La historia de los gestos es una historia de fantasmas. Apareció entre los dedos, como un objeto encontrado en la arena. Mi novia salió del baño, con su mejor cara de “me maquillo y ya salimos”, y ahí lo sentí. Recién al segundo chasquido vi a mi mano realizando un movimiento que había olvidado por completo: el dedo del medio y el pulgar cerrando un óvalo, el codo separándose del tronco como un ala abriéndose al vuelo, el antebrazo elevándose hasta agarrar altura y caer, y en su caída la rotación acompañada de la muñeca y el chicotazo del índice sobre la conjunción de los otros dos dedos apretados convertidos súbitamente en látigo.

Mi novia no se sorprendió; simplemente entendió que le estaba diciendo que se apurara, pero quedé anonadado por el redescubrimiento de aquel gesto. Ahí, en mi acopio de recuerdos, la mano de mi padre haciéndolo mientras dice que me tengo que poner la túnica del colegio de una vez por todas; la de mi abuela —el esmalte rojo, el tintineo de sus pulseras— avisándome que está en doble fila, que entre a la panadería y no me demore en elegir los bizcochos; el brazo de mi tío agitado frenéticamente —el anillo con sus iniciales disuelto en un arcoíris dorado— mientras nos arenga a mi primo y a mí, desde la línea de meta, en una carrera de 30 metros llanos.

Lo más difícil era dejar el índice en peso muerto, convertirlo en un mero apéndice que acumulara la fuerza cinética de la muñeca. Lo intrincado de un movimiento no es aprender a domar la función de todas sus partes activas, sino poder aislar una parte del todo. A los cinco, seis años, había un montón de otras señas, canciones y juegos de manos que se aprendían sin dificultad. Uno podía lidiar con uno, dos, tres dedos si había una función, una orden general aplicada a ellos. Pero como los bailarines que sólo bailan bien cuando ya no ven estampados en el suelo los números de cada uno de sus pasos, lo más difícil era desvitalizar a aquel dedo, que su peso, su mera existencia inerte, fuera la función que coronara el gesto.

En la infancia uno no suele estar involucrado en tantas situaciones para exigir apuro, pero conquistar aquel gesto era como sacarle las rueditas a tu bicicleta, la adquisición de una habilidad motriz que de golpe te separaba de otros niños y te acercaba un paso al mundo de los adultos. El entrenamiento del gesto: el dolor hormigueante del índice, el color pálido que cobra luego de ensayar el movimiento una y otra vez.

Uno, más que aprender una lengua, aprende a provocar, a conseguir cosas con la lengua. Pero antes de la lengua están los gestos. Cuando somos niños, el mero acto de agarrar, el súbito manoteo en el aire y el objeto que se escapa ante nuestra subdesarrollada noción de profundidad guarda dentro de su vientre el índice que se resigna y sólo atina a señalarlo. Los padres del niño o niña entenderán tal frustración como una señal, y el gesto se irá limando de su ansiedad originaria, lijando uno a uno esos dedos que pretendían agarrar el objeto hasta reducirlo a uno sólo, el índice indicando eso, eso que está ahí, en la alacena, eso que permanece en el mármol de la cocina.

Sobre este gesto inaugural se construirán todos los otros actos comunicativos. Después vendrá el “papá” o el “mamá” ampliamente celebrado, pero en el principio todo se resume a un dedo.

Después del dedo el niño aprenderá otros gestos. En un comienzo serán expresiones incontrolables a las que vendrá una respuesta clara: un llanto, un grito, una rabieta. Pero después, tal como la mano moldeada a lo más imprescindible, el niño no necesitará el compromiso entero de su cuerpo y sus emociones, y sólo precisará unas manos llevadas a la cara, el ceño fruncido; más que llorar, actuar como si el llanto estuviese sucediendo.

Y con el tiempo las señales irán desprendiéndose cada vez más de su función corporal originaria, abriéndose la brecha entre lo expresivo y lo simbólico.

