Así comienza el último capítulo de la larga y triste historia del puerto y (mucho más) de la empresa Buquebus. Quedan atrás una propuesta en Colonia del Sacramento reprobada por la Unesco, un intento en Punta Carretas y una iniciativa en Capurro de la que el empresario López Mena finalmente se desentendió, dando por tierra con un plan de desarrollo y recuperación del área elaborado por la Intendencia de Montevideo.
La cuarta entrega recupera la vocación destructiva de un entorno delicado de su antecesora coloniense y sube la apuesta, exigiendo la propiedad de los padrones costeros en que la propuesta se asienta, todo lo cual no provocaría asombro si no fuese por el agresivo apoyo del Poder Ejecutivo, que se ha puesto al hombro la gestión de semejante expropiación de patrimonio público.
En un primer intento, que bien puede leerse como un reconocimiento del carácter vergonzoso de la operación, se apeló al manido recurso de introducir, barajado en el fárrago de la anterior Rendición de Cuentas, un artículo autorizando la enajenación de los padrones. Abortada la maniobra se insistió con una iniciativa que el Senado aprobó a fines de diciembre sin que haya trascendido el menor atisbo de discusión a la interna ni el menor intento de difusión a lo externo (léase: la ciudadanía).
Finalmente, la Comisión de Transporte de la Cámara de Diputados aprobó la propuesta con el único voto discordante de un diputado colorado. O sea que el camino aparece despejado para que el Parlamento faculte al Poder Ejecutivo a vender a un particular un trozo del más emblemático entorno público del país.
Parece entonces imposible evitar que, llegados a este punto y de este modo, las preguntas se disparen: ¿por qué?, ¿a quién?, ¿para qué?
Preguntarse, claro, para qué declarar Patrimonio Nacional un bien si luego se lo vende sin dar explicaciones, sin promover una discusión pública que permita medir las consecuencias de una decisión tan arriesgada.
Y en silencio
Un silencio preocupante. Extendido y persistente. Un silencio explicable en aquellos que no tienen una formación disciplinar que permita evaluar la posible gravedad de las consecuencias. Pero ¿y los demás?, ¿y las instituciones que por definición estarían obligadas a pronunciarse?
¿No le preocupa al gobierno de la ciudad la afectación de su principal espacio público? ¿No le alarma que en una ciudad que se aleja día a día de su vocación policlasista se impacte el mejor de sus paseos, de sus lugares de encuentro? ¿No le aflige que se fracture el testimonio más contundente de la generosidad de espíritu, el coraje y la audacia de gobernantes de hace un siglo, que debieran ser hoy la vara con que medirse?
¿Cómo es posible que la Comisión de Patrimonio, a la que le alcanza el tiempo para distinguir y proteger una escuela por el simple hecho de estar firmada por Eladio Dieste, no haya dado muestras de alarmarse ante la segura afectación de dos bienes tutelados, como es el caso de la rambla y de la Compañía del Gas?
¿Cómo se explica el estruendoso silencio de la Sociedad de Arquitectos?
¿Y mi facultad? ¿No debió al menos discutir o reclamar la discusión de una iniciativa tan agresiva?
Silencio. Extendido y persistente silencio.
Vayan entonces, a título de inventario, algunas preocupaciones surgidas de la anémica información de que se dispone.
1) Hasta ahora nadie ha aclarado por qué se decide impulsar la venta de una porción del borde costero en lugar de apelar a la figura del usufructo, y esto siempre y cuando se hubiese demostrado la indudable conveniencia de instalar allí lo que se propone, algo que está muy lejos de demostrarse, a no ser que se considere de pública utilidad el acrecentamiento patrimonial del señor López Mena.
2) El Poder Ejecutivo impulsa fuertemente (por expresarlo de forma elegante) la aparición de un complejo edilicio que, a juzgar por sus componentes programáticos, adquirirá un volumen que seguramente desvirtúe el perfil de ese paisaje y en particular el delicado acento que en él instala la Compañía del Gas. Bueno es recordar que para destruir un edificio valioso no es necesario demolerlo: alcanza con ponerlo en ridículo. Como si esto fuera poco, el único proyecto del que trascendieron algunas imágenes parecía extraído de un cómic distópico.
3) De lo anterior se sigue que el orden razonable del proceso sería bastante distinto al adoptado: una vez demostrada la conveniencia de localizar allí el programa propuesto debiera testearse su respuesta física, su arquitectura, teniendo a la vista las restricciones que los organismos competentes (Intendencia de Montevideo, Comisión de Patrimonio, Administración Nacional de Puertos, etcétera) hayan responsablemente establecido. Cabe recordar que en materia de arquitectura no existen condiciones previas que aseguren la obtención de una respuesta de calidad: buenos o malos, excelentes o pésimos son los edificios. Son buenos los arquitectos que con mayor frecuencia producen edificios buenos y excelentes los autores de las escasas obras maestras, pero nada hay que dé certeza sobre la calidad de un futuro edificio, excepción hecha de la valoración de su proyecto. Bueno es recordarlo en tiempos de desplantes de los profesionales de la fama y de tilingo alborozo de autoridades ignorantes.
Conrado Pintos es arquitecto.