Mardocchio e mardocchiati / san Giobbe aveva i bachi medicina medicina / un po’ di cacca di gallina un po’ di cane un po’ di gatto / domattina è tutto fatto singhiozzo singhiozzo / albero mozzo vite tagliata / vattene a casa pioggia pioggia / corri corri fammi andare via i porri
(canción infantil recitada por la niña Cecilia en la película La notte di San Lorenzo, de Paolo y Vittorio Taviani).
Era verano, seguramente. Debía ser 1983 o 1984. En esa época los padres no se preocupaban mucho de llenar la vida de los hijos con actividades productivas, y los míos, que trabajaban toda la jornada, solían dejarnos solas en casa. Llenábamos los días nosotras, con lentas y lánguidas mañanas de desayunos y tardes en las que, decíamos, nos aburríamos mucho. La noche y su frescura llegaban trayendo un cansancio empalagoso en el que junto al sueño llegaban una irritación y una melancolía profunda. Eran sobre todo días de libros y de televisión, sin límite alguno. Los pasaba tendida en la cama con un libro; de hecho, en esos veranos se construyó lo que tengo de cultura literaria. Cuando ya la cama se convertía en una perrera húmeda, migraba hacia el sillón. Nos encontrábamos, yo y mi hermana, en los pasillos de casa con alguna novela en una mano y una botella de agua en la otra; cada tanto nos daba hambre y nos reuníamos en la cocina delante de una nevera casi siempre vacía. Supongo que fue en una de esas tardes –aunque hubiera podido ser una noche, puesto que mis padres en el verano se despreocupaban totalmente de mis horarios– que, saltando entre un canal y otro de la televisión, me topé con algo que llamó mi atención, aunque durante mucho tiempo no supe explicar el porqué de tanto interés.
En aquella época la RAI (televisión pública italiana) solía poner el título por debajo de la película que estaba trasmitiendo. La película en cuestión se llamaba La notte di San Lorenzo (1982). Creo que la primera cosa que llamó mi atención fue justamente el título, porque en la noche de San Lorenzo, el 10 de agosto, en pleno verano, en Italia la gente se reúne en los espacios abiertos para ver las estrellas fugaces, y yo estaba esperando con mucha ansiedad salir de vacaciones y vivir esa noche en la playa. La segunda razón que me detuvo sin cambiar de canal fue la luz, una verdadera luz de verano, el tremendo calor que se percibía y el canto de las cigarras, tan real como aquello que escuchaba por la ventana de la habitación. Luego fue la historia: un matrimonio, una niña y un viejo que recitaba de memoria versos de La Ilíada, y rápidamente entraron en la pantalla las caras, que no eran caras de película sino de gente común, tan parecida a la que veía en el pequeño pueblo de mis abuelos, en el sur de Italia. Luego empezaba la tensión; se contaba de una guerra, de gente que tenía que dejar sus casas, escapar por los campos hacia algo que no conocía y que podría ser la salvación. Tampoco la crueldad, el dolor y los muertos lograron que me descolgase de la tele.
A la distancia de casi 35 años desde aquella tarde todavía no sé decir qué pasó, por qué me fasciné tanto y no pude dejar de ver aquella historia llena de atrocidad y de vida común; qué fue lo que advertí, realmente, y me dio el impulso de querer saber más. Tampoco puedo reconstruir cómo fue que llegué a Paolo y Vittorio Taviani, los directores de la película. En una época sin internet se tardaba mucho más en llegar a las cosas y cada logro era una victoria muy deseada. Vi las caras de los dos hermanos Taviani luego de algunos meses, y también en ese caso fue la televisión la que vino en mi auxilio. Me parecieron ya viejos, y me impactó sobre todo Vittorio –que nos dejó hace muy pocos días–, que llevaba una gorra y parecía un niño con arrugas. Los dos entraron a formar parte de mi familia, de aquel círculo que todavía me acompaña y sigue creciendo conmigo.
Con el tiempo –y la tecnología– logré recuperar otras películas de los Taviani, y todas me hablaron de utopía y de rebelión, de naturaleza y de sentido de la vida. Padre padrone (1977), Kaos (1984), Cesare deve morire (2012), Una questione privata (2017), entre otras, hablan de humanidad y de política en un entrelazamiento de memoria y fantasía, con una religiosidad centrada en el misterio del mundo y de la vida y con una capacidad de contar la historia por medio de metáforas, buscando las raíces mas profundas, que explican el presente.
Por cierto, vi La notte di San Lorenzo muchas otras veces, con una conciencia mayor, con un conocimiento más profundo de la historia y de la verdad de la historia. La trama de la película, que cuenta una matanza nazifascista en un pueblito de la Toscana en los días inmediatamente antecedentes a la liberación, trasciende el tiempo y el lugar en que fue contada. Ahora sé que habla de cosas y hombres y mujeres, de sentimientos, de valores, de elecciones y de sueños. Cuenta de mi país y del mundo. Cuenta del verano de 1944, cuando en Italia todo cambió: de los nazis a los partisanos y a la libertad. Cuenta de un pueblo aterrorizado que tiene en sí la fuerza de la transformación y que es capaz de caminar hacia la libertad. Cuenta de una niña que supera el miedo gracias a una canción infantil y a la visión de estrellas fugaces. En el tiempo presente, en el que misiles como estrellas fugaces atraviesan el cielo y los sueños de los niños, tengo ganas, como la pequeña Cecilia de la película, de cerrar los ojos y recitar la rima para exorcizar el miedo a las violencias y a la guerra. Me esfuerzo por creer que la lección de los Taviani, Paolo y Vittorio, pequeños maestros, pueda volverse realidad, y que un día una niña siria, ya mujer, pueda contarle a su hijo, en una noche de paz, una historia como esa.