El gesto ocupa ese extraño archipiélago entre los continentes de conducción motora de las sensaciones y el signo lingüístico. Empieza siendo una expresión espontánea y termina refinándose en un movimiento estandarizado, en la misma medida en que puede ser un gesto simbólico que se incorpora y termina absorbiéndose hasta fundirse con la mismísima expresión.

En la puerta del baño, ¿era la voluntad expresiva lingüísticamente diseñada o mi mera ansiedad la que estaba tirando de las poleas de esa mano que le decía a mi novia que se apurara?

Gesto

Mi novia salió, ya maquillada, y terminamos llegando en hora al compromiso, pero mi cabeza siguió atrapada en la órbita de todos aquellos movimientos codificados que olvidamos. ¿Es que había quedado realmente en desuso el gesto de apurarse? Hacía un repaso y en mi cabeza sólo aparecían recuerdos de infancia. Los únicos ejemplos recientes provenían de gente mayor, que todavía conserva dentro suyo el peso de sus antepasados italianos, posiblemente el pueblo con mayor cantidad de gestos manuales del mundo.

La predisposición tana a los gestos manuales es parte de su mismísimo ADN. Uno de los primeros registros sobre esta costumbre proviene de un texto inglés sobre buenos modales fechado en 1540. En el libro se sugería a quien persiguiera el ideal de elegancia no gesticular tanto, “como vemos en muchos italianos”.

Tal brecha expresiva es explicada, en primera instancia, por el ideal aristocrático inglés de mantener la rigidez física como medida última de la pureza (la inacción como reflejo de la introspección, el trabajo mental, una marca de separación frente a los ruidosos e hiperactivos súbditos, inmersos en sus trabajos de sudor y esfuerzo físico). Además, la decreciente expresividad conforme nos dirigimos hacia el norte tiene una razón bastante práctica y evidente: en climas fríos lo último que uno quiere es sacar sus manos a la intemperie. Mejor arreglar todo con palabras.

Por otro lado, los griegos y los romanos siempre tuvieron, por su forma de ejercer política —más alejada que la de los pueblos que los rodeaban de los caprichos de un solo jerarca—, un particular interés por la oratoria, y teorizaron sobre ella. Sin contar el peso histórico de Cicerón, uno de los registros más viejos sobre los valores de los gestos proviene de un tratado de retórica de Marco Fabio Quintiliano, quien diseccionaba la oratoria en memoria y actio, ítem que incluía la categoría de los gestus, que detallaba minuciosamente qué hacer y cómo durante las instancias de narratio y argumentatio, al punto de especificar con lujo de detalles qué uso darle a ojos, nariz, brazos y hasta a la misma toga al momento de exponer y convencer al otro:

La toga debería reposar sobre los hombros durante el exordium [...] Es permitido que se deslice un poco atrás durante la _narratio, mientras que en la argumentatio la toga debe ser tirada hacia atrás desde el hombro y empezar a asumir algo así como una pose combativa. No sorprende que, acercándonos al final del discurso, permitamos que nuestra vestimenta caiga en un desorden despreocupado y que nuestra toga se deslice más suelta desde todos los lados._

En un imperio, como el romano, cuyo modelo expansionista no se sostenía por la mera ocupación, el uso de los gestos fue crucial para poder mantener vínculos comerciales y orden interno entre el poder central y los pueblos conquistados que no compartían la misma lengua. Una vez caído el imperio, tal necesidad y estrategia de comunicación se trasladó a las sucesivas transformaciones de diversas regiones de la península itálica, separadas política y lingüísticamente (y eventualmente ocupadas por austríacos, franceses y españoles), con coletazos que llegan hasta tiempos actuales.

En Youtube hay un hermoso video llamado “Italian guy speaking with hands. Watch the hands tell the story”. En él, un voyeur capta con un celular una charla entre unos italianos. La distancia con que el video fue filmado no permite registrar ninguna de las palabras, pero simplemente viendo las manos —no sólo las del orador principal, sino las de la misma audiencia que interviene— uno puede reconstruir la base de la historia.

