El país entero se preparaba para la gran inauguración del Mundial de fútbol, mientras Margarita Trumpet caminaba el largo pasillo hasta el consultorio de ginecología.

Lo bueno de esto era que todo estaba paralizado y Margarita Trumpet amaba el silencio, así que sus tacos eran lo único que se escuchaba retumbar en los corredores del hospital.

Por un momento pensó que se habrían equivocado al citarla a aquella hora. Sólo vio dos enfermeras, que se metieron rápidamente a alguna habitación como si ser paciente fuera contagioso.

—Buenos días, soy Margarita Trumpet y...

—Sí, lo sabemos —dijo la enfermera—. Usted tiene que hacerse una...

—Una cirugía de cuello de útero —siguió Margarita—, que estaba programada para...

—Exactamente para la hora de la inauguración del Mundial de fútbol. La estábamos esperando. Pase, quítese la ropa y póngase esto —dijo mientras le entregaba una bata celeste desinfectada y la encerraba en un baño de ochenta y cinco centímetros por noventa, al lado de un tacho de basura donde, por el contrario a lo esperado, no había ninguna bata sucia de atenciones anteriores.

—¿Por qué celeste? —preguntó Margarita.

—¿No se enteró de que empieza el Mundial? ¡La celeste la llevamos todos!

Margarita salió de la habitación sintiéndose vulnerable. Su intimidad lesionada la hacía víctima de una serie de dispositivos, tradicionalmente masculinos, que atacaban sin piedad, incluso a través de soportes humanos femeninos.

La sentaron en una camilla y le hicieron subir las piernas para intervenirla. De pronto, tomó conciencia de que se escuchaba una música de difícil interpretación, hasta que cayó en la cuenta de que era el himno ruso que se ejecutaba en la pantalla de un smart TV colgado justo frente a la camilla.

La situación comenzó entre risas y comentarios de la expectativa mundialista entre el cirujano y la enfermera.

—Un poco más hacia adelante —le indicó el doctor, refiriéndose al movimiento pélvico que tendría que realizar la paciente para ser operada, mientras los genitales eran ahora su cara más visible.

—Anestesia —indicó el doctor.

—Esto va a doler un poquito, pero usted tranquila. Es sólo local —dijo la enfermera.

—En la penca, cambiame Uruguay dos a uno contra Egipto por Uruguay tres, Egipto cero —le dijo el doctor a la enfermera.

—¿Está seguro, doctor? ¿Tanta fe le tiene al equipo? —preguntó la enfermera mientras Margarita sentía el pinchazo atravesando su nalga derecha y el líquido vertiéndose en su sistema para insensibilizarla. ¿Acaso no lo estaba haciendo ya la idolatría médica a la copa del mundo?

—Sí, claro que estoy seguro, ¿cómo van las apuestas?

—Bueno, todos dan por ganador al paísito, pero sólo Rodríguez de Cardiología y Bustamante de Farmacia superaron su apuesta. Casualmente, ambos le adjudicaron siete goles contra tres de Egipto. ¡Se la jugaron!

Margarita comenzaba a sentirse más relajada. Tanto, que sin darse cuenta vio las manos del médico moviéndose por sobre su bata. Ya estaba adentro.

—Dígame, doctor, ¿por casualidad usted o alguien de su familia colecciona el álbum de la copa? Mi sobrino está desesperado porque le faltan doce figuritas y no le salen más que repetidas. Parece que las más difíciles son la del capitán peruano, la cromo Panini doble cero, el delantero colombiano Radamel Falcao...

—¡Ahhhh!, mi hijo está en la misma. No sé cómo va a hacer para encontrar esas y otras que le ofrecieron por Facebook a veinticinco dólares cada una. Tiene que ir a buscarlas a un barrio que está en la zona roja. ¡Ya le dije que ni se le ocurra!

—¡Ay! —gritó Margarita de repente.

—¿Eso le dolió? —preguntó el doctor, quitando el bisturí ensangrentado de la vagina, porque se dio cuenta de que se le había pasado la mano.

—¡Calma! —dijo la enfermera acercándose a Margarita—, esto es normal.

—¿Usted qué dice, señorita? ¿Gana Uruguay mañana? —le preguntó el doctor a la paciente, intentando desviar el curso de su equivocación.

—Ehhhhhhhh... No sé, no lo había pensado —respondió Margarita entre lágrimas.

—Mire, ¡ahí empieza la ceremonia! Tiene la pantalla al costado —le indicó a continuación.

—¿Vio que va a actuar Robbie Williams, doctor? —introdujo la enfermera—. No entiendo por qué no eligieron a Natalia Oreiro para estar ahí. ¡Con la fama que tiene en Rusia! Los uruguayos somos envidiosos y nadie la apoyó. ¡Una lástima! ¡Así defendemos la patria! Claro, como es mujer... ¡Bien que consideramos que el equipo de fútbol nos representa! Somos machistas, sin duda. Yo por eso no tengo novio.

