Está plantado en muchas escuelas públicas porque se lo conoce como “el árbol de Artigas”. Su sombra, afirman, cobijó al prócer en los días finales del exilio paraguayo. Sus flores, color amarillo intenso, son un espectáculo para humanos, aves e insectos. Así como el ceibo da nombre al plan “una computadora por niño”, este árbol nativo bautiza al plan de inclusión digital de los jubilados. Uno podría pensar entonces que al ibirapitá (Peltophorum dubium) no le hacía falta más nada para gozar de alta estima entre los orientales, pero se equivoca: este árbol nativo de la familia de las leguminosas es también el protagonista de una aventura científica que, si todo sale bien, podría ser extremadamente útil para combatir hongos oportunistas que provocan problemas severos en la salud de pacientes inmunodeprimidos. Cuando llego a Facultad de Química para entrevistar a la investigadora Gianna Cecchetto, microbióloga que hace años trabaja en el tema, me sorprendo para bien con la importancia del trabajo multidisciplinar: en lugar de esperarme sola, está flanqueada por Mariella Terán, Susana Rodríguez y Mariana Barraco, investigadoras que también han consagrado horas a desentrañar los secretos proteicos del ibirapitá.

Los hallazgos de este equipo de investigación fueron publicados en la revista Amino Acids bajo el nombre “Conocimiento sobre la estructura y actividad antimicrobiana de un nuevo péptido similar a las esnaquinas aislado de Peltophorum dubium”. Puede que el título sea un poco críptico, pero ya en la introducción las cosas quedan más claras: “Las plantas y animales poseen un grupo diverso de pequeñas proteínas con actividad antimicrobiana, llamados péptidos antimicrobianos”, dicen, y acotan que tener tales péptidos ayuda a los organismos a defenderse de “una diversidad de patógenos, incluyendo bacterias, hongos, virus y protozoarios”. Las esnaquinas, como la que encontraron nuestras compatriotas en el ibirapitá, son una familia de proteínas con actividad antimicrobiana descubiertas recién en 1999 en la papa y que, hasta el momento, se han encontrado sólo en plantas. En el artículo las autoras dan cuenta del aislamiento de “un nuevo gen que expresa una molécula similar a las esnaquinas” del ibirapitá que fue bautizado “PdSN1”. No contentas con ello, lograron que se expresara en una bacteria y vieron que el péptido recombinante inhibe “el crecimiento de importantes patógenos de plantas y humanos, como el patógeno de las papas Streptomyces scabies y los hongos oportunistas Candida albicans y Aspergillus niger”. Fascinante, pero uno quiere saber cosas que los artículos en revistas científicas nunca dicen, así que allá vamos.

De la planta al gen

Cuando les pregunto por qué buscaron péptidos en el ibirapitá, las cuatro se miran y, sin necesidad de hablarse, como una banda que se nota que ensaya mucho, dejan que conteste Susana Rodríguez, del Departamento de Biología Vegetal de la Facultad de Agronomía. “Empezamos a buscar en plantas nativas tratando de encontrar cosas diferentes a las que ya estaban reportadas”, dice, y en la simpleza de su frase ya se deja ver la importancia de estudiar lo nuestro, no por chovinismo sino porque en nuestra biodiversidad hay altas chances de encontrar cosas que nadie está procurando. “Dentro de la flora nativa, decidimos buscar en una leguminosa porque en las bases de datos hay mucha información de sus secuencias de ADN y de sus proteínas, y eso ayudaba dada nuestra estrategia de investigación, que consistía en aislar el gen de estos péptidos”, agrega, para luego relatar que, dentro de las leguminosas nativas, decidieron buscar en aquellas que tuvieran propiedades medicinales. “El ibirapitá era una, y además nos gustaba también simbólicamente”.

Escogida la planta nativa, la tarea que tenían por delante no era sencilla, ya que las plantas tienen múltiples genes que expresan múltiples proteínas. Encontrar aquel péptido, una proteína de cadena corta, que tenga acción antimicrobiana como las de las esnaquinas, es más difícil que encontrar una aguja en un pajar... salvo que uno tenga un detector de metales. Y algo así, pero genético, es lo que usaron. Gianna Cecchetto, del Departamento de Biociencias de la Facultad de Química y del Instituto de Química Biológica de la Facultad de Ciencias, cuenta que recurrieron “a una aproximación clásica dentro de la biología molecular”, y acto seguido explica: “Todos los genes que expresan las esnaquinas tienen determinadas partes que se parecen, por tanto buscamos en la planta aquellos genes que tuvieran similitudes con esas partes”.