Varios de los más de 250 gestos manuales italianos son parte del subsuelo del lenguaje diario rioplatense. Gestos como el mano a borsa (posiblemente el gesto tano por excelencia), acentuado por la unión de los cuatro dedos apilados sobre el pulgar y la agitación desesperada de arriba hacia abajo, suele poseer nuestras manos cuando alguien nos está molestando o siendo demasiado poco claro. Cuando queremos demostrar lo poco que nos importa algo erguimos el mentón y nuestros dedos surcan, con su reverso, nuestro cuello, y se expiden hasta el interlocutor con desdén. Cuando nos reímos de la cobardía de un contrincante, los cuatro dedos se cierran y se abren sobre el pulgar emulando un ano dilatándose y frunciéndose en su propia incontinencia. Los conocemos, los hemos usado consciente o inconscientemente, pero hay muchos otros que son un poco más próximos a generaciones anteriores: el dedo índice girando sobre el cachete como si estuviera atornillando algo, u horadando un hoyuelo, para señalar que la comida estuvo deliciosa, o la elegancia de un violinista al juntar dedo índice y pulgar y trazar una línea horizontal a la altura de los hombros para decir “perfecto”.

Algunos han llegado a sugerir que el complejo mundo de las expresiones manuales italianas es un verdadero lenguaje de señas. Sin embargo, los especialistas desestiman esto por su incapacidad de generar un auténtico sistema léxico y gramatical entre los términos.

Gesto

Parte de la belleza de los gestos reside en ese interregno indescifrable entre la tradición y la espontaneidad, entre el signo y la expresión. Los gestos aguardan como un pájaro en el fino hilo que separa lo consciente y lo inconsciente. En algunos casos, lo que comenzó siendo una mera reacción física a una interacción o estímulo termina convirtiéndose en una suerte de signo lingüístico. Pensemos, por ejemplo, en el encogimiento de hombros. Aquellos hombros que se elevan y encajonan nuestros tórax cuando no entendemos algo —o cuando nos desentendemos displicentemente de un problema o pregunta— conectan con componentes auténticamente instintivos del reino animal: el acorazarse frente a un peligro. Pero al mismo tiempo, una vez internalizados, los gestos se van convirtiendo en el cableado interno sobre el que se yerguen nuestras palabras. En los momentos en que la realidad hace mella en nuestra superficie, los cables se pelan y el pasaje de una expresión a un gesto se vuelve mínimo.

Todo esto dista de ser una mera metáfora. En la tan disputada teoría sobre los orígenes del lenguaje, una de las posiciones más sólidas es la de la comunicación gestual como predecesora directa del lenguaje humano. Según estudios realizados por Vittorio Gallese y Giacomo Rizzolatti, entre otros, las neuronas visomotoras (llamadas neuronas espejo) se activan en el cerebro cuando los monos reaccionan a acciones manuales (por ejemplo, el gesto de extender la palma para pedir un alimento colocado a la vista). Lo curioso es que estas mismas neuronas espejo se encuentran, en el cerebro del chimpancé, alojadas en un área (llamada F5) en la que se desarrollará en el humano la región cortical de Broca, principal responsable de la ejecución y articulación del lenguaje. La homologación no sólo sirve como teoría de lo preformado en chimpancés como cimientos del lenguaje, sino también para entender la compleja interrelación entre lo visomotor y lo simbólico en la conformación de nuestra corteza cerebral.

