¿Qué es, para usted, el “grito irreflexivo que emite la avalancha”?

Soy un observador de las situaciones extremas, porque la prueba humana más importante no es la normalidad, sino las situaciones anormales, las críticas y urgentes. Ahí es donde uno puede medir el grado de humanidad en el hombre, y es donde uno descubre si alguien tiene principios, o si cede a la locura o el oportunismo. Ahí es donde tiene la posibilidad de demostrar si puede permanecer digno, defender sus valores, no dejarse manipular, o conservar su espíritu crítico. Por eso, en todas mis obras y novelas juego con situaciones dramáticas que obligan a actuar a los personajes, y mostrar su cobardía, su coraje o su incapacidad de actuar. Este es mi modo de testear a la humanidad.

En este contexto, ¿por qué el teatro permite formularse preguntas de otro modo?

En Rumania, en la época de la censura, yo podía publicar mis poemas, e incluso alguna prosa corta, pero mis obras jamás fueron aceptadas en un teatro profesional. Me pregunté por qué en las sociedades totalitarias el teatro era más peligroso que una novela o un poema, y llegué a una respuesta: un poema o una novela, incluso si denuncian, no son conformistas y critican, son leídos en la intimidad, en soledad, mientras que el teatro es una emoción colectiva, y eso es lo que da temor. El teatro puede provocar una emoción tan fuerte que se transforme en una rebelión. Por eso ha sido mucho más censurado que otros géneros literarios.

O sea que, en paralelo, el teatro también se vuelve testimonio.

Sí, absolutamente. Si querés comprender la historia de Inglaterra, por ejemplo, tenés la opción de leer un tratado de historia o las obras de Shakespeare. Y pienso que en Shakespeare se comprende mejor lo que llamamos el espíritu de una época. El teatro no tiene la misión de hacer el trabajo del historiador o el sociólogo, tampoco hace el trabajo del político ni ofrece soluciones, sino que plantea preguntas interesantes y cambia la manera que tenemos de preguntarnos. Los artistas, en general, son perturbadores de la normalidad, de las banalidades y de los dogmas. Creo que un verdadero artista debe ser –forzosamente– políticamente incorrecto. Porque no sirve para nada servir a la banalidad del pensamiento. El artista debe provocar una ruptura, una revelación. Esa es su misión.

E interpela de otro modo a ese afán del sistema de convertirnos en “dóciles consumidores”.

Siempre consideré que había una resistencia cultural en el teatro. Es el lugar en el que estamos en contra de la sociedad de consumo, porque lo que esta sociedad quiere es transformar al ciudadano en consumidor, cuando el ciudadano es el que reflexiona y el consumidor es el que se somete. Entonces, en el teatro se forma y se estimula el espíritu crítico; se empuja a la gente a no someterse a las reglas sociales, a la dictadura de la religión, a la dictadura de la familia, a la dictadura de las tradiciones. Se puede amar a la religión y a la tradición, pero tener espíritu crítico es mucho más importante.

¿Cómo se traslada esto al campo de batalla del lenguaje?

Cuando escribo una obra siempre empiezo por una situación dramática fuerte. Busco un conflicto, y cuando lo encuentro ya tengo toda la obra. Te doy un ejemplo: hace 40 años yo era profesor y tenía que tomarme un tren y después subirme a una bicicleta para llegar a un pueblo y dar clases de historia. Siempre pasaba frente a un pozo de agua que estaba seco. Un día escuché a un perro ladrando adentro, y cuando lo vi me di cuenta de que no podía hacer nada. Eso, para mí, era una situación dramática. Y escribí una obra alrededor de esa situación, de cómo hacer salir a un perro de un pozo cuando uno no tiene nada con qué hacerlo. Creo que el teatro no se ocupa de los problemas de la humanidad, sino de los dilemas de la humanidad, porque los problemas tienen soluciones, pero los dilemas no. Por eso, para mí se vuelve más interesante identificar los dilemas del mundo contemporáneo: no es en el teatro donde se podrán resolver los problemas de la alimentación orgánica, por ejemplo, pero sí se puede hablar de una forma de aberración contemporánea sobre la alimentación, en la que todos somos cómplices, y eso sí me resulta interesante. De hecho, escribí una obra sobre este tema que se llamó El hombre basurero, en la que, de algún modo, se muestra cómo la sociedad de consumo nos transforma en una papelera.

Ha dicho que, durante la dictadura, la escritura se convirtió en un espacio de resistencia cultural. ¿Cree que este trabajo inicial de lo metafórico lo llevó por otros caminos a nivel creativo?

Sí, porque practicaba la literatura en clave y el público tenía el decodificador. En el teatro, incluso una obra clásica se podía convertir en un espectáculo antitotalitario, porque el trabajo del director transformaba a una obra clásica en una de protesta. Podíamos llevar a escena Romeo y Julieta y demostrar que el amor era posible en una sociedad violenta y totalitaria. En la época de la dictadura de Ceaușescu, Calígula, de [Albert] Camus, se representó en el Teatro Nacional. Todo el mundo fue a ver la alegoría de una dictadura, y todos entendían que en verdad el director hablaba del régimen totalitario real de Bucarest.

¿Esa doble moral que imponía el poder se continúa de algún modo en el mundo contemporáneo?

Lo que vivieron los países del este de Europa fue una situación particular, porque hubiéramos querido que la utopía comunista fuera exitosa. Mis padres lo creyeron, y a mis 18 años yo creía que el comunismo podía resolver los problemas de la humanidad, pero después me di cuenta de que el comunismo había dejado 100 millones de muertos detrás de él. Desde entonces, ya no creo en las utopías violentas ni en las revoluciones; es necesario encontrar otra vía para resolver nuestros problemas. Tampoco creo en los gurús ni en los ideólogos. Estoy marcado por la experiencia que viví en mi país, y también tengo los anticuerpos para el mundo libre, el mundo democrático. Veo de dónde viene la agresión. Y te aseguro que en el mundo libre hay un montón de virus totalitarios, pero se trata de un totalitarismo implosionado. Pienso que hoy en día estamos sometidos a la presión del imperio mediático. Hay jóvenes que ya no son capaces de ver una película de [Federico] Fellini porque están formateados por el lenguaje hollywoodense. O ya no pueden leer Los tres mosqueteros, de [Alejandro] Dumas [1844], porque no se corresponde con la lógica de Harry Potter. Este modo de formatear los cerebros es mi adversario.

¿Y se convirtió en su motor de búsqueda?

Como autor, en mis obras no puedo resolver ni abordar estas cuestiones, sobre todo porque lo que más detesto en la literatura es el perfil didáctico; el espectador siempre sabe si algo es didáctico o pedagógico. Por eso busco historias interesantes, emocionantes y que sean capaces de continuar su desarrollo en la cabeza de los espectadores. Porque hay espectáculos que uno olvida ni bien terminan, mientras que hay otros que te pueden marcar para toda la vida. Esa es la diferencia entre la industria del entretenimiento y el arte. En lo personal, nunca escribí teatro comercial o puestas que pudieran servir a la maquinaria mediática. Lo que siempre quise fue perturbar.

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