene una curiosidad natural, el problema es que hay modos de enseñar que hacen aborrecer el conocimiento. Winston Churchill decía algo que nos interpela muy directamente a los docentes: “Me encanta aprender, pero me horroriza que me enseñen”. Ante esos que no quieren aprender está el reto fundamental del educador de cómo romper esa pasividad, cómo destruir esa pereza para hacer atractivo el conocimiento.
–¿Cómo se hace eso?
–Eso se puede hacer construyendo un currículo que tenga que ver con la vida, con los intereses, unas metodologías motivadoras, cooperativas, junto con unas relaciones del docente con el alumno positivas, porque los niños aprenden de los profesores a los que aman.