Gesto

El gesto siempre tuvo que ver con la supervivencia, tanto en sentido figurativo como real. Y si en el reino animal la vida se da en una serie de asesinatos circulares, en la humanidad el giro de esta rueda se fue de eje, haciendo de los monopolios sucesivos de asesinatos la forma auténtica de la guerra y la conquista. Invirtiendo la famosa idea de Carl von Clausewitz de la guerra como la continuación de la política por otros medios, detrás de un montón de expresiones lo que siempre prevaleció por debajo, aun en los gestos de máxima cordialidad, fue la desconfianza, la violencia y la supervivencia. La reverencia —un gesto no tan frecuente en nuestras latitudes, pero que en Japón llega a tener un conjunto de versiones específicamente codificadas según la situación, con el grado de inclinación de la columna como una gradiente directamente proporcional al rango de quien saludamos— guarda sus orígenes en la relación entre siervo y señor, con el súbdito ofreciendo su cabeza para que sea decapitada. Cada vez que reverenciamos de alguna manera estamos diciendo “esta es mi cabeza, la ofrezco para su decapitación cuando le plazca”.

En la senda opuesta del servilismo, casi todos los actos de camaradería conocidos se fundan en la desconfianza: en el brindis, el entrechocamiento de copas tiene el fin de mezclar las bebidas de los dos recipientes, a modo de que, en caso de que alguien esté siendo envenenado, el perpetrador comparta la misma suerte; el abrazo es el refinamiento de una técnica de cacheo para ver si nuestro invitado no guarda un arma en su espalda. En el apretón de manos, las dos manos diestras que se estrechan se inutilizan mutuamente en la posibilidad de desenvaine de la espada. La estrecha relación de la mano derecha con la espada dio forma no sólo a gestos, sino a arquitectura. Las escaleras de caracol en monasterios y castillos estaban construidas en el sentido de las manecillas del reloj para que quien invadiera tuviera que apoyar su mano hábil en la subida, dejando a los defensores de la torre en una situación de combate privilegiada.

Se dice también que el gesto de la uve de victoria guarda sus orígenes en una cruenta práctica de los guerreros troyanos (aunque se disputa el origen con la Guerra de los Cien Años): cuando vencían al ejército enemigo, les cortaban a los soldados capturados los dos primeros dedos de su mano para que no pudieran disparar con arco ni blandir espadas. Levantar la mano y mostrar los dos dedos sanos era una forma de jactarse de la victoria, de enseñar lo que lograron conservar y sus derrotados no, como así también un gesto de resistencia de parte de quienes lograban escapar.

Sin embargo, ya nadie entrechoca las copas al punto de mezclar los respectivos líquidos —salvo, a fin de año, algún tío borracho con aires de vikingo—, y en nuestra cotidianeidad la reverencia se fue acortando hasta un mínimo movimiento de cabeza. Con el tiempo, los gestos no sólo liman su intensidad y parafernalia, sino que también se blanquea su referencialidad cruenta.

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Como un guante de hojalata desescamado que termina en uno de terciopelo, la uve de victoria traza un impecable arco desde sus remotos orígenes violentos hasta nuestros días. Winston Churchill la exhibió como arenga en la Inglaterra bombardeada por los alemanes durante el peor momento de la Segunda Guerra Mundial. Una famosa foto lo muestra haciendo el gesto cual punk tras un toque de los Sex Pistols, marcando la uve con la contrapalma enfrentada al interlocutor, sin saber que aquel era un gesto común similar al de levantar el dedo mayor (hasta el día de hoy utilizado en Gran Bretaña). Aquella posición de los dedos no sólo fue una señal de victoria, sino parte de una campaña a escala intercontinental que actuaba desde una suerte de territorialidad; pronto, todos los pueblos liberados de las potencias del eje comenzaron a levantar los dos dedos en señal de victoria, pero también de libertad.

A partir de ahí se convirtió en un santo y seña del optimismo presidencial y el poderío en sus diversas acepciones. Richard Nixon trazaba las uves con las dos manos extendidas hacia el aire. De aquel uso, un momento queda indeleblemente plasmado en la retina: el patetismo de Nixon realizando el gesto a poco de subirse al helicóptero que se lo llevaría de la Casa Blanca y de la presidencia luego del caso Watergate y su posterior renuncia.

