Hubo unos años en los que parecía que el formalismo iba a conquistar los estudios literarios. Lo alentaban la fundación de la lingüística por parte de Ferdinand de Saussure a fines del siglo XIX, los posteriores estudios sobre los cuentos populares llevados a cabo por investigadores rusos y, especialmente, los avances de Claude Lévy-Strauss en antropología, que apuntaban a un mismo supuesto: era posible encontrar fuertes patrones comunes en objetos de las ciencias humanas –el lenguaje, la mitología, las costumbres, la organización social– que hasta hacía poco se consideraban singulares, amorfos, intrínsecamente heterogéneos. En Francia, entonces, prendió la idea de aplicar métodos similares al análisis de la literatura. A los entusiastas del movimiento se los llamó “estructuralistas”, y durante la década de 1960 tuvieron tanta repercusión –sobre todo internacional– que a muchos pensadores franceses contemporáneos, pero de ideas divergentes, pasó a llamárselos “posestructuralistas” sólo para diferenciarlos de la corriente principal.
Durante esos años los estructuralistas fueron la “nueva crítica”; lo viejo pasaron a ser los análisis interpretativos de los textos o los basados en las biografías de los escritores. El estructuralista más notorio fue Roland Barthes (aunque su labor como crítico literario y cultural antecede y sucede a la de su etapa “semiológica”), y quizá los aportes más duraderos al estructuralismo como teoría literaria fueron los del búlgaro Tzvetan Todorov, fallecido el año pasado, y los de Gérard Genette, que murió hace exactamente una semana.
Genette había nacido en 1930 en una familia obrera del anillo de París. Debido a sus dificultades respiratorias, fue a un liceo que recibía a estudiantes dotados y con problemas de salud. Se abrió paso en la carrera académica –Escuela Normal Superior, en La Sorbona–, y en ese ambiente fue condiscípulo de Jacques Derrida (con quien también formaría parte del grupo de académicos de primer nivel que llegó a Uruguay en 1985 a instancias de la profesora Lisa Block) y tomó contacto con Barthes. Sus artículos de mediados de los años 60 para Tel Quel lo convirtieron en un representante notorio de la “nueva crítica”, y en 1966 apareció su primer tomo recopilatorio, con el que inició su serie Figuras.
El tercer tomo de esa serie, publicado en 1972, es su gran aporte a la narratología y a la teoría literaria en general. Tres cuartas partes del libro estaban ocupadas por una sección llamada “Discurso del relato”, que en apariencia era dedicada al análisis de En busca del tiempo perdido, la obra monumental de Marcel Proust (1908). En realidad, lo de Proust era la excusa para reunir, clarificar y renovar los conocimientos existentes desde la Antigüedad sobre las técnicas narrativas.
Allí, por ejemplo, Genette desbrozó lo relativo al tiempo del relato. A la separación entre el orden de los eventos y el orden en que se cuentan le agregó una dimensión extra: la de la narración misma, que hace posible la ficción. Analepsis (flashback) y catalepsis (su opuesto) son parte de esta esfera de análisis, así como las duraciones, frecuencias y repeticiones de ciertos episodios.
También en “Discurso del relato” Genette hizo una taxonomía de los puntos de vista. ¿Cuál es el lugar del narrador? Si es parte de la historia, será homodiegético; si no, heterodiegético. Si combinamos esto con el grado de implicancia del narrador (intradiegético si las cosas le ocurren a él, extradiegético si le son referidas), nos acercamos a una de sus contribuciones clave: el concepto de focalización. ¿Desde dónde se habla? ¿A través de quién nos habla el autor? La clasificación exhaustiva de Genette permite debatirlo sin lugar a equívocos.
En posteriores revisiones de Discurso del relato –que pasó a ser un libro independiente–, Genette dejó claro que su objetivo no eran los tradicionales géneros literarios, sino los más elusivos modos ficcionales: la particularidad creada por la elección de las diversas temporalidades y focalizaciones. En esto Genette ya iba un poco más allá que los estructuralistas duros, en tanto buscaba explicar cómo las diferentes regularidades (las estructuras) eran organizadas para crear obras particulares.
Junto con Todorov, con quien fundó la revista Poétique en 1970, Genette pasó a ser el gran referente de la narratología, la disciplina que estudia las particularidades de los relatos, sean textuales, cinematográficos o de otro tipo. Con los años, sin embargo, dejó atrás esa etapa, y ya no se consideraba a sí mismo dentro del campo de la narratología, sino del de la poética, que desde los griegos refiere a los aspectos teóricos formales del arte.
Su otra obra notable es Palimpsestos, que apareció en 1983. Allí Genette expande la noción de “intertextualidad” propuesta por Julia Kristeva, para intentar una descripción totalizadora de las relaciones entre obras literarias. Nace así la idea de hipertextualidad: “No hay producto literario que, en cierto grado y dependiendo de sus lecuras, no evoque a algún otro, y en este sentido, todas las obras son hipertextuales. Pero, como los iguales de [George] Orwell, algunos lo son más (o más manifiesta, masiva, explícitamente) que otros”, escribe Genette. La imitación, el plagio, la alusión, la referencia, la parodia: todas aparecen prolijamente descriptas y ubicadas en su mapa general, que incluye un mapa de mapas (el architexto, otra contribución suya) e incluso un lugar para lo que está alrededor del texto central (desde títulos e información en contratapas a entrevistas con autores y críticas de las obras), a lo que llamó “paratexto”.
Sin adentrarse en ellas, las obras de Genette, rebosantes de diagramas, pueden llegar a parecer manuales; pero si uno las lee, encontrará no sólo ejemplos iluminadores, concesiones a sus críticos, digresiones sorprendentes y pasajes francamente divertidos –debe haber sido una persona muy bienhumorada, a juzgar por la gracia que hay aun en sus pasajes más técnicos–, sino que, como dijo en un prólogo el estadounidense Jonathan Culler, sus contribuciones enriquecen inmediatamente la apreciación de ficciones de todo tipo: uno lee (o ve) distinto tras tomar contacto con los textos de Genette.
Además, su preocupación por las regularidades no fue un objetivo excluyente, sino que es una herramienta para la detección de irregularidades, de desviaciones de la norma, que apuntan a la novedad, a lo específicamente literario. En los textos de Genette siempre hay lugar para una dimensión extra, en la que modestamente buscaba, sin decirlo, contestar esa pregunta retórica: “qué es la literatura”.