—¡Bueno, acá mismo he escuchado a muchas mujeres hablando sobre los jugadores con mucho aprecio, por no decir otra cosa! —comentó el doctor.

—¡Y sí, doctor, si usted mira la selección islandesa no me va a decir que no tiene ejemplares atractivos! Mi propio sobrino me dijo: “Tía, ¿te gusta este para que sea tu novio?”, y me mostró la figurita de Rúrik Gíslason. La verdad es que no pude decir que no.

Le iba a pedir opinión a la paciente sobre los jugadores islandeses e iraníes, pero se percató de que tenía los ojos cerrados y había perdido color en las mejillas. Se volvió, embebió una gasa en alcohol y se la colocó frente a la nariz sin apuro, pensando que la inconsciencia sería el mejor estado en aquella ocasión.

Cuando Margarita despertó, la gasa con alcohol la estaba asfixiando, porque la enfermera se la había dejado cubriendo las fosas nasales mientras buscaba el control remoto para subir el volumen del televisor.

—¿Viste cómo canta esta mujer? —le preguntaba la enfermera al médico cuando abrió los ojos y en un ahogo se quitó la gasa de la cara con la mano, desesperada.

—¡Ahhhh! ¡Se despertó! —exclamó la enfermera—. Estábamos hablando de Aida Gari...

—Garifullina —concluyó Margarita en un atisbo de conciencia muestra de su rápida recuperación.

—Ahora va a sentir un poco de calor —advirtió el médico, mientras Margarita observaba una serie de instrumentos moviéndose tras la tela que cubría sus piernas como marionetas en un teatro de cartón.

—No quiero sentir más nada —expresó Margarita con las pocas fuerzas que le quedaban, y efectivamente sintió calor.

—Esto me recuerda al Mundial del 2010, durante el partido de Uruguay y Sudáfrica —contó el doctor—. Yo estaba atendiendo un parto y la parturienta se había enojado porque el esposo no le prestaba atención. “Puje, puje”, le decía. “Déjelo que no lo necesitamos para nada”, mientras el hombre se comía las uñas y vaya casualidad que justo gritó de felicidad cuando terminé de sacar a la niña. “¡Ganamos, ganamos!”, le dijo a la esposa con tremenda alegría. “¡Con gol de Forlán!”. La tomó de la cara y le besó la frente después de gritar gol como cinco veces. Ni cuenta se dio de que la criatura estaba en los brazos de su madre. Tengo entendido que la niña terminó por llamarse Victoria Celeste, aunque duramos poco en aquel Mundial. Lo que sí dudo es de que aquellos dos sigan juntos.

—No puedo creer lo que me está contando, doctor. Bueno... en realidad sí le creo. ¿Usted sabe cómo me llamo yo?

—¿Usted no se llama Linda? —preguntó el doctor.

—Bueno... me llamo Lamás Linda.

—Por favor, doctor, dígame que terminó —rogó Margarita—. Ya no aguanto más.

—¡Pronta! —dijo el doctor con una sonrisa por encima de la tela celeste—. Vístase que ya se puede ir. Tiene que hacer reposo una semana, o mejor le doy dos, así puede ver todos los partidos de Uruguay. No quiero que ande por ahí comprando yesos truchos para sacarse una licencia médica.

—Pero, doctor, a mí no me interesa el fútbol —se excusó Margarita.

—¡A nosotros no tiene por qué ocultarnos nada! Mire, le cambio acá y le doy tres semanas, que capaz que llegamos a las finales —dijo el médico, alterando el certificado.

—Pero, doctor. Yo quiero ir a trabajar...

—¡No me venga con cuentos, señorita! Vaya, y si le duele algo recuerde verificar la tabla. Ni se le ocurra venir justo durante un partido de Uruguay, que nos va a agarrar con la picada en la mano y nos va a hacer perder un gol importante.

Margarita salió del consultorio desconsolada. Los corredores estaban desiertos, por las avenidas rodaban arbustos secos y el frío del invierno calaba los huesos cuando escuchó la voz de un hombre que, lentamente, se intensificaba.

—Vendo figuritas a tan sólo veinte pesos, vendo. Tengo las que te faltan, las que nadie tiene. Vendo figuritas del Mundial, vendo. No dejes que se te escapen. No dejes que te lo cuenten. La del capitán peruano, la de...

Margarita se sintió impotente porque su estado no le permitía correr. Se volvió y en la cara le rompió las figuritas al hombre, que quedó congelado (por el frío y como reacción). Respiró el aire helado de la tardecita para volver en sí y siguió caminando. Pronto se preguntó cómo sería el tal Rúrik y si quizás lo había desfigurado. ¿Ganaría Uruguay siete a tres ante Egipto? No, ¡ni a palos! Uno a cero. Esa la veo más probable, se convenció.