Como una versión irónica del sello nixoniano, casi en simultáneo los hippies terminaron apropiándose del gesto y lo convirtieron en el máximo ícono del movimiento pacifista. De la misma manera, el saludo de victoria de las fuerzas de ocupación yanquis terminó introducido en el sistema nervioso de Japón casi como un reflejo condicionado de cualquiera que sea fotografiado hasta el día de hoy.

Los gestos, así, son parte de un largo proceso de canibalización, una destilación de sus partes claras u oscuras para beneficio de quien los conquiste primero. La venia militar comenzó siendo el acto de levantar la mirilla del yelmo que los caballeros realizaban para demostrar respeto a un superior. Cuando el yelmo desapareció las manos siguieron haciendo el mismo gesto, quizás levantándose el casco, para después dar paso al sombrero o la boina. Aun sin nada sobre el cráneo, la mano, convertida en filosa aspa, sigue llevándose a la cabeza.

Detrás de muchos gestos hay un objeto que desapareció pero que sigue invocado más allá de su inmaterialidad. Ya se dijo: la historia de los gestos es una historia de fantasmas.

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Quizás el gesto manual que más debate ha merecido estos últimos años es el de ok. Con los tres dedos encima del círculo trazado por el índice y el pulgar como si fuese la cresta de un gallo hecho por sombras chinescas, en Estados Unidos siempre fue una señal de aprobación, de algo que está funcionando correctamente, a diferencia de en Francia, donde suele referir a algo que no tiene valor alguno, o de en algunas naciones del Mediterráneo, en las que suele utilizarse como insulto homofóbico.

El gesto permaneció petrificado en sus comunes acepciones hasta que en la última campaña política de Trump se viera no sólo en mano del futuro presidente de Estados Unidos, sino también de varios miembros de la alt-right. Lo que se dio después fue una disputa imaginaria de reapropiación de lo que dibujan las mismas manos. Mientras que en la versión original la o es marcada por el índice y el pulgar y la ka queda recostada y algo comprimida entre los tres dedos restantes, en la versión incorporada por varios blancos supremacistas los dedos de arriba forman una uve doble y el círculo no una o sino la panza de una pe, que continúa hacia abajo por los metatarsos hasta la muñeca: white power, poder blanco. El supremacismo ario con sólo un giro de muñeca.

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En la senda opuesta a la del orgullo blanco, el puño cerrado ha sido un emblema de la lucha por los derechos civiles de la población afro. Desde Nelson Mandela a una famosa foto de Jane Fonda empuñando el gesto en una plancha policial en Cleveland, desde el icónico grabado de Frank Cieciorka a los guantes de cuero negro bien cerrados durante el recibimiento de medallas de Tommie Smith y John Carlos en los Juegos Olímpicos de 1968, el puño se convirtió en el emblema del movimiento Black Panther, pero su origen es mucho más amplio y variado.

Nacido en el seno del movimiento obrero, el puño cerrado fue permeando varios movimientos revolucionarios a lo largo del siglo XX, y especialmente recordado como el saludo antifascista durante la Guerra Civil Española y también en varias imágenes propagandísticas de luchas ruralistas mexicanas. Aun así, dentro de la misma izquierda el puño tuvo varias acepciones, convirtiéndose en un símbolo de oposición dentro del mismo comunismo al ser empuñado por los trotskistas una vez que fueron expulsados del Comintern.

Sin embargo, sacando paladas y paladas de tierra, buscando el origen mismo de la señal, una de las referencias más directas se registra en el cuadro El levantamiento, de Honoré Daumier, en el que vemos a un hombre cerrando sus dedos en actitud desafiante. La imagen hace referencia a la revolución parisina de 1848, en la que murieron más de 10.000 civiles. Daumier, fiel defensor de las luchas sociales, fue testigo de muchos de los estragos de aquella contienda que terminaría por precipitar la abdicación de Luis Felipe I. Aun sin ser el cuadro una representación literal de lo que realmente ocurrió, uno se pregunta si su autor sabría que aquel detalle, aquella porción anatómica, se convertiría en el mayor símbolo de levantamiento del siglo siguiente.

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Daumier no es el único pintor que patentó auténticos gestos con un solo brochazo. En 1872 el francés Jean-Léon Gérôme pintó Pollice verso, una obra en la que intentaba recrear las luchas de gladiadores romanos, y donde se representa a uno de ellos enfrentado al púlpito luego de vencer a su contrincante. En el cuadro podemos ver entre el público a un montón de romanos blandiendo su pulgar para abajo, como una señal de asentimiento —o más bien, de exigencia— para que decapite a su contrincante. Durante más de un siglo la imagen fue tratada, más que como una interpretación, como una suerte de documento histórico, y la señal del pulgar para abajo como avanzado certificado de defunción dio paso a la idea del pulgar para arriba como gesto benévolo por excelencia. O al menos eso es lo que creían muchos historiadores.

Lo que ofrecen los datos (especialmente los obtenidos a partir del entrecruzamiento de los grabados de varias monedas y de los relatos de aquellos tiempos) es que el significado era prácticamente el contrario: el pulgar para arriba, saliendo del puño cerrado, invocaba a la cabeza que debía ser decapitada.

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Incluso manteniendo esta genealogía del pulgar para arriba como definitivo gesto de aprobación (u, hoy día, del like ampliamente usado en Facebook y otras redes sociales), conviene saber que en algunos rincones de Italia y Grecia este gesto es visto como un signo ofensivo, similar al del levantamiento del dedo mayor.

En todo caso, la popularización del gesto parece llevar, nuevamente, al terreno de lo militar: el pulgar en alto fue otro de los emblemáticos saludos norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente entre los aviadores, que buscaron una seña sencilla, capaz de ser vista de manera lateral, para comunicarse con sus colaboradores de las fuerzas aéreas chinas.

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Lo que parece indicar el ejemplo del pulgar para arriba es que ningún gesto es definitivo, sino que cada uno está en un proceso de perpetua reapropiación, transformación y recodificación. Algunos de ellos en estos procesos de simplificación han ido modificándose hasta lo irreconocible. Un ejemplo notorio es la señal de los dedos cruzados que realizamos cuando sellamos nuestro deseo para que se cumpla. El gesto, lejos de ser nuevo, se retrotrae a tiempos paganos, en los que la cruz era una señal de buena fortuna. En el gesto original, al verbalizar un deseo uno extendía su índice y el gesto era completado por otra persona, que se solidarizaba ofreciendo el otro vértice de la cruz. Poco a poco la gente fue considerando innecesario hacer partícipes a segundos de sus propios sueños y pasó a realizar la cruz con sus dos manos, para después ir recortando el gesto hasta el más económico cruzamiento del dedo índice y mayor que conocemos hoy en día. En una nueva vuelta, hoy entre los más chicos los dedos cruzados, ocultos para el interlocutor directo pero a la vista de terceros, anuncia que se realiza una promesa falsa o simplemente que se está cometiendo un engaño o mentira.

Uno pensaría en si esto es lo que pasa con muchos gestos cuando pierden popularidad, en si van simplificándose o fusionándose en otros movimientos hasta parecer irreconocibles. Un gesto cerrándose en sí mismo. Una estrella que se comprime hasta formar una enana blanca.

En estos procesos hay dedos fagocitados. Pero los gestos olvidados permanecen en nosotros como la mano fantasma de un miembro amputado, el hormigueo de una señal que se sigue emitiendo invisiblemente.

Muchos de estos provienen de la infancia, cuando madres y maestras intentan adentrarnos en la motricidad fina con un montón de juegos de manos, cuando todavía no hay tantas palabras que les den nombre a todo lo que queremos y pensamos. Al ver niños nos damos cuenta de que no es que algunos gestos hayan pasado de moda, sino que simplemente son parte de una época que se conquista y se cierra al llegar a determinada edad. Gestos como las dos manos insertadas en la cabeza con los pulgares clavados en las orejas y los dedos moviéndose en señal de burla (las manos representan las orejas de un asno, un gesto que data de la antigua Roma, pero hoy los niños simplemente le dicen “leru leru”). Casi un sinónimo del pulgar colocado en nuestra nariz y los otros dedos moviéndose como si fueran cuatro pequeñas trompas de elefante. Nosotros realizábamos esos gestos sin saber a qué remitían, como tampoco sabíamos lo que era “una pipa de vino carlón”, ni el destino de aquellos pobres y no sindicalizados maderos de San Juan, que pedían queso y les daban hueso y les cortaban el pescuezo.

Podríamos aventurarnos a decir que, al menos en Uruguay, estamos en un terreno donde varios gestos manuales van perdiendo uso y sentido. El mismísimo levantamiento del dedo mayor —desafiante, agresivo, e incluso en muchos programas de televisión súbitamente rodeado por un pixelado, como si fuese la mismísima genitalia expuesta— es visto como un gesto, cuando no foráneo, autoconsciente y poco natural. El último corte de manga que permanece en nuestra retina es el de aquel polaco que festejó ante los rusos en los Juegos Olímpicos de 1980 en Moscú. El hermoso gesto de sacarle brillo a la chapa cuando uno recibe un elogio (los nudillos acercados a la boca, el hálito sobre ellos y el subsiguiente lustre sobre el corazón en dos o tres movimientos) parece algo de antaño, y otras señales que en un momento tenían onda, como el high five (dame los cinco) o el shaka hawaiano (meñique y pulgar extendidos, el resto de los dedos cerrados), siguen siendo perpetuadas por algunos pocos hippies o surfers trasnochados.

Hay algunos nuevos: el uso cada vez más común de golpear puños en vez de darse la mano (pero sin guantes de boxeador), el bigote p’ arriba, con orígenes populares y progresivamente extendido a otras clases sociales, o el signo de corazón hecho con las dos manos, popularizado por varios jugadores de fútbol que buscan a sus novias entre las tribunas cuando meten un gol. Sin embargo, la sensación es de que hay menos, y uno se pregunta si no es tan sólo una desitalianización de nuestra sociedad —con migraciones e influencias culturales cada vez más cruzadas con otros países— o si es que el creciente avance de las redes sociales y la digitalización de los vínculos han ido colocando a los emojis por encima de los gestos como uno de los principales instrumentos de contextualización para comunicarnos.

Si alguna vez se acabaran los gestos, si se fuese abogando por un lenguaje cada vez más específico y certero, sin necesidad de incómodos elementos externos, el mundo posiblemente seguiría su curso, pero sin dudas sería un poco menos bello.

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Pienso en todo esto mientras espero mi ómnibus a la una y media de la mañana. Mis manos están agarrotadas por el frío, sumergidas en lo más profundo de los bolsillos de mi campera Alpha N3B. A mi lado, una pareja se besa profusamente, y después de hacer varios amagues a dejar pasar el ómnibus, de muñecas agarradas y soltadas, de abrazos y tironeos de camperas, la chica termina subiéndose. Desde la calle, el chico a mi lado traza un círculo con su dedo índice, luego lo suelda con el mayor, señala hacia abajo dos veces y después diagrama un shaka que se lleva al oído. Desde la ventanilla, la chica sonríe, señala su reloj, coloca sus dos palmas en forma de plegaria, las gira 45 grados, cierra los ojos y apoya su cabeza sobre ellas, como si fuese una almohada. El chico agita el índice como un metrónomo y después lo acerca a su pulgar, dejando un espacio ínfimo de aire, como si agarrase un objeto pequeñísimo. La chica ríe y asiente, coloca el dorso de su palma sobre su frente, cierra los ojos y tira la cabeza hacia atrás. El ómnibus emprende camino y cuando ya casi no tenemos ángulo para verla, la chica mira para atrás y le tira un beso. El chico se lo devuelve y los dos sonríen. Yo también.