No sólo el peso argentino cayó en picada estos días. También se devaluó la palabra del gobierno de Mauricio Macri. Desde el eslogan “lo peor ya pasó” hasta la consigna “nosotros decimos la verdad” resultan cada vez más inverosímiles en boca de un elenco dirigente que, si se caracterizaba por algo, era por la empatía que generaba con sus piezas de diseño para hablarles a los no convencidos en el espacio público. Lo que parecía una táctica eficaz al comienzo del mandato de Macri, esa insistencia en predicar la posesión de la verdad para antagonizar con la exuberancia semiotizante del kirchnerismo, al que asocian con la falacia y el engaño, perdió su aura.

Con cierto espíritu de época en el que la posverdad y la desinformación funcionan como comodines del discurso político en el mundo entero, el macrismo desató en Argentina una cruzada purificadora contra la mentira que hoy se le vuelve en contra a través del amargo contraste entre sus palabras y las cosas. Su relato era el fin de los relatos en una sociedad cansada por la hiperinflación discursiva, y los técnicos del discurso macrista, con Jaime Durán Barba como jefe de laboratorio, reemplazaron “el relato” por “la verdad”. Y, claro, la verdad resultaba ser lo que dice el gobierno.

La palabra es un recurso poderoso, instituyente. No hay época en la historia de la humanidad en que los conflictos de intereses no fuesen acompañados por conflictos de su significación. De ahí que los actores de la escena pública busquen jerarquizar su lugar de enunciación y, simultáneamente, cuestionar el de sus adversarios. Las estrategias para ello fueron y son de lo más variadas, y cada una tiene sus riesgos. Hoy el gobierno de Macri enfrenta las consecuencias del riesgo que tomó al arrogarse la potestad de la verdad –nada menos–. Una apuesta que, por lo hiperbólica, parece corresponder más al imaginario de sus adversarios kirchneristas o izquierdistas que a la modestia vecinal presuntamente aséptica y ciertamente más liviana que caracteriza, en cambio, el posicionamiento de uno de sus principales referentes, Horacio Rodríguez Larreta –claro que desde una responsabilidad institucional más pertinente con ese perfil–.

De hecho, al comienzo de la presidencia de Macri coexistían dos tendencias en su estrategia de comunicación: por un lado, el esfuerzo más bien intimista de apelar al imaginario cotidiano del ciudadano, con el que se buscaba empatizar desde las redes sociales como Facebook o Instagram, en una línea inclusiva de continuidad estilística con la campaña electoral que lo catapultó a la Casa Rosada y que esbozaba intenciones consensualistas con el resto de actores políticos y sociales (“no vas a perder nada de lo que tenés”); por otro lado, el fervor ideológico que tomaría plena forma en 2017 tanto en la Jefatura de Gabinete como en el Ministerio de Seguridad y que había insinuado Marcos Peña ya en los primeros meses de gestión, en el ahora lejano 2016, cuando proclamaba que “el gobierno puso la verdad sobre la mesa” y cuya evolución lógica reduce la declarada intención de consensuar con otros actores, pues es, a diferencia de la tendencia anterior, expulsiva. La primera busca como destinataria a una sociedad que no tomó totalmente partido; la segunda interpela a la polarización y su objetivo es desacreditar al oponente sin importar los daños colaterales.

La sentencia maximalista y extrema de Peña sobre la propiedad de la verdad indica, llevada a su máxima tensión, que antes la verdad no estaba sobre la mesa, que la verdad era escamoteada. No sólo el antagonista político elegido por el gobierno quedaba ubicado en el lugar de la mentira (para lo cual ese antagonista hizo los deberes, con la intervención del Instituto Nacional de Estadística y Censos como estandarte), sino que la sociedad es considerada víctima de un engaño o copartícipe de este. “Ellos mienten, nosotros decimos la verdad, aunque (les) duela”, fue el nuevo relato antirrelato.