Para ello recurrieron a lo que se conoce como PCR, o reacción en cadena de la polimerasa, una técnica que permite copiar un fragmento específico del ADN utilizando cebadores (“unos pedazos chiquititos de ADN”, explica Gianna), y mediante la acción de una enzima (la ADN polimerasa) que replica las hebras de ADN que se encuentran entre los dos cebadores. “Pegamos nuestros juegos de cebadores, que eran parecidos a lo que en las bases de datos figuraban para esnaquinas, buscando que la polimerasa se pegara preferentemente a cosas que fueran parecidas a esnaquinas”, agrega Cecchetto. Si bien suena sencillo, tiene sus complicaciones: “Es como pescar con mucho trabajo, probando una carnada, luego otra, y así repetidas veces”, dice Cecchetto, y enseguida Rodríguez la secunda: “Esa parte no fue fácil, muchas veces no teníamos resultados. A pesar de que escogimos buscar en una leguminosa, porque había más información de secuencias en las bases de datos y se supone que dentro de la misma familia los genes son más parecidos, trabajamos varios meses para lograr aislar un gen de tipo esnaquina”.

El trabajo fue tan arduo –empezaron en 2013– que decidieron cambiar de estrategia: “Con la colaboración de Pablo Smircich, de la Facultad de Ciencias, pasamos a secuenciar todo el transcriptoma de cuando la planta empieza a aparecer de la semilla”, cuenta Cecchetto. Al centrarse en el transcriptoma, el equipo restringió la búsqueda sólo a aquellos genes que expresan proteínas en ese momento en particular del crecimiento, ya que entendían que “la semilla tenía que estar más protegida en esas etapas, lo que evidentemente implicaba más acción de las esnaquinas contra hongos y bacterias”, dice Cecchetto con una sonrisa en el rostro que se explica cuando añade el resultado de esta nueva aproximación: “Ahora tenemos unas cuantas esnaquinas, secuenciadas, e incluso unas cuantas clonadas, para estudiar”.

Del gen a la bacteria

La naturaleza encierra una gran sabiduría, pero trabaja con tiempos y cantidades que no siempre coinciden con los de ese ser tan curioso como ansioso que es el Homo sapiens sapiens. Cecchetto y su equipo probaron entonces los péptidos parecidos a esnaquinas en distintos cultivos y vieron que tenían actividad antimicrobiana ante una bacteria que afecta a algunas plantaciones (Streptomyces scabies) y a dos hongos que aprovechan cuando tenemos las defensas bajas para provocar infecciones (Candida albicans y Aspergillus niger). Si todo esto se tratara sólo de conocer más, el equipo de investigadoras podría darse por satisfecho, pero al descubrir nuevas proteínas que pueden ayudar a la salud humana (o a la producción), es razonable desear explorar las posibilidades para que esa molécula pueda, algún día, estar disponible. Cecchetto explica: “La idea es no tener que depender de la planta porque, además de que produce una batería de péptidos diferentes en simultáneo, lo que dificulta la purificación, dependiendo de las condiciones en las que está la planta va a variar la cantidad y frecuencia en la que produce ese que querés”. La solución para ese problema es tan sencilla y común en nuestros días como fantasiosa y de ciencia ficción hace poco más de 50 años: introducir el gen que expresa la proteína en otro organismo que la produzca en mayor cantidad que el original. En este caso el organismo al que se le modificó el genoma para que exprese la proteína fue uno muy conocido: Escherichia coli, esa bacteria que pulula en nuestros intestinos y que nos alarma cuando aparece en el agua que bebemos o nos damos baños en el mar.

Ibirapitá en la esquina de Herrera y Reissing y Gonzalo Ramírez (archivo, 2005). Foto: Ricardo Antúnez

Ibirapitá en la esquina de Herrera y Reissing y Gonzalo Ramírez (archivo, 2005). Foto: Ricardo Antúnez

Foto: Ricardo Antúnez

El equipo tuvo éxito con la obtención del péptido recombinante (así se llama al que genera el organismo genéticamente modificado). Sin embargo, las científicas querían saber también cuál era la estructura de la proteína de manera de poder empezar a entender la actividad antibacteriana. “De las esnaquinas se conoce muy poco, hay muchos más estudios sobre otros péptidos antimicrobianos”, relata Cecchetto, y agrega: “Saber la estabilidad, en qué pH, en qué temperatura... la estructura es parte de todo eso. Tenés que saber con qué trabajás para poder sacar una molécula para consumo o para el uso que sea”. En el modelado de la estructura de la esnaquina trabajó, desde el Instituto de Investigación en Biomedicina de Barcelona, el también compatriota Pablo Dans Puiggròs. Rodríguez acota: “No se sabe muy bien el modo de acción de estos péptidos y por eso es tan importante la parte de Pablo”.

Para uno es fascinante presenciar cómo conocer algo, lejos de saciar la sed de conocimiento, genera más preguntas. “El péptido puede tener diversos blancos dentro de la célula del microorganismo que alteren su crecimiento o lo inhiban, o que produzcan la muerte. Podría ser a la membrana, y por tanto producir la muerte, podría tener una unión flexible, uniéndose y separándose, deteniendo el crecimiento y matándolo, o puede que atraviese la membrana y llegue al ADN y lo bloquee, o que interfiera con la acción de otras proteínas y haga que el microorganismo no sea viable”, hipotetiza Cecchetto. Y en ciencia las hipótesis son buenas, pero también los datos: “Manejábamos la teoría más ‘popular’, que indica que tendrían una acción en la membrana y que podrían entrar a la célula, pero el modelo de la molécula que hizo Pablo nos está diciendo que tiene mucha pinta de que se pueden unir al ADN”. Cecchetto cuenta que están desarrollando estrategias para ver si su esnaquina se queda en la membrana o si entra a la célula y, con genuino regocijo, declara: “Esa es la parte divertida que tenemos por delante, hay mucho por hacer para ver cuál es el modo de acción o, por lo menos, dónde actúa”. De lograrlo, nuestros compatriotas no sólo comprenderían a su esnaquina sino que podrían también ayudar a entender cómo actúan muchas otras. La ciencia uruguaya en la frontera del conocimiento. Y de tanto investigar, nuestras científicas dejan de lado los “péptidos parecidos a esnaquinas” del artículo publicado y aseguran que el ibirapitá les regaló una esnaquina hecha y derecha: “En el artículo fuimos con cuidado, pero a esta altura ya podemos decir que estamos seguras de que es una esnaquina”, proclama Cecchetto.

¿Y ahora qué?

Mientras diseñan las estrategias para comprender más cómo funciona la esnaquina del gen bautizado como PdSN1 (“Pd” se debe al nombre científico del ibirapitá, Peltophorum dubium, “SN” a “esnaquina” en inglés y el número a que se parece a las primeras esnaquinas descriptas), en el horizonte hay un gran proyecto para esta molécula del árbol nativo. Mariella Terán, de la Cátedra de Radioquímica de la Facultad de Química, toma la palabra: “En uno de los Encuentros Nacionales de Química que organiza la Facultad cada dos años me enteré del trabajo del grupo de Gianna y me pareció extremadamente interesante. En mi cátedra una de las cosas que hacemos es tratar de desarrollar radiofármacos, y mi línea en particular es la de radiofármacos para la detección de sitios ocultos de infección y de cáncer de mama y próstata”.

Terán está acostumbrada a que la persona que tiene enfrente, como yo, no sepa bien qué es un radiofármaco, así que enseguida explica: “Un radiofármaco es una molécula que se usa básicamente en la medicina nuclear. Para eso usa una molécula que tenga afinidad, ya sea por un tejido, por un órgano, un tumor o un sitio de infección, y le pega a esa molécula con afinidad un átomo radioactivo. Al administrarle el radiofármaco al paciente, esa molécula va por afinidad a ese tejido, órgano, tumor o sitio de infección y queda unida específicamente. Mediante gammacámaras se detecta la radiación que sale del paciente, y mediante algoritmos informáticos eso se transforma en una imagen que es interpretada por el médico nuclear”. Luego todo se une: “Cuando vi sus esnaquinas, pensé que sería interesante pegarles mis átomos radioactivos y ver de desarrollar una molécula que vaya específicamente a sitios de infección, lo que es un campo dentro de la radiofarmacia que tiene mucho potencial porque aún no se ha encontrado una molécula que pueda discriminar entre una infección oculta y una inflamación estéril, que tienen síntomas parecidos pero tratamiento diferente”. Terán busca unir las esnaquinas con átomos de tecnecio para obtener “una molécula que tenga las características ideales de un radiofármaco para la detección de infecciones”. El combo sería más que relevante: “Hay poblaciones en las que las infecciones son más complicadas de diagnosticar, como los inmunodeprimidos, ya sea porque están bajo un tratamiento oncológico que les baja las defensas o porque son pacientes con HIV”, explica Terán, y luego afirma: “Hay infecciones oportunistas, como la cándida, que se alojan en esos pacientes y los colonizan, provocando incluso la muerte, y la forma de visualizarlo no es ni fácil ni rápida. Lo mismo sucede con Aspergillus niger. Justamente sus esnaquinas tienen afinidad y actividad en ese tipo de células”.

Todo es muy prometedor. Pero Terán señala que el grupo de Cecchetto está “teniendo problemas para sintetizar la cantidad de esnaquinas que precisamos. Estamos un poco trancados, necesitamos producir más de esas esnaquinas recombinantes”. Tal es la necesidad, que Rodríguez aprovecha para hacer un llamado: “Estamos necesitando gente joven que quiera trabajar en eso, pero la falta de recursos hace que no tengamos cómo pagarle”. Cecchetto agrega: “Precisamos una o dos personas que se dediquen a optimizar la producción para aumentar la cantidad de esnaquinas que estamos obteniendo”, y para ello ofrecen créditos académicos. Desde 2013 la financiación para esta línea de investigación no ha sido sencilla (han contado con fondos de CSIC, Pedeciba y alícuotas de investigación). Y no se trata sólo de la esnaquina del gen PdSN1 de ibirapitá: el grupo ya aisló y secuenció unas diez esnaquinas y unas ocho defensinas de ibirapitá, ceibo y congorosa, otras plantas nativas. Hay mucho por delante, y uno, una vez más, piensa que con ciencia grande no hay país pequeño.