En 1919, en su discurso como presidente de la American Economic Association, Irving Fisher –un claro partidario de las economías de mercado, que realizó aportes relevantes a la economía monetaria–, advertía sobre los peligros de las inminentes luchas distributivas que se avecinaban en Estados Unidos y respecto de la tensión que presuponía para la vida democrática, incluyendo como parte de los riesgos la amenaza de las fuerzas socialistas. La peculiaridad de sus aseveraciones radica en señalar la desigual distribución de la riqueza como un factor desestabilizador de la democracia y de los valores humanistas y liberales que, desde su perspectiva, eran la esencia de la vida política e institucional de Estados Unidos.

En su disertación afirmó que el origen de la mayor parte de la riqueza personal era su transmisión intergeneracional. Ya a comienzos del siglo XX, manejó con preocupación que cuatro quintos de las 150 fortunas más grandes de Estados Unidos eran resultado de la acumulación a través de dos o más generaciones. Tajante, concluyó que las herencias son “el principal factor que explica la distribución antidemocrática de la riqueza” y propuso una fuerte estructura de impuestos a las herencias, que neutralizara el carácter antidemocrático de la transmisión intergeneracional de la desigualdad.

La posición de Fisher hundía sus raíces en el liberalismo clásico. En el siglo XVIII Adam Smith, quien acuñara la metáfora de “la mano invisible del mercado” como mecanismo autorregulador de la economía, afirmaba que “el poder de disponer el destino del patrimonio por siempre (aun después de la muerte) es manifiestamente absurdo”. Desde Thomas Jefferson hasta Theodore Roosevelt, pasando por Jeremy Bentham y John Stuart Mill, pensadores y políticos liberales han visto en las herencias un mecanismo de promoción no justificada de la desigualdad. En Uruguay, Carlos Vaz Ferreira mostró una posición similar, a la misma vez que señalaba algunos “excesos” reformistas del primer batllismo.(1)

La preocupación por la institución de la herencia como mecanismo de perpetuación de desigualdades encuentra ciertas tradiciones liberales y socialistas. La abolición del derecho a la herencia es uno de los postulados del Manifiesto Comunista de 1848, aunque su crítica ya estaba presente en los escritos de los socialistas utópicos. Desde el punto de vista normativo, el impuesto a la herencia cuenta con bases sólidas, amplias y diversas.

Objeciones y ventajas de la imposición a las herencias

Las críticas a los impuestos a las herencias hacen foco mucho más en aspectos instrumentales, que señalan dificultades prácticas para su implementación, o sobre su impacto en la eficiencia económica. Ambas han sido utilizadas como argumentos para su eliminación o como barreras para su implementación.

Una objeción frecuente es la supuesta doble tributación que implicaría un impuesto a cualquier patrimonio, incluyendo los legados. Bajo un sistema impositivo con tributos a las rentas, el Estado percibe ingresos a partir de una detracción sobre el flujo de ingresos percibido por los ciudadanos. El ingreso que efectivamente queda disponible, puede ser asignado al ahorro –transformándolo en riqueza o patrimonio– o al consumo. Cobrar un impuesto sobre el patrimonio sería como volver a gravar la porción del ingreso que “se salvó” del Estado una vez que fue deducido el impuesto a la renta de las personas físicas.

Sin embargo, esta objeción es débil por dos razones. La primera, porque bajo ese razonamiento cualquier impuesto adicional caería bajo el pecado de la doble tributación. De hecho, el IVA se encuentra sujeto al mismo cuestionamiento: es un impuesto sobre el ingreso disponible destinado al consumo. La segunda razón, es porque en el argumento se confunde sujeto (heredero) con objeto gravado (riqueza heredada). La herencia es un ingreso totalmente nuevo para el heredero, por lo que un impuesto sobre ella es equiparable a un impuesto sobre una fuente de ingresos nuevos.

De hecho, propuestas modernas de instrumentación del gravamen introducen justamente un tratamiento asimilado a un ingreso, de forma tal de evitar algunas de las patologías detectables en los diseños tradicionales. Implica integrar a la herencia y las transferencias inter vivos como parte de las fuentes gravables de ingreso personal, permitiendo su consideración como un ingreso correspondiente a un período de tiempo extenso –por ejemplo, diez años–, de forma tal que el heredero no se encuentre sujeto a una alícuota elevada en el año en que recibe la herencia.

Una segunda objeción hace referencia a problemas de eficiencia. Si el impuesto a las herencias reduce el incentivo a ahorrar, entonces afectaría el dinamismo económico y el bienestar futuro. La evidencia empírica señala un vínculo débil entre la presencia y la magnitud de impuestos a la herencia y las decisiones de ahorro. De hecho, en la actualidad la mayor parte de los herederos reciben los activos en edades relativamente avanzadas, dadas las ganancias de longevidad –en el mundo desarrollado los herederos suelen tener más de 50 años–, lo que produce que ni los padres tengan como principal objetivo la construcción de un legado ni que los hijos esperen por él como fuente principal de riqueza en su ciclo vital.

Una tercera línea de ataque es el potencial efecto nocivo sobre la continuidad de las empresas familiares al obligar a vender el activo legado –por ejemplo, la casa paterna– ante la imposibilidad de afrontar el impuesto. Un resultado no deseado de esta naturaleza es evitable con diseños cuidadosos, que habiliten el pago diferido en el tiempo con el propio flujo de caja de las empresas o de ingresos de los beneficiarios.

El impuesto tiene también varias ventajas. A diferencia de otros instrumentos tributarios, un gravamen sobre las herencias no se encuentra sujeto a la habitual crítica que es esbozada contra otro tipo de imposición, como lo son las que afectan a las rentas provenientes del trabajo: no produce un desincentivo al esfuerzo laboral, y por lo tanto a la creación de nueva riqueza. Un artículo académico clásico sobre la materia (2) reporta que las herencias cuantiosas provocan una significativa reducción de la oferta laboral de los herederos.

La literatura académica más moderna encuentra que el nivel de imposición óptimo –entendido como aquel que hace máximo el bienestar social intergeneracional, teniendo en cuenta aspectos como la respuesta del volumen de las herencias ante cambios en los impuestos, preferencias sociales por la desigualdad y el grado de concentración de las herencias– dista de ser cero. Estimaciones de Piketty y Saez (3) para Estados Unidos y Francia identifican que la imposición socialmente óptima sobre los legados implica tasas progresionales que superan el 60% para las herencias más cuantiosas.

No obstante, una preocupación académica y política emergente radica en el papel de las herencias como mecanismo amplificador de la desigualdad entre generaciones. Nueva evidencia muestra que los legados tienen un poder progresivamente mayor en la explicación de la desigualdad en la distribución de la riqueza. Investigadores de la London School of Economics (4) encuentran que un impuesto a la herencia, aun de una modesta magnitud y con escaso poder recaudatorio, funge como un mecanismo amortiguador eficiente del incremento tendencial de la desigualdad en la distribución de la riqueza. Estos resultados son parte de una nueva agenda que recupera la preocupación sobre la evolución de la desigualdad de la distribución de la riqueza desde una mirada de largo plazo y comienza a identificar instrumentos de política cuyo efecto inmediato es escaso, pero con una potencialidad relevante para neutralizar tendencias socialmente no deseables en períodos más largos. La imposición a las herencias vuelve a surgir como un instrumento ventajoso en este contexto.

¿Qué hacer con los recursos recaudados?

La respuesta habitual que esbozaría un economista ante una pregunta de esta naturaleza es que los impuestos no deberían tener una finalidad específica. Los ingresos del Estado, en tanto fungibles, deben financiar sus erogaciones, y la asociación de un impuesto a una finalidad genera ineficiencias al volver más rígido el proceso presupuestal. Esta afirmación es válida como criterio general, pero su aplicación a la imposición a la herencia puede tener algunas consecuencias no deseadas que limiten su potencialidad para la redistribución generacional de los activos. Esas consecuencias no deseadas pueden ser más serias en el contexto político y fiscal de Uruguay.

Uno de los objetivos de la imposición a la herencia es evitar desigualdades no aceptables en el “punto de partida” de la vida adulta de las personas, y guarda relación con el concepto de igualdad de oportunidades tan manido y citado en todo el espectro político. Desde Thomas Paine, a fines del siglo XVIII, hasta economistas contemporáneos como Julian Le Grand – asesor de Tony Blair cuando fuera primer ministro– han propuesto crear una “herencia mínima universal” para los ciudadanos al llegar a la mayoría de edad, que funja como un mecanismo explícito para igualar oportunidades reales en el plano de la disposición de activos al comienzo de la vida independiente. Recientemente, Anthony Atkinson fue un paso más lejos y propuso financiar ese mecanismo a través del impuesto a las herencias. Un diseño de esta naturaleza potencia el efecto igualador intrageneracionalmente. Otros proponen alimentar un fondo de ahorro nacional con lo recaudado y utilizar los retornos a dicho fondo para atender necesidades sociales de las generaciones jóvenes (becas, compra de viviendas, capital inicial para iniciar un emprendimiento, etcétera).

En la discusión nacional, el impuesto a las herencias ha surgido prácticamente en un único contexto: propuesto como mecanismo para incrementar el gasto público sin afectar los equilibrios fiscales. En un país donde la estructura del gasto muestra sesgos y asimetrías relevantes contra jóvenes y niños, la instrumentación del gravamen con esta finalidad es preocupante. En primer lugar, porque su diseño y maduración no lo hacen apto para una respuesta de corto plazo. En segundo lugar y más importante, porque al final del día, si se utilizara para financiar nuevas erogaciones públicas con idénticas asimetrías, se enturbia el beneficio en términos de igualdad para las próximas generaciones. “Atarse las manos” y determinar simultáneamente un nuevo impuesto a las herencias y su uso para atender las necesidades en las etapas de vida que van hasta la adultez puede ser una respuesta óptima, evitando la tentación de usar los recursos para administrar las tensiones de la política cotidiana.

Herencia y poder en el futuro

Si las élites económicas son el resultante de la acumulación de legados a lo largo de generaciones, la justificación normativa de la desigualdad en la riqueza se torna particularmente débil. No es la “fuerza del emprendedor”, “la propensión a asumir riesgos” ni “el premio a la innovación” –conceptos caros para los defensores del liberalismo económico y que explican el dinamismo de las economías del mercado– lo que explica la posición de privilegio de la mayoría de los ricos en las sociedades modernas, es la suerte de pertenecer a un linaje familiar. Para los pocos países en los que existen datos, más de la mitad de los millonarios han recibido como herencia su fortuna y la proporción muestra una tendencia creciente. No hay nada que haga esperar que la realidad uruguaya resulte muy distinta. Reformular el débil sistema de imposición a las herencias existente es un objetivo razonable en una mirada de mediano y largo plazo.

La distribución de la riqueza no es inocua en términos políticos. Fischer lo advertía con claridad: “Nuestra sociedad siempre seguirá siendo un compuesto inestable y explosivo mientras el poder político se otorgue a las masas y el poder económico radique en las clases. Al final, uno de estos poderes gobernará. O la plutocracia acaparará la democracia o la democracia expulsará a la plutocracia. Mientras tanto, el político corrupto prosperará como un intermediario oculto entre los dos”. Dadas las discusiones en Estados Unidos y Europa –con la emergencia de un conservadurismo con discursos explícitamente centrados en la defensa de las grandes fortunas– y algunos signos en la región, valdría la pena tomar la advertencia de Fischer como algo más que una reliquia en las vidrieras de la historia del pensamiento económico y social.

Rodrigo Arim es Decano de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República. Investigador del Instituto de Economía, en el área de empleo y distribución del ingreso. Integrante del Consejo Directivo del Centro de Estudios Fiscales. Licenciado en Economía por la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República, realizó estudios de posgrado en la Universidad Torcuato Di Tella (Buenos Aires), la Universidad de Chile y el Instituto Tecnológico Autónomo de México.

(1) Carriquiry, Andrea. “La crítica a la herencia en Vaz Ferreira: razones para un debate”. Ponencia presentada en las Jornadas Académicas de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración 2017.

(2) Holtz-Eakin, Douglas, Joulfaian, David y Rosen, Harvey (1993). “The Carnegie Conjecture: some Empirical Evidence”. The Quarterly Journal of Economics 108 (2).

(3) Piketty, Thomas y Saez, Emmanuel (2013). “A Theory on Optimal Inheritance Taxation”. Econométrica 81 (5).

(4) Cowell, Frank, He, Chang y Van de gaer, Dirk (2017). “Inheritance Taxation: Redistribution and Predistribution. STICERD - Public Economics Programme Discussion Papers.