Ahora bien, ese ejercicio de retórica inicial se convirtió en un rasgo identitario. La constante referencia del gobierno (bien pertrechado por los medios más grandes) al kirchnerismo, a casi tres años de una gestión que sigue haciendo oposición de la oposición, es síntoma de un problema de fondo. La comunicación de Macri está lubricada para el ritmo electoral y, especialmente, para hacer de challenger, de retador. Necesita que otro acapare la atención y funciona a partir de sus zonas erróneas, para denunciarlas o para marcar la diferencia a partir de ellas, es decir, de la iniciativa y de los yerros ajenos. El marketing 2.0, combinado con la lógica difusionista del macrismo, dan resultados cuando los focos se dirigen mayormente hacia otro polo productor de novedades (la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner) o cuando la campaña electoral dividía la atención entre distintos aspirantes, pero hace agua cuando le toca hacerse cargo como protagonista de la escena política y económica.

Hoy, por errores no forzados, la consigna purificadora de la verdad de un lado y la mentira del otro resulta improbable incluso para parte de la base electoral del oficialismo, y mucho más para quienes no se identifican políticamente con Macri. La estrategia enunciativa del macrismo excluye a los no convencidos.

Un caso ejemplar y actual es el conflicto universitario, causado fundamentalmente (pero no únicamente) por el desfinanciamiento de las universidades públicas y por la paritaria con los docentes de nivel superior, que tenía, hasta el martes, una “oferta” salarial de 15% como techo en un país con una inflación superior a 32%. Acá el gobierno, acaso desprevenido sobre el valor de la educación pública en la cultura argentina y desatento a la centralidad de las universidades nacionales fuera de Buenos Aires, que es donde reside el elenco dirigente formado en instituciones privadas, volvió a tropezar. Su cruzada por la posesión de la verdad fue cuestionada incluso desde medios y organizaciones amables con (o afines al) oficialismo.

En efecto, en la última semana, y por duplicado, el laboratorio discursivo del gobierno ante el problema suscitado por sus decisiones políticas chocó contra la realidad. Un chequeo de las afirmaciones del jefe de Gabinete, así como de las de un material de propaganda hecho por el Ministerio de Educación para deslegitimar el reclamo de los docentes, arrojó como dictamen la calificación de falso por parte de La Nación y de Chequeado.

Peña se expuso al afirmar que duplicaron el presupuesto universitario en tres años (falso) y varios funcionarios se prestaron a la falacia al difundir datos adulterados del Ministerio de Educación sobre la relación docente-alumnos en las universidades nacionales, así como sobre la evolución de los magros salarios docentes, justamente el nudo del conflicto. Al propagar información falsa, cuya verificación está al alcance de quienes quieran informarse y documentarse, los altos funcionarios fueron víctimas de su relato: se creyeron su cruzada y, en tren de descalificar a quienes protestan por sus políticas, quisieron colocarlos en el lugar de la mentira y de la irracionalidad: son revoltosos, no tienen razón, carecen de verdad y autenticidad. El gobierno sería, pues, víctima de unos agitadores inconformistas que buscan otros propósitos, inconfesados. Perdieron de vista el lugar que ocupan las universidades y sus profesionales en la trama cotidiana (social, cultural, económica y política) del país.

Que el gobierno se exponga de modo tan desinhibido en la propagación de datos falsos sobre cuánto cobran los docentes, o que demuestre desconocimiento acerca del dictado de clases y de la organización de la oferta académica en las universidades, exhibe además escasa vocación por el debate y la construcción plural de las respuestas a problemas que en algunos casos son heredados, en otros creados por la actual gestión y, en muchos otros, estructurales.

Cuando la supuesta verdad de quien se arroga poseerla en exclusiva choca con la realidad, no sólo el tema en cuestión es puesto en entredicho, sino que su arrogancia queda expuesta y la estrategia discursiva, malherida. Cuando la duda de terceros carcome el axioma (nosotros decimos la verdad, los demás mienten), la credibilidad de su enunciador se daña frente al público. Tal vez los más consecuentes simpatizantes, el círculo más íntimo, reaccione elevando el tono para disimular la duda, pero esta reacción, casi automática, aleja aun más a quienes no participan activamente en ese círculo. Y así devalúa incluso más la palabra, que es la devaluación de la política.

Martín Becerra es profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes, especialista en medios de comunicación. Este artículo fue publicado originalmente en _Letra P, de